A los cuatro meses las cosas cambian. Luciana paga el alquiler correspondiente y tres días después escucha un ruido extraño. Su hijo mayor sale en calzoncillos y descubre a un hombre encapuchado que le da una directriz clara: se tienen que ir, la casa es suya. Luciana no termina de entender, pero cinco días después, entiende: alguien le pega una patada a la puerta y cuatro encapuchados copan la vivienda, armas en la mano. Más tarde sabrá que antes de llegar los hombres cruzaron a una de sus hijas, que había salido al almacén, y la desmayaron de un culatazo. Eso fue lo que evitó que diera la alarma. Luciana lo sabrá después, no ahí, porque en ese momento, por el impacto o la desazón, está convulsionando en el piso. Cuando deja de temblar se encuentra con que los hombres están echando a sus hijos a la fuerza, que ella también se tiene que ir, que hace dos minutos tenían techo y ahora: nada. Ella alcanza a pedir que, al menos, les dejen llevarse los perros.
La última puerta de este tridente no cae: se prende fuego.
Es de noche, marzo de 2025. Municipio 18 de Mayo, Las Piedras. En medio de la extensión asfixiante de ranchos y viviendas precarias que crece desmesuradamente alrededor de la ciudad canaria, Bárbara sostiene la puerta de su casa mientras desde la calle la insultan, empujan, golpean la madera con un objeto pesado sin identificar, quieren entrar a como dé lugar. Se escuchan, obviamente, tiros. Adentro están su madre, ella, su novia y el hijo. Este es el resultado de meses de hostigamiento. Los de afuera son los de siempre: la banda que no las deja en paz, esos adolescentes con los que cruzan amenazas, los que “le dan todo el día a la merca”, que relojean desde la esquina y que se la juraron: “van a tener que volar, tortilleras de mierda”. Al final, Bárbara logra que no entren. Se van. Cuando la cosa se tranquiliza, va hasta la seccional más cercana para denunciar. Cuando está allí se entera que no se fueron del todo: acaban de prenderle fuego la vivienda. El cuarto del niño se consumió. Lo que había allí se perdió todo. Salvaron la ceibalita.
En Uruguay no hay grandes cataclismos o desastres naturales apocalípticos. Vemos las erupciones volcánicas en las islas del Pacífico con curiosidad extranjera, los sismos sin tener idea de cómo se siente que la tierra se mueva, y los huracanes y tifones quedan lejos. Al mismo tiempo, “guerra” no es una palabra demasiado vinculada a lo que atraviesa a este rincón del mundo. Pero incluso en estas condiciones “idílicas”, un fenómeno que suele asociarse a esos acontecimientos drásticos se empieza a notar de forma incipiente: los desplazamientos forzados.
Historias como las de Camila, Luciana y Bárbara empiezan a ser frecuentes. Los tres casos responden a situaciones con distintos puntos de ignición —el enfrentamiento de bandas, amenazas o problemas barriales—, pero de fondo el catalizador es siempre el mismo: el aumento exponencial de la violencia vinculada, sobre todo, al crecimiento y la incidencia del crimen organizado en el territorio.
En buena medida, estos desplazamientos guardan relación con el delito de extorsión, una práctica que suele ser tipificada por los criminólogos como el “delito perfecto” y un “negocio redondo” para el crimen organizado: raramente se denuncia y aún menos se investiga, lo que facilita su persistencia. Según el artículo 345 del Código Penal, quien extorsiona es aquel "que con violencias o amenazas, obligare a alguno a hacer, tolerar o dejar de hacer algo contra su propio derecho, para procurarse a sí mismo o para procurar a otro un provecho injusto, en daño del agredido o de un tercero". Actualmente se pena con cuatro a diez años de cárcel.
En otros países de la región este delito está bien documentado y se relaciona con el control territorial donde el Estado es más endeble. Algunos ejemplos son el cobro sistemático de “rentas” por las pandillas en Centroamérica, los aprietes a centros educativos y gobiernos locales en México, el "impuesto revolucionario" que se le paga a las guerrillas en zonas rurales de Colombia, o las milicias urbanas en Brasil que les exigen cuotas a comercios a cambio de “protección”.
“El término desplazamiento forzado es ajustado. Lo hemos visto en contextos de altos niveles de violencia, como las pandillas en Centroamérica. Pero en la periferia de Ciudad de México, que en el imaginario colectivo es el lugar pacífico en un país en que en muchos Estados dominan los cárteles, estamos observando cómo bandas criminales avanzan en el territorio, se quedan con casas de quienes no pagan la extorsión. Y es posible que esto último sea lo que más se ajuste a lo que puede estar pasando en Uruguay”, explica el politólogo Eduardo Moncada, director del Instituto de Estudios de América Latina en la Universidad de Columbia.
En ese sentido, la extorsión es un delito que se enraíza en el origen del crimen organizado, pero no necesariamente está únicamente presente cuando se habla de la operativa de las “mega bandas”. Así lo explica el fiscal de estupefacientes Rodrigo Morosoli: “Cuando se habla de crimen organizado no necesariamente es el PCC —Primer Comando Capital, la organización criminal más grande de Brasil—. Pero tampoco hay que minimizar y pensar en que son bandas pequeñas que solo se dedican a las drogas. Detrás hay armas, a veces prostitución o explotación sexual. Hay extorsión”.
Hoy la Policía tiene identificadas más de 200 bandas de crimen organizado que operan en Uruguay, muy pocas de las cuales están (casi) inactivas porque todos sus integrantes cayeron presos o murieron.
El documento diagnóstico para la aplicación del Plan de Seguridad que pretende aplicar el gobierno uruguayo, con la intención de que el país se convierta en un “experimento” en el combate a la violencia alternativo a los modelos menos democráticos como los de Nayib Bukele en El Salvador, lo deja en claro: “La extorsión en América Latina y el Caribe se caracteriza por su alto grado de impunidad, producto de su baja tasa de denuncia e investigación, así como de altos niveles de corrupción institucional”.
Un ejemplo es lo que sucede con las pocas denuncias que se animaron a hacer algunos de los desplazados a la fuerza en Cerro Norte —el barrio que concentró más homicidios el último semestre de 2024—. Casi todas se realizaron meses después y en seccionales policiales que no son la 24, que es la que corresponde a la jurisdicción. Una se hizo en la seccional de Ciudad Vieja, otra en la Unión, otra directamente en Fiscalía. Y otras, la mayoría, jamás se hicieron.
Por otro lado, dada la falta de identificación del delito como tal, muchas veces la denuncia no es por la extorsión en sí. En los dos últimos años, en el departamento de Río Negro hubo al menos seis imputaciones por extorsión. Pero los microdatos de Fiscalía, analizados por El Observador, muestran que solo un caso ingresó la denuncia por ese delito. El resto fue por incendio, daño, violencia privada, violencia doméstica o disparo con arma de fuego.
De todos modos, el último boletín estadístico del Ministerio del Interior sí advierte “un incremento importante de las denuncias (de extorsión) a partir de 2018, con una triplicación de los casos registrados hasta 2024”.
El politólogo Juan Pablo Luna, especializado en crimen organizado, explica algunas de las razones de este aumento: “A partir del control territorial y los recursos que proveen actividades como el microtráfico, las organizaciones criminales han comenzado a diversificar su portafolio de actividades. Hoy estructuran esquemas de microcrédito, organizan el juego clandestino, cobran impuestos de seguridad a los comercios, incursionan en la trata sexual y laboral, eventualmente proveen acceso a la vivienda y a servicios básicos”.
Cuando promediaba la segunda administración de Tabaré Vázquez, hace unos siete años, fue pública la desarticulación de un clan familiar que ocupaba las viviendas del complejo Los Palomares, en Casavalle. Sin embargo, las historias relevadas por El Observador, la duplicación de realojos hechos por la Unidad de Víctimas y Testigos de Fiscalía —solo el año pasado se dieron medidas de protección a 80 personas y fueron relocalizadas unas 40—, los datos de las ONGs que trabajan en los territorios y las (pocas) estadísticas oficiales dan cuenta de que el fenómeno está mucho más extendido.
Este año, por ejemplo, la Unidad de Víctimas tuvo que “sacar” a una persona de Durazno, un departamento en que el crimen organizado da señales de aumento. Hubo desplazados a la fuerza de barrios del este, del centro y del oeste de Montevideo. Los hubo también en Canelones. Y, según el politólogo Luna, es probable que Uruguay esté ante un “nuevo empuje” de este tipo de situaciones.
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Siguen días difíciles para Camila y su familia en la Cruz de Carrasco. Después del homicidio de su hermano, vienen las audiencias y las declaraciones. También las amenazas: disparos en la puerta de la casa, un plástico prendido fuego que impacta contra la vivienda, miradas amenazantes que pasan de a dos en moto, haciendo sonar los caños de escape abiertos. Así que la “mudanza” es instantánea. La familia pasa a un lugar provisorio, un lugar con protección, y casi que no pueden llevarse nada. Un par de mochilas y lo puesto.
La mañana en que se van y dejan atrás el lugar donde vieron desangrarse hasta la muerte al adolescente de 15 años, hay más tristeza que miedo. Apenas pueden improvisar una especie de velorio y deben reconstruir sus vidas desde cero. Con el paso de los días, se les consigue un subsidio de alquiler de Fiscalía. Se estudia durante semanas el mejor lugar para que puedan tejer redes nuevas y no seguir bajo la amenaza de lo que pasó en su barrio. Hay que esperar, pero sucede.
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Mientras tanto Luciana y su familia, minutos después del copamiento, están en la calle. Los acaban de echar. ¿A dónde pueden ir? Una vecina, en la esquina, la ve y le habla claro: no denuncies esto porque te matan. Esa noche terminan durmiendo en un contenedor que se usa como vestuario en una cancha de fútbol y que le presta el presidente del club, a quien conocen. Allí vivirán un año entero. La dueña de la casa que alquilaban desaparece. Para Luciana el año en el contenedor es un suplicio. “No encontraba el camino”, recuerda. “No podía vivir ahí. Cerraba la puerta y era como estar presa. Se llenaba de ratones. No tenía dónde cocinar. Comíamos si un vecino nos daba algo. Trabajé toda la vida y solo nos quedó la ropa”. Mientras, la casa donde vivían se alquiló nuevamente. Y la volvieron a copar. Y la volvieron a alquilar. Y la volvieron a copar. Y así: cuatro veces la misma historia.
Luciana nunca denunció. No quiso poner en peligro a sus hijos. Ni a su nieta: esa que nació en el contenedor, mientras vivían de prestado y sin tener claro qué habían hecho mal.
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Bárbara sí que no tiene miedo de denunciar. Igual, sabe que no sirve de mucho. “Los locos siguen en la calle”, dice hoy, seis meses después del incidente. “Siguen bardeando, la gente se queja de esos mugrientos”. Ella, su novia y el hijo de la segunda estuvieron en la calle después de lo que pasó. Su padre, que vivía en la casa de al lado, también se tuvo que ir: le pusieron un cuchillo en el cuello y lo echaron del barrio. Un tiempo antes le había dado un ACV.
“Yo tenía tremenda angustia. Tenía ganas de llorar y no ver a más nadie”, recuerda la mujer de 28 años. Se frota los brazos, los tatuajes que cubren los cortes de su época de consumo y abstinencia; las cicatrices son pequeñas y finas en las muñecas, profundas e inocultables en los antebrazos. Recuerda algo más que pasó casi inmediatamente al ataque que sufrió su familia: su hermano llegó y “plantó bandera”. O sea: le pegó un tiro a uno de los agresores y ahora está preso. Bárbara ya está registrada para visitarlo y no dejarlo solo. Dice que en ocho meses sale.
¿Para qué usan las casas?
Una de las preguntas que sobrevuela a los casos donde la extorsión deriva en un abandono de la vivienda y su apropiación por parte del crimen organizado es para qué utilizan las casas. Si pasa a formar parte de las propiedades de una banda narco, se podría pensar en su uso como boca de venta de droga. Pero el asunto no es tan lineal.
Un informe policial al que accedió El Observador confirma que, incluso con falta de denuncias, las autoridades están al tanto del fenómeno. En ese documento se puede leer, por ejemplo, lo siguiente: “Dos organizaciones narco que operan en la zona conocidos como ‘Los Colos’ y ‘Los Suárez’ han extendido la práctica de usurpar casas en Cerro Norte y Plácido Ellauri. Esto, además de que de por sí es un delito dado que dichas propiedades no pertenecen a los delincuentes antes mencionados, implica que algunas personas hayan tenido que abandonar sus hogares producto de las amenazas”.
Sin embargo, el mismo informe abre una incógnita con respecto al uso que se le dan a estos inmuebles: “No hay elementos que puedan indicar para qué quieren las casas los delincuentes, dado que visiblemente allí no empezaron a funcionar bocas de droga o centros de ventas a consumidores. Sino que se suelen observar diferentes movimientos de personas vinculadas a las organizaciones”.
Cerro Norte no es un barrio como tal, según el Instituto Nacional de Estadísticas. Visto desde una imagen satelital, es un cuadrado casi perfecto de no más de siete manzanas por siete. Dentro de esa área hay una sucesión de pasillos en los que se dificulta el acceso de ambulancias y patrulleros, y en los que, según el informe policial, las bandas que logran hacerse de los hogares o viviendas pueden “tener un mayor control y evitar, justamente, que ingresen móviles tanto de emergencia médica como policiales”.
Los criminólogos y fuentes de Fiscalía, por su parte, dan otras explicaciones. La ley dice que, a la hora de un allanamiento, la policía “solamente podrá ingresar a una morada con orden escrita del juez competente”. No puede allanar un barrio entero. Y el tener muchas viviendas es una manera de diversificar la mercadería, las armas y el dinero a ser protegido. Eso sin tener en cuenta que pasar a tener una vivienda es una posibilidad de crecer en la economía ilegal.
Luna suma: “En circunstancias en que el acceso a la vivienda es complejo, pueden también comenzar a estructurar mercados de alquiler informal”. Incluso, asegura, esa profesionalización del negocio puede ir todavía más allá: “A partir de esquemas de microcrédito eventualmente también pueden comenzar a cobrar deudas mediante la expropiación de hecho de viviendas de quienes no logran repagar los créditos (...) En casos en que las bandas incurren en negocios de trata de migrantes, a veces también generan negocios de provisión de vivienda o empleo a sus clientes en el país de llegada”.
“El negocio ilícito se estructura en base a tener la mayor ganancia con el menor costo”, dice por su parte el fiscal Morosoli. “Eso implica diversificar, captar voluntarios o bien captar personas bajo amenazas. Aprovechar las vulnerabilidades: de regalar pelotas para el club de baby fútbol, ayudas para pagar la luz, hasta la extorsión para dejar las casas. Es una cuestión de generar poder y comprarse el silencio que, a la vez, da más poder”.
Así, las economías ilegales escalan a variantes como las que se observan en Perú o el norte chileno: una banda toma un terreno baldío, lo amuralla y lo urbaniza, y luego vende esos terrenos que vienen con el añadido de poder vivir en un barrio “privado” en el que la seguridad la provee la propia banda. En lugar de pagar contribuciones e impuestos municipales, se le paga una mensualidad a la organización. En pocas palabras: son barrios privados narco. La prensa peruana estimó que, en un escenario de mínima, ese mercado ilícito mueve unos 1.000 millones de dólares anuales.
“La Fiscalía en Uruguay tiene una precariedad cuando se compara con países como Italia que tuvieron que aprender por sus famosas mafias: aquí no hay unidades que abarquen el crimen organizado como un fenómeno complejo. Es inconcebible pensar solo en drogas por un lado, armas por otro, lavado de activos. Es un rompecabezas gigante que, para entenderse, requiere desde escribanos que comprendan aspectos de escrituras, hasta antropólogos que estén inmersos”, puntualiza Morosoli.
Detrás del desplazado
Según el politólogo Luna, lo que evidencia esta situación es un "incipiente repliegue estatal" patente en determinados barrios y que excede a casos aislados.
“No es que el Estado no esté, no es que los trabajadores sociales no lleguen”, indica el experto, “pero están replegándose, entre otras cosas, porque sus vidas están corriendo peligro, y eso es inédito en el país”. En definitiva, es el Estado el que cede ante la economía ilegal, dice Luna.
Los desplazamientos incluso ponen en tela de juicio derechos elementales del clásico clivaje izquierda y derecha. “Desde el punto de vista de valores que interesan a sectores de centro-derecha, el desplazamiento implica una violación al derecho de propiedad que es la piedra angular de toda actividad de mercado. Desde el punto de vista de la izquierda, sus impactos sociales, en la niñez vulnerable, y en los DDHH son también evidentes”.
Una de las tantas ONGs que trabajan en los barrios de Montevideo relata una historia reciente. En una pequeña zona dominada por una familia en el noroeste de la capital, un vecino quiere ser parte del esquema y empezar a escalar en la jerarquía de la banda. Primero hace “mandados”, custodia, hace repartos y va creciendo en el escalafón. Pero un integrante de la familia dominante se ennovia con su hermana de 13 años. Un día ese vecino que “escaló” se queda con droga, traiciona a su grupo. Y empiezan las amenazas. Le dicen que se van a quedar con su hermana como botín, por lo que toda la familia termina huyendo. Mucho antes de la traición y el desplazamiento a la fuerza, hay otras vulnerabilidades: el joven era adicto, eso lo fue acercando a la banda que terminaría “traicionando” y así va escalando la violencia. Esa violencia, incluso, llega hasta más allá de la jurisdicción del Estado: cuando la familia va a la oficina territorial del Ministerio de Desarrollo Social en busca de una solución habitacional, la banda manda a una joven para que los amenace y nadie los delate.
Otra situación la cuenta una organización de la sociedad civil y pasó hace un año en la zona de Piedras Blancas, casi Manga. El hermano mayor de una adolescente estaba metido en el tráfico de drogas, y quien comandaba la operativa lo hacía desde la cárcel. Este hermano empieza a llevar a su hermana y a mostrarle cómo fue que empezó a tener prestigio, acceder a ropas y accesorios a los que les era imposible llegar hasta ese momento. Eso sigue hasta que hace algo que “no debía” y lo matan. La banda busca a la adolescente, le queman la casa, y eso provoca que toda la familia quede en situación de calle, con cuatro hermanos y teniendo que huir. De todos modos, la banda logra contactar a la adolescente y la hostigan. Al final tienen que irse a vivir a la otra punta de Montevideo, pero cada tanto rotan de un lado para otro. Y el miedo a que la encuentren es tal que no hay posibilidad de que ella quiera inscribirse en un centro educativo.
Esa rotación en la que vive esa familia, además, muchas veces se da por pago de alquileres que suben mes a mes y sin control al estar supeditados a la informalidad de los contratos. Por otro lado, en general son casos en los que no hubo denuncias, por lo que es más difícil que les encuentren las soluciones habitacionales, una reubicación, una protección.
Actualmente, las relocalizaciones que hace la Unidad de Víctimas de Fiscalía son una mínima cantidad: no todos quieren abandonar su casa aunque corran peligro, porque la mayoría no denuncia, y porque muchas veces es necesario ingresarlos al programa de testigos protegidos y la Fiscalía tiene que estar convencida de que necesita su testimonio y los costos que implica.
Desaparecer del mapa
El barrio Maracaná, al oeste de Montevideo, se ganó una nueva nomenclatura callejera a fines de mayo de 2024: el lugar del cuádruple homicidio. Así lo tituló la prensa. Para la psicóloga Ana Sosa, el nuevo significado empezó a notarse con el correr de los días, cuando una de las familias involucradas tuvo que huir a más de 11 kilómetros de distancia (en línea recta) tras sucesivas amenazas.
Sosa, que en ese momento coordinaba el programa de Escuelas Disfrutables de Primaria, lo recuerda como si fuera hoy: “No solo habían matado un niño, sino que otros niños sufrieron el desarraigo, el dejar su casa de un día para el otro, el tener que faltar a la escuela varios días y reintegrarse a una distinta, sin sus amigos de siempre, sin sus afectos de siempre”.
La violencia comunitaria —o en el entorno, como le dicen en Primaria— es una de las explicaciones más potentes del incremento de los casos de ausentismo grave o desvinculación escolar. Solo en Escuelas Disfrutables —donde llegan los casos más complejos— el último año intervinieron en 2007 casos (un incremento del 11% desde 2023). En esos contextos la falta de respuesta a por qué un menor tiene tantas inasistencias está ocasionalmente vinculada a la imposibilidad de saber dónde se metió su familia. Después se reconstruye el relato y entienden que ya no están más en el barrio. Desaparecieron del mapa. Escaparon. O los obligaron a escapar. En las tres historias de este artículo los niños en edad escolar o bien interrumpieron sus asistencias a la escuela, o bien dejaron de ir al relocalizarse sus familias.
“Para el desarrollo psico-evolutivo del niño es relevante la pertenencia a un barrio, a una casa. El irse de una casa a mitad de la madrugada sin entender bien por qué, o a veces en un clima de extrema violencia, causa daños”, insiste Sosa.
Entre esos daños están la imposibilidad de verbalizar lo que le sucede, “mucho más cuando los adultos le dicen que no cuenten nada por miedo a represalias”. También el retraimiento o, como efecto contrario, la resolución violenta de los problemas al no saber cómo manejarlos. “La psiquis del niño requiere de afecto y contención, todo lo contrario a lo que implica un desplazamiento a la fuerza”, agrega la psicóloga.
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Para Camila y su familia el tiempo en el nuevo barrio se mueve de forma extraña. Sus hermanos menores tardan en volver a escolarizarse. Ninguno se siente parte de ese nuevo territorio, no saben qué decir cuando les preguntan por su historia y el asesinato de su hermano de 15 sigue fresco en la piel.
La situación vuelve a complicarse cuando uno de los varones de la familia, primo de Camila, empieza a pensar en la venganza. Se escapa con cada vez más frecuencia hasta que pasa a quedar en situación de calle. Su meta es clara: quiere volver a Cruz de Carrasco y vengar la muerte del adolescente. El proceso de trabajo con él de parte de quienes acompañan a la familia en su relocalización es extenso y arduo hasta que, finalmente, vuelve a recuperar la línea. Vuelve con su familia.
No hay un cierre para esta historia, pero sí una nueva instancia judicial, la más reciente hasta el momento en este caso. Sucede en marzo de 2025, casi un año y medio después del crimen: la Justicia condena a 20 años de prisión uno de los que coparon la casa de Camila, que fue el que impidió la entrada o salida de cualquier miembro de la familia de la casa. El asesino, el que mató a su hermano frente a todos, se fugó algunas semanas antes de una conclusión del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa).
Se puede decir que, a la vida de Luciana y su familia, los salva la bebé que nace luego de que quedan en la calle.
Un día la mujer conoce a un funcionario del área de Desarrollo Social de la Intendencia de Montevideo en una olla popular. El año en el contenedor de la cancha de fútbol avanza y la fecha límite para irse, porque el club tiene que usarlo para sus actividades, se acerca. Ese hombre colabora para que la niña sea inscripta en un Caif por en el programa de Experiencias Oportunas, y es ese Caif es el que la presenta a un subsidio de alquiler, la única forma en la que esa familia puede acceder al beneficio. Y acceden.
Hoy, esa familia habita una vivienda en el norte de Montevideo donde lo que pagan son los impuestos y el agua. Tienen un techo. Una puerta que nadie golpea para tirar abajo. La preocupación de Luciana ahora pasa por avanzar en la lista para un trasplante de hígado, en la que está en el puesto 97, pero por lo menos sabe que de ese lugar no la van a correr. Al Marconi no volvieron nunca más.
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Con la plata de la casa que tuvieron que abandonar pero que lograron vender, Bárbara y su pareja compran un terreno y empiezan a armarse una vivienda. Saben que hace poco, de su antiguo barrio del municipio de 18 de Mayo, corrieron a más personas, entre ellos a un policía. El barrio nuevo no es un paraíso pero por lo menos no escuchan tiros todo el tiempo. Y dejan salir al niño a la calle, algo que antes le tenían prohibido.
“Yo soy más fuerte que antes” dice la mujer. “Hay que darle para adelante. Lo que me afectó es que el gurí perdió todo. El niño estaba todo el día adentro, no lo dejábamos salir. Los niños no tienen que ver las cosas que pasan en la calle. Pero miedo no tengo. Miedo tuve solamente cuando mi padre cagaba a palos a mi madre. Después una va creciendo”, dice, y se queda en silencio.
Y después, más para ella, más para lo que tiene por delante, más para las huellas en sus brazos y el pasado, que para quienes la escuchan sentados, ahí, en ese rincón de Las Piedras, con el grabador prendido, reafirma: “Miedo, no tengo”. Muestra el brazo izquierdo, ese con las cicatrices de las épocas de abstinencia y enseña el último tatuaje, el que vino después del desplazamiento forzado. Es la palabra "resiliencia".
*Los nombres de las tres mujeres protagonistas de las historias relatadas en esta nota se cambiaron para proteger su identidad. Las imágenes ilustrativas fueron creadas con inteligencia artificial generativa.