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22 de mayo 2025 - 14:11hs

La reciente compra de la Estancia “María Dolores” por parte del Instituto Nacional de Colonización habilita y propicia la discusión sobre el fondo del asunto: ¿debe el Estado participar activamente en el mercado de tierras? ¿Es la tierra una mercancía como cualquier otra o un bien especial que requiere políticas públicas específicas? ¿Debe el Estado fomentar el acceso a la tierra como parte de su compromiso con el bien común?

Estas preguntas remiten a otras más profundas, casi antropológicas, que el ser humano se formula desde que dejó atrás el nomadismo. La primera de ellas es: ¿de quién es la tierra? La primera respuesta fue que era de los dioses -y de sus representantes en este plano-. En la Europa feudal, la tierra fue la base del vasallaje. Los siervos no la tocaban como dueños, la trabajaban por obligación y por necesidad. La tierra no era un derecho, era un destino.

La llegada del capitalismo y de las revoluciones liberales trajo consigo una idea nueva: la propiedad privada como derecho individual. Desde Locke se comenzó a defender que el trabajo da derecho a lo apropiado, y que quien transforma la tierra mediante su esfuerzo se convierte legítimamente en su propietario. Bajo esa doctrina liberal emergió también una contradicción: el mercado tiende a concentrar. Y así, lo que nació como ideal de libertad individual, llevó a la acumulación -y a exclusión estructural-. Y así apareció Marx, denunciando a la propiedad privada y en particular la concentración de la tierra como origen de las desigualdades. Así, la tierra debía ser expropiada, colectivizada.

Pero la historia demostró que allí donde se suprimió la propiedad individual, no floreció la justicia, sino la dependencia; no emergió el “hombre nuevo”, sino el hombre vigilado; no se dignificó al trabajador, sino que se le negó el derecho de decidir.

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Las dos visiones, la liberal absoluta y la marxista, comparten una congénita fragilidad: la incomprensión de la tierra como bien especial, distinto del capital, diferente de la mercancía. Porque la tierra no se fabrica, no se duplica, no se traslada. Es finita y concreta.

Y esa condición especial hizo surgir la segunda pregunta fundamental: para quién es la tierra.

Es que la condición especial que tiene la tierra conduce a reconocer que el Estado tiene un rol legítimo -y necesario- para promover el acceso a ella de forma justa y sostenible.

Esto puede tomar múltiples formas: políticas agrarias inclusivas, colonización planificada, impuestos a la tierra ociosa, fomento a pequeños productores. Todo ello sin anular la propiedad privada.

El mandato estatal de intervención en el mercado de tierras viene desde el artiguismo, y encuentra su hito moderno con la creación del Instituto Nacional de Colonización en 1948 para “promover una racional subdivisión de la tierra y su adecuada explotación, procurando el aumento y mejora de la producción agropecuaria y la radicación y bienestar del trabajador rural”.

Quizás las fórmulas que hoy establece el INC para intervenir deban ajustarse en base a los avances tecnológicos actuales. Quizás esa tarea deba perfeccionarse, adaptarse, incorporar mejores criterios de evaluación y selección de beneficiarios. Pero una cosa es discutir los instrumentos, y otra muy distinta es desconocer el principio.

Cuando el mercado de tierras está marcado por procesos globales de concentración y extranjerización, defender la participación estatal es un acto de sentido común y estratégico.

Lo sustancial en esta discusión es reconocer la legitimidad del Estado para intervenir. Luego de reconocer esa legitimidad se tiene que dar el debate sobre las formas de promoción. Que el Estado deba participar no significa que sea justificable hacerlo mal. Pero que el Estado lo haga mal no debe ser estribo para negar ese rol del Estado. Y es que, al final de cuentas, ¿para quién es la tierra? La tierra es para su dueño sí, pero también para el proyecto colectivo que se basa en el bien común, y allí entra a jugar el Estado.

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