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14 de mayo 2025 - 12:13hs

Murió Mujica. Tenía 89 años. Deja atrás no una vida, sino tres.

Su triple peripecia no dejó espacio para la indiferencia. Amado por millones, en Uruguay y en el mundo. Denostado por muchos otros también.

Mujica fue un comunicador oral excepcional, de los mejores. Su austeridad extrema –excepcional entre los presidentes y gobernantes- y su modo de contar, de relatar su vida, de transmitir sus ideas y sus historias, cautivaron al mundo. La noticia de su muerte ocupa hoy grandes espacios en los medios de todo el planeta.

En la primera de sus vidas, Mujica descreyó de la democracia. Tomó las armas. Con los alias de Ulpiano y Facundo, fue uno de los principales cuadros del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, la guerrilla inspirada en el Che Guevara que intentó tomar por asalto el poder en el país para instaurar un régimen socialista al estilo del de Cuba.

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En el camino, los tupamaros asaltaron, secuestraron y mataron, incluyendo entre sus víctimas a humiles soldados o agentes policiales, prisioneros inermes y civiles inocentes. Violaron los derechos humanos.

Mujica no gustaba hablar de sus acciones concretas, pero –más allá de cuáles hayan sido sus actos individuales- le cabe la responsabilidad por los crímenes que cometió la organización de la cual fue uno de sus dirigentes.

Su responsabilidad también alcanza a los efectos políticos de la guerrilla. Aunque existe un gran esfuerzo de parte de la academia y de organizaciones sociales y políticas por negarla o minimizarla, la violencia ejercida por el MLN-T forma parte importante de años oscuros de la vida del Uruguay. Su permanente acoso a las instituciones pavimentó el camino al golpe de Estado.

La segunda vida de Mujica comenzó cuando cayó preso en 1972. Pasó más 13 largos años detenido, rotando por unidades militares en condiciones deplorables, con la categoría de rehén de la dictadura. Padeció la tortura y el aislamiento.

Cuando se recuperó la democracia en 1985, salió de la cárcel y allí comenzó su tercera existencia. En ella, Mujica abrazó la política que antes había despreciado.

Como político tuvo el éxito que no había tenido como guerrillero. Si su fracaso anterior había sido categórico, su triunfo como político fue igualmente abrumador.

En la carrera política, Mujica fue subiendo peldaño a peldaño: primero fue el diputado orejano que llegaba al Parlamento despeinado y en motoneta, luego fue senador, ministro, candidato a la presidencia y presidente electo por voto popular.

Como presidente de la República, Mujica se mantuvo fiel a su estilo: la falta de protocolo, la cercanía con el pueblo, el discurso filoso, ingenioso, carismático, la filosofía popular y de boliche. Las salidas de tono, la gente se las perdonaba como a otros no.

A sus dotes de gran comunicador le agregó un gran manejo de los golpes de efectos: desde legalizar la marihuana, hasta recibir presos de Guantánamo o traer familias sirias. Andaba en su escarabajo celeste. Presentó a su nuevo ministro de Economía en sandalias. Salió a la calle a repartir volantes contra el machismo. Recogió a dedo en su escarabajo a un ciudadano que había quedado varado en la ruta. Lo mismo conversaba con los estudiantes en un bar como recibía a Glenn Close o al cantante de Aerosmith en la Torre Ejecutiva. Cada novedad expandía su popularidad en el mundo. Yo mismo conseguí trabajo gracias a él: me contrató la agencia estadounidense Associated Press. Hacía años se había ido del país, pero sus directores decidieron regresar de apuro para cubrir aquel festival de noticias y excentricidades. Aunque era indemostrable, los editores en Nueva York se empeñaban en llamarlo “el Presidente más pobre del mundo”.

Cronistas de todo el mundo comenzaron a llegar a Uruguay para entrevistarlo y tomarle fotos en la chacra.

Su presidencia tuvo luces y sombras, como todas. El Producto Interno Bruto creció, el salario real aumentó y la pobreza cayó. Pero no logró algunos de los principales objetivos que él mismo se había impuesto como presidente: mejorar el pobre desempeño del sistema educativo, entre ellos.

Más allá de aciertos y errores, en cuanto al respeto a la Constitución, las leyes y la República, no hubo nada importante que reprocharle. El Uruguay fue el de siempre desde 1985 hasta hoy.

El viejo guerrillero había cambiado. No sus ideales, pero sí sus ideas. El Mujica 3 ya no creía en atajos ni en vías rápidas, como había creído el Mujica 1. En base a su propia experiencia en sus dos vidas pasadas, Pepe había abrazado el lento, gris y tortuoso camino de la vida democrática.

Eso es quizás lo más admirable de su trayectoria política.

Le faltó solo haberlo explicitado. Haberlo dicho con todas las letras. Haber reconocido el dolor que su acción como guerrillero provocó. No solo a sus víctimas, también los muchachos que reclutó. Y sobre todo el daño infligido por el MLN-T al Uruguay todo.

Mujica prefería no hablar de esto, y cuando se le preguntaba por estas cosas, elegía salir por la tangente. Doy fe porque me pasó. Recién en una de sus últimas entrevistas le dijo a Gabriel Pereyra que se equivocó cuando decidió hacer política con un revólver. Siempre se sintió más cómodo navegando en la versión romántica de la guerrilla con los Kusturicas de turno y eludiendo los puntos oscuros de sus vidas pasadas.

Le hubiera hecho bien al Uruguay que hablara, que se explicara, que asumiera los errores cometidos. Eso quedó en el debe.

Sus actos, sin embargo, tiene el valor de una autocrítica tácita. Eligió la democracia, la respetó, trabajó por ella, formó una nueva generación de políticos, uno de los cuales es nuestro actual presidente, Yamandú Orsi.

Dedicó sus últimos años, además, a tender puentes, a tratar de unir bloques, de achicar la grieta.

Fue un hito histórico su renuncia al Senado en simultáneo con la del expresidente Julio María Sanguinetti. Ambos luego hicieron un libro y muchos actos en conjunto, transmitiendo un mensaje de convivencia y fe democrática, por sobre las notorias diferencias en la historia y en las ideas. También acompañó al presidente Lacalle Pou a la asunción de Lula.

Nada de eso impidió que hasta el último de sus días trabajara por el Frente Amplio. En la reciente elección, sus decisiones y puntuales apariciones políticas fueron claves para la victoria de su discípulo. Abrazó la política hasta el final.

Por sobre los errores y penurias de sus primeras dos vidas, es el tercer Mujica el que deja el verdadero legado. El de un político que supo abrazar las armas y murió aferrado a la democracia.

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