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Así es Maniac, la serie más loca de Netflix

Su profundidad y su apartado visual hipnótico la colocan como una de las producciones destacadas de la temporada
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06 de octubre de 2018 a las 05:03

Owen y Annie están buscando una cura. No buscan cualquiera; buscan una cura personalizada, esa que básicamente buscamos todos. Pero les está costando. Al asumir esa empresa, en cierta forma, asumieron que estaban enfermos, rotos, que sus irregularidades son demasiado pesadas, que tienen algo que recomponer, que algo no está bien, que deberían ser de otra manera, que su configuración falló. Y en el vacío de la aceptación propia, mientras aguantan la alienación de una realidad que les exige seguir, entienden que necesitan ayuda de los demás. El aislamiento y el individualismo los mantiene en estados letárgicos, suspendidos a realidades cercanas y desconocidas. Son objetos rotos que buscan la sanación en lugares equivocados.

Owen es esquizofrénico, ve objetos y personas que no están allí, tiene ataques de ira y es un depresivo crónico. Su vida, además, se encuentra en un precipicio legal;  su familia –que es muy acaudalada, prestigiosa y copetuda– está esperando a que mienta bajo juramento en un juicio para salvar a su hermano mayor de una condena inminente. Por todo esto, Owen colapsa. 

Annie está trancada. Por un lado, no puede zafar de un estigma familiar y carga con una culpa que la parte en dos y que disimula con desinterés y desapego emocional. Por otro lado, no puede escapar del consumo de una droga de laboratorio que la hace revivir cada día un accidente fatal de su pasado. Suspendida en esa realidad, se vuelve adicta.

Y separados, perdidos, en busca de la cura, ambos van a parar a los laboratorios de Neberdine, que está reclutando voluntarios para testear una nueva droga que “salvará millones de vidas”. “Cuando se empiezan a entender las estructuras de la mente, se descubre que no hay nada imposible. Se puede destruir el dolor, la mente se puede arreglar”, les dice el doctor Mantleray, encargado del ensayo clínico. Y ellos, que perdieron el rumbo hace tiempo, que buscan y no encuentran, le creen. 

Era todo lo que parecía

Desde su anuncio, Maniac entusiasmó. Primero lo hizo cuando presentó a su equipo creativo. Cary Joji Fukunaga –creador de True Detective– y Patrick Somervielle –creador de The Leftovers–; dos miradas frescas de la televisión detrás de cámaras. Después, Emma Stone, Jonah Hill, Justin Theroux y Sally Field; un elenco de nombres destacados delante del foco. Más tarde, sus primeras imágenes. En pocos minutos, su adelanto mostró de todo: color, surrealismo, una extraña trama enfocada en los recovecos de la mente, actores de primera línea interpretando a personajes raros y una apuesta visual poderosa. Con esos elementos, parecía difícil que fracasara.

Y no fracasó. Maniac –basada en una serie noruega homónima de la que solo toma algunos nombres– resistió a su estreno, a las reseñas y al hype, ese término anglosajón que tanto mal le ha hecho al cine y la tv. Y no solo eso; se convirtió en una de las series del momento, en una realización de la que todo el mundo habló, que fue debatida, masticada, elogiada y encumbrada desde su habilitación por streaming. Y todo en apenas una semana y media. 

Pero aún sin toda la conversación que se gestó a su alrededor, Maniac hubiese destacado dentro y fuera del (irregular) catálogo de Netflix de todas maneras. Tomando una pizca de los conceptos de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Origen o la serie de FX Legión, Fukunaga y Somervielle someten al espectador a un viaje multidimensional y expreso a las telarañas mentales que se gestan en una cabeza humana, utilizando para ellos todos los recursos visuales y narrativos a su alcance durante 10 episodios de distinta duración. Así es que ambos presentan una aventura lisérgica no apta para epilépticos que, sin embargo, no basa su valor únicamente en imágenes sorprendentes y coloridas, sino que guarda bajo su superficie un contenido semántico de peso.

Por su estructura, Maniac tiene la posibilidad de mostrar diversos mundos que se gestan en la mente de sus pacientes, todo presentado bajo un halo de comedia cínica y oscura. Cuando los pacientes testean la droga, aparecen tramas de espionaje, traumas del pasado, embrollos ocultistas y aventuras élficas, lo que permite a la serie transitar con soltura varios géneros: hay acción, intriga, gore, fantasía, aventura y romance. 

Maniac apoya todas sus multirealidades en Stone y Hill, dos actores que se reencuentran en pantalla después de aquel éxito de la comedia adolescente que fue Supercool (2007). Con varios años, premios y películas encima –y con muchos kilos menos en el caso de Hill– los dos actores entregan a Owen y Annie todas las imperfecciones, tonalidades y desbarajustes que estos necesitaban para convertirse en personajes profundos y atractivos.

En esencia, el juego de Fukunaga y Somervielle es demostrar que toda la raza humana necesita curarse tarde o temprano de sus locuras, y que para hacerlo lo único que se necesita es encontrar la conexión con el otro. Owen y Annie son dos ejemplos claros de ese juego, pero también el inestable Dr. Mantleray (Theroux) y la obsesiva Dra. Fujita (Sonoya Mizuno).

En medio de un retrofuturismo propio de las idealizaciones que surgieron durante la década de 1980, Owen, Annie, los doctores y todos los sujetos de Maniac son examinados bajo el lente de su propia alienación, que los mantiene varados en su locura individual hasta que su alma se encuentra con otra que está en la misma situación. Ese choque de búsquedas infructuosas que se liberan el uno al otro, sumado a su magnífico apartado visual, es lo que hace a Maniac una gran serie.

“Colisiones astronómicas, uniones biológicas, todas las fuerzas de la naturaleza demostraron que nuestras almas están en una búsqueda continua por la conexión. Camadería, comunión, familia, amistad, amor. Estamos perdidos sin las conexiones”. Cuando Annie y Owen se encuentran y sus mentes comienzan a mezclarse, algo les dice que el camino es ese. La cura, esquiva y resbaladiza, quizás esté allí. En el otro. En su locura reflejada. En esa persona que, de golpe, llega con respuestas a la locura. Al fin.

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