Las perfecciones aparece de forma explícita como un homenaje a Las cosas, de Georges Perec. ¿Qué te sedujo de la idea de replicar ese texto en el tuyo?
Hace años quería escribir una historia sobre el aspecto digital de nuestra existencia, no una con Whatsapp o redes sociales, sino algo más profundo. Hoy pasamos dos, tres o cuatro horas al día en total en esas aplicaciones, y es una parte muy importante de nuestra vida. No solamente por lo que vivimos allí y lo que vemos, sino en el sentido de como las redes determinan nuestro horizonte interior. Pero es muy difícil contar una historia digital con los mecanismos de la novela, porque su elemento fundamental es la escena, que sucede en un lugar y en un tiempo, y la naturaleza de la vida digital es que estás acá, pero también con tu abuela, estás leyendo el New York Times, en Tinder, en Grindr, todo al mismo tiempo. Esa pluralidad, esa forma de vivir, es algo que no se puede contar linealmente. Lo intenté durante años, pero no funcionó. Luego volví a leer Las cosas de Perec, porque lo había leído a los veinte años y no había entendido nada, y mientras tomaba notas y me daba cuenta de que él estaba hablando de cosas que, para nosotros, hoy son Airbnb, la cerveza artesanal, las plantas monsteras. Hice asociaciones inmediatas con el hoy.
¿Cuándo escribís siempre tenés tus lecturas de fondo de esa manera?
Sí, pero fue muy extraño en este caso. Hay una frase de Borges que aparece en el prefacio de Historia universal de la infamia que quise poner en esta novela, aunque al final la sentí demasiado personal o narcisista. Él decía "el hombre que escribió este libro era muy infeliz, pero se divirtió escribiéndolo". Yo escribí esta novela en pandemia, en el lockdown, en Berlín en invierno, en medio de una situación sanitaria catastrófica, con cuatro horas de luz por día, menos diez grados, las ambulancias cruzando todo el tiempo por la calle. Empecé a escribir esta novela y salió casi sin necesidad de edición. Solo deseché un capítulo.
¿Sos muy obsesivo en la edición?
Yo detesto escribir y quiero corregir. Mi proceso es que hago un borrador terrible pero rápido, y después me quedo meses o años editando, y es un trabajo que adoro. Puedo perder toda mi vida haciéndolo. El tiempo desaparece. Joan Didion tenía un procedimiento para escribir que me gusta: cada mañana copiaba todo lo que ya había escrito de la novela, y en ese momento lo rescribía. Eso se nota, sus primeros capítulos son perfectos, y los finales no, y eso es porque el comienzo está reescrito cientos de veces.
También sos periodista. ¿Qué le ha dado esa profesión a tu escritura de ficción?
La claridad. Mi escritura como novelista al principio era muy abstracta, inútilmente complicada. Y narcisista. Cuando empecé a trabajar para una revista inglesa era una catástrofe, porque no me aceptaban nada. Me decían que no se entendía, que tenía que ser más comprensible, y en mi primer artículo largo, el informe de portada, la devolución de la editora estaba llena de marcas rojas. Le dije a la editora que tal vez no era lo suficientemente bueno para esa revista, que me pagaran la mitad y no publicaran el texto. Pero ella me dijo "Vincenzo, te pagamos por las ideas, nosotros ponemos el lenguaje". A partir de ahí empecé a pensar que mis ideas pueden ser complicadas, pero si mis frases también son complicadas es porque no trabajé lo suficiente.
Las perfecciones pone a Berlín en el centro de su narración como escenario y catalizadora de lo que les sucede a los personajes. ¿Qué aspectos de esa ciudad te interesaba transmitir?
Berlín es muy específica, pero al mismo tiempo no. Ahora estamos tomando un café en otro continente, en la otra punta del mundo, y las estética a nuestro alrededor es la misma. Y es cómico, porque en un sentido mi novela es una historia sobre la transformación de Berlín y la comunidad de expatriados que vivieron allí cuando era muy barata, y de hecho lo era. Berlín en 2009, cuando yo llegué, era mucho más barata que Montevideo. Mi alquiler para un departamento de 170 metros cuadrados era de 600 euros. Estaba en el centro, sobre el agua, lo dividíamos entre cuatro y pagábamos menos de 200 euros al mes. Era un sueño. Y la novela es sobre eso, hay muchas cosas específicas sobre Berlín, pero al mismo tiempo es sobre lo que pasa en todas las ciudades del mundo desarrollado. Berlín es un caso de estudio: no solo por la gentrificación, sino que hay una transformación más profunda, que tiene que ver con nuestra interioridad.
Hay una sensación de que las ciudades se homogeneizan a partir de una imagen ideal que se confeccionó en las redes sociales.
Claro. Lo interesante es que ya conocimos una forma de homogeneidad, que es la de la globalización, la de McDonald's la de Starbucks, pero esas empresas están centralizadas. Hay un hombre, porque son siempre hombres, un jefe, que decide que todos los locales deben verse de una forma para ser diferentes, individuales, y eso terminó siendo uniforme.
Y, entonces, en esta nueva homogeneidad, ¿hablamos de una especie de individualidad de Pinterest?
Algo así. Esta novela se tradujo a quince idiomas, y siempre hay lectores de diferentes países que me escriben y me dicen: leí ese libro, miraba mi apartamento, y era idéntico a lo descrito. Me lo dijeron en Budapest, en Italia, en Montevideo. Entonces, es una novela sobre Berlín, pero también sobre esta cuestión genérica. La última vez que sentí eso fue cuando leí Conversaciones entre amigos, de Sally Rooney. Ella me gusta mucho, pero lo que es interesante de esa novela es que si sustituís Dublín por cualquier otra ciudad, la historia es la misma. Yo hice lo opuesto: hay muchos detalles que pasan en Berlín, pero el corazón de la novela es global.
En un momento, en Las perfecciones se puede leer: "El futuro parecía borroso. No podían imaginárselo sustancialmente distinto de su vida cotidiana (tan tranquila y agradable), lo que le confería un algo abstracto y poco atractivo. (...) Para las generaciones anteriores había sido mucho más fácil entender quién se era, de qué parte se estaba." ¿Por qué resulta tan difícil la idea del cambio de vida? ¿Hay una pérdida de épica en las generaciones actuales?
Es lo que se llama decadencia. No podemos soñar un mundo muy diferente del que tenemos. Mark Fisher decía que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. No tenemos imaginación. Todos sentimos que este mundo no nos hace felices, pero no sabemos con qué sustituirlo. Hay conquistas de derechos, y son conquistas importantes, pero son superficiales. La forma de vida que todos aceptamos es la misma y no pensamos que se pueda cambiar. Por ejemplo, es imposible de convencer a la gente de que la casa tiene que ser un derecho, y así como el Estado paga para la instrucción de todos y todas como derecho, también podría pagar por las casas. Pero no es algo que podemos imaginar de forma colectiva. En Milán hay dos empresas que poseen 300 mil apartamentos en la ciudad. Es la mitad de Milán, la mitad de Montevideo, en posesión de dos empresas. Y hubo un referéndum popular para expropiarlas, y se ganó, pero no se podrá concretar porque va contra la Constitución, contra el derecho de propiedad.
Justamente, en Milán fuiste activista contra la gentrificación. ¿Cómo fue esa experiencia?
Perdimos. Éramos squatters en una fábrica abandonada. Y ahí teníamos un mercado orgánico de proximidad, un afterschool para los niños, un comedor para los sin techo, había raves, muchas cosas. Y todo el barrio y la iglesia nos defendió en el inicio, y después perdimos. Ahora allí, en ese lugar, hay rascacielos con árboles. Cuando era estudiante tenía una cama en ese barrio, en una habitación compartida, y mi cama costaba 180 euros. Ahora cuesta 700 euros.
El problema de la vivienda en las ciudades europeas ha sido tratada por otros autores de tu generación, por ejemplo la también italiana Giulia Caminito en El agua del lago nunca es dulce. ¿A vos te interesa particularmente llevar esas luchas a tu obra?
Hace un tiempo un crítico habló de mis novelas y decía que hay poetas que solo hablan de amor, novelistas que solo hablan de guerra, y que yo solo hablo de inmobiliarias (risas). Pero es así, es mi tema central. Creo que la vivienda va a ser la crisis principal de las clases medias. No sé cómo era aquí, pero en Europa la generación anterior podía pagar un alquiler si trabajaba. Eso es lo mínimo que necesitas para trabajar. No debería ser un privilegio, sino las condiciones de producción del trabajo. Yo solo puedo trabajar si tengo donde vivir. Y ese aspecto del pacto social no vale más en las grandes ciudades del mundo desarrollado. Creo, y espero, que será un frente político del futuro. Yo también soy activista LGBTQ, y hay batallas que son importantes para mí, pero espero que un día podamos marchar juntos en las calles los que, por ejemplo, luchan por los derechos trans y los homófobos, porque la casa es un problema de todos. Será el pegamento que unirá un frente político más amplio.