Fuerzas policiales decomisan alcohol ilegal en Elk Lake, Canada, en 1925, destinado a Estados Unidos
Miguel Arregui

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A 100 años de la Ley Seca, la mayor borrachera histórica

La Prohibición de producir y vender alcohol en Estados Unidos entre 1920 y 1933
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08 de enero de 2020 a las 05:03

“Viví cinco meses en los Estados Unidos en 1930, durante la época de la Ley Seca, y, que yo recuerde, nunca había bebido tanto”, contó en sus memorias el cineasta español Luis Buñuel. 

Estados Unidos creó un nuevo gran drama cuando a partir del 16 de enero de 1920, hace ahora exactamente 100 años, estableció la Prohibición o “Ley Seca”.

Impulsada por los puritanos y predicadores protestantes, y respaldada por amplios sectores de la sociedad, que aspiraban a reducir ciertos vicios sociales, la prohibición de producir y vender bebidas alcohólicas, que duró casi 14 años, creo un formidable mercado clandestino, e hizo que muchas personas tomaran más de la cuenta, caro y de baja calidad. 

Entre las buenas intenciones y el fanatismo

El británico Paul Johnson, en “Estados Unidos – La Historia”, señala que las bebidas de alto contenido alcohólico estuvieron entremezcladas desde el principio de la creación del gigantesco país. “El ron era un elemento vital en el comercio de esclavos de tres o cuatro etapas. Con frecuencia, el whisky era la única divisa en las regiones apartadas”.

Se consumían enormes cantidades de alcohol en Estados Unidos en el siglo XVIII y todavía más en el siglo XIX. Ese consumo solía ser tan extendido y abusivo que muchos tendían a responsabilizarlo de males significativos de la sociedad, como la violencia, la prostitución, los accidentes laborales o la pobreza.

De hecho, fueron enemigos del alcohol quienes crearon la gigantesca industria de las gaseosas, como Coca Cola y Pepsi Cola, una sustituta que, además, presuntamente, tenían cualidades medicinales.

La Ley Seca tenía “tanto el espíritu evangélico de los Padres Peregrinos como el fanatismo de cazadores de brujas de los ancianos de Salem”, escribió Paul Johnson. Así, por ejemplo, el senador Andrew Volstead, el gran promotor del prohibicionismo en la cámara alta, vaticinó: “Los barrios bajos serán pronto una cosa del pasado. Las cárceles quedarán vacías. Las transformaremos en graneros y fábricas. Se cerrarán para siempre las puertas del Infierno”.

La Ley Seca estaba impulsada por la idea de que el placer por sí mismo era reprobable y pecaminoso. Abraham Lincoln, el presidente de la Unión entre 1861 y 1865, no solo era antiesclavista sino también anti-alcohol. “No bebo porque me gusta mucho”, dijo cierta vez.

La primera prohibición, impulsada durante décadas por un “Movimiento por la Templanza” (moderación), empezó en 1851 en el Estado de Maine, en el extremo noreste de los Estados Unidos. En 1916 las tabernas ya se habían prohibido en 21 Estados, cerca de la mitad del país.

Gran negocio para los gángsters

En 1919 una mayoría del Congreso estadounidense estableció la prohibición por ley a partir del 16 de enero de 1920. Para reforzarla, también se aprobó una enmienda constitucional, la 18ª, que prohibió “la fabricación, venta o transporte de licores intoxicantes”, así como su importación y exportación.

De hecho, el consumo de alcohol se redujo mucho. Pero, a la vez, la Prohibición rápidamente trasladó “la fabricación, venta y distribución de licores de las fuerzas legítimas del mercado a las delictivas”, escribió Johnson. En cuestión de meses, los gángsters del licor y quienes los respaldaban lograron controlar más recursos físicos y financieros que los sistemas judicial y policial.

Al Capone en 1929

Contó el cineasta Luis Buñuel: “Tenía en Los Ángeles un amigo traficante —lo recuerdo muy bien, le faltaban tres dedos de una mano— que me enseñó a distinguir la ginebra verdadera de la falsificada. Bastaba agitar la botella de un modo especial: la ginebra verdadera hacía burbujas. También se encontraba el whisky en las farmacias, con receta, y en determinados restaurantes se servía vino en tazas de café. En Nueva York, yo conocía un buen speak-easy (‘hablen bajo’). Llamabas a la puerta de un modo especial, se abría una mirilla, entrabas rápidamente y, dentro, encontrabas un bar como cualquier otro, en el que había de todo”.

El capo mafioso John Torrio inundó Chicago de alcohol entre 1920 y 1924. Después de ser ametrallado y herido, optó por retirarse a Italia con una fortuna de 30 millones de dólares, unos 440 millones de hoy día: una cifra asombrosa. Torrio, que era un buen negociante y diplomático, que sobornó y aterrorizó al sistema político y policial de Chicago, dejó el negocio en manos de su protegido, Al Capone, quien era menos sutil y más violento.

Tanto Johnny Torrio, quien regresó de Italia en 1928, como Capone, serían finalmente detenidos y encarcelados por evasión de impuestos, un delito menor. Fue el principio del fin para ambos, que fueron relevados por otros delincuentes.

Esas luchas entre policías, jueces y mafiosos, que dieron lugar a mucha literatura, y que se pueden ver en películas como “Los intocables” (1987), sembraron la corrupción y la muerte. 

“En el aspecto social, la experiencia fue una catástrofe para Estados Unidos”, resumió el historiador Paul Johnson, pues “produjo un cambio cualitativo y permanente en la escala y la sofisticación del crimen organizado”.

Aprendiendo a beber

Los mafiosos agregaron el alcohol a su larga lista de negocios: apuestas clandestinas, “protección”, prostitución, secuestros. Las guerras entre bandas fueron frecuentes en las principales ciudades de Estados Unidos, como ahora se compite en muchas partes del mundo, Uruguay incluido, por reservas de territorios para el narcotráfico.

Además, las bebidas de baja calidad o adulteradas provocaron intoxicaciones y daños masivos. 

Foto del prontuario de Johnny Torrio, Nueva York, 1963

Tomar alcohol libremente fue uno de los motivos por el que muchos artistas estadounidenses prefirieron vivir en Europa en los años ‘20, particularmente en París: desde Ernest Hemingway, un gran bebedor, hasta F. Scott Fitzgerald, un alcohólico irredento, miembros de la “generación perdida”, según la denominación que acuñó Gertrude Stein.

“En Europa el vino era algo tan sano y normal como la comida”, escribió Hemingway, “y además era un gran dispensador de alegría y bienestar y felicidad”. 

Hemingway contó que durante mucho tiempo “no tuve un amigo tan leal como Scott Fitzgerald cuando no estaba borracho”. Sin embargo detestaba a Zelda Sayre, su desequilibrada esposa. “Estaba celosa del trabajo de Scott”, sostuvo Hemingway en sus memorias sobre esa época, publicadas póstumamente bajo el título “París era una fiesta”. Según él, Zelda lo presionaba para alejarlo de los trabajos de largo aliento, como las novelas, para desviarlo hacia las historias breves que vendía fácilmente a revistas y que le significaban dinero inmediato.

Zelda adoraba la vida rumbosa de los “locos años veinte”, al estilo de El gran Gatsby (1925), el suceso literario de Fitzgerald, que en buena medida lo condicionó y arruinó.

Al fin, el remedio para los males del alcohol en Estados Unidos resultó peor que la enfermedad. 

La “Ley Seca” nacional duraría hasta 1933, cuando fue derogada en plena “Gran Depresión” por el nuevo gobierno demócrata de Franklin D. Roosevelt. En marzo se admitió la producción y comercio de vino y de cerveza de baja graduación, y luego, en diciembre, se eliminó la 18ª Enmienda constitucional. Los diversos Estados y condados del país pasaron a regular, con mayor o menor tolerancia, toda la cadena de las bebidas alcohólicas.

Ha habido muchas otras “leyes secas”, incluso en Rusia durante los primeros años de la revolución soviética. Aún en la actualidad, muchos países islámicos prohíben el consumo de bebidas alcohólicas con mayor o menor rigor. Pero ninguna “Ley Seca” alcanzó la difusión de la estadounidense: por el tamaño y la riqueza del país incluido, y por la visibilidad que le han dado el cine y la literatura.

Ahora el consumo de alcohol per capita es más alto en el norte de Europa, en Europa del Este y en Rusia, que en Estados Unidos. 

“La Ley Seca fue realmente una de las ideas más absurdas” del siglo XX, concluyó Luis Buñuel. “Bien es verdad que, en aquella época, los norteamericanos se emborrachaban como unas cubas. Después, creo yo, aprendieron a beber”.
 

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