Gabriel Pereyra

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Casavalle, la tiranía de los hombres rotos

Con el corazón en la mano, la sociedad debe decidir qué hará con quienes dan señales de que no volverán a la senda de la vida en sociedad
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08 de enero de 2018 a las 05:00
La sorpresa que causó en mucha gente el testimonio de una familia expulsada de Casavalle por una banda de narcotraficantes, no sé si considerarla algo positivo o negativo.

Es positivo que la gente no esté del todo anestesiada ante la injusticia que la inseguridad genera en los más pobres. Pero, por otro lado, esa sorpresa revela que amplios sectores de la población siguen sin caer en la cuenta de la gravedad de la grieta social del país y en las consecuencias que ella puede llegar a tener, al margen de las que ya tiene y todos conocemos.

Algunos dijeron "oh, parece las favelas de Río de Janeiro". En las favelas los narcos derriban helicópteros con cohetes, o sea que aún no hemos llegado a eso (quizá sea cuestión de tiempo), pero en algún sentido lo que pasó en Casavalle es peor que lo que ocurre en los morros cariocas.

Porque en Río los narcos siguen demostrando que tienen una estrategia de supervivencia y por eso se refugian en el barrio, al que protegen, reparten dádivas y sacan a los rateros porque no quieren que haya hechos que atraigan a la Policía. En Casavalle, la banda de los Chingas (pero seguro pudo ser cualquier otra) exhibe un nivel de lumpenización y desorientación mental llamativo. Se la agarraron con los vecinos, expulsándolos masivamente del barrio, y provocaron así el mayor operativo policial de la historia, con más de 60 allanamientos, una medida que los jueces no habilitan si no tienen pruebas muy firmes.

El Estado, al que se le hace cada vez más difícil por diversos motivos llegar en forma de médico o de trabajador social, llegó de la mano de la Policía, pateando puertas y llevándose a varios.

Hasta ahora grupos importantes de vecinos reaccionaban con pedradas contra la autoridad cuando alguien del barrio era detenido. Pero al influjo de la violencia delictiva esto parece que, al menos allí, amainó. Y así como los jueces liberaron su muñeca para firmar órdenes de allanamiento y los vecinos ya no son tan solidarios con el narco, a nivel político sectores que en otro momento habrían salido al cruce de una medida tan radical como la que se plantea el gobierno de derribar las viviendas de Unidad Casavalle, guardaron un prudente silencio.

En los 90, cuando empecé a interesarme como periodista por el mundo de la delincuencia juvenil –porque intuía que la fractura social era el problema más importante y profundo que el país iba a tener que enfrentar–, a los trabajadores sociales les costaba mucho admitir, incluso fuera de micrófono, que determinado sujeto era irrecuperable. Aún hoy cualquier teoría que refiera a la incapacidad de recuperarse de un delincuente es polémica y se maneja con reparos.

De hecho, el Código Penal no contempla esa premisa ya que no hay pena de muerte ni cadena perpetua y las cárceles tienen el cometido de rehabilitar para luego enviar al reo a convivir con el resto de la sociedad en calidad de ciudadano. En realidad, todos los sabemos, la cárcel no solo no cumple ese papel sino que se extralimita en el sufrimiento que causa a quienes caen allí. Pero aún así, la cárcel es un dato más dentro de lo posible para estas poblaciones, como lo es la muerte a edades tempranas. Un joven infractor al que entrevisté comenzó a hacer memoria de sus compañeros de andanzas y sumaban unos 10 muertos antes de los 20 años y un par estaban incapacitados por las balas de la Policía o del peor enemigo del narco: otro narco.

El italiano Cesare Lombroso (1835-1909), considerado el iniciador de la criminología moderna, sostenía que había hombres que nacían predispuestos para el delito. Fue y sigue siendo polémico.

Lombroso no vivió para conocer algunos de los últimos estudios sobre los efectos que ciertas formas de vida durante la primera infancia pueden tener en la generación de individuos violentos, pero consideraría esos resultados como bastante cercanos a sus teorías. Claro que con una diferencia sustancial: más allá de la carga genética, si evitamos que los niños vivan mal habrá menos adultos violentos. Pero esos mismos estudios son bastante concluyentes en que un ser humano sometido por largos períodos a condiciones de privación, y sobre todo en la primera infancia, dejará en el camino cosas que ya no recuperará.

¿Qué medió entre aquel pobre ciudadano que llegó del campo a la ciudad en los 50 y se asentó en el cantegril siendo él la principal víctima de la pobreza y este otro ciudadano contemporáneo (en general hombre y joven) que tiene un extremo desprecio por la vida ajena y convierte en víctima a cualquiera que se cruce en su camino?

Podríamos mirar la experiencia uruguaya como si hubiese sido un experimento social: ponga a una familia a tener hijos en entornos de insalubridad, carencias materiales y afectivas, y empiece a reproducir a esos seres (con madres cada vez más jóvenes) durante una, dos, tres, cuatro, cinco generaciones. Cinco generaciones de rancho y frío, de desnutrición y embarazo adolescente, de violencia y armas a la vista adentro y afuera de la casa, de droga y madre prostituta y padre alcohólico y violento y ocho durmiendo en una pieza; y la lista puede ser mucho más larga. ¿El resultado? Habrá que arrasar Casavalle, porque lo que nunca debió ser un asunto policial, en un momento, pasó a una situación en la que solo la Policía podía entrar, operar y tener algo para decir y hacer. Ahora derivó en esto que ya ni policial es, porque la Policía no puede con semejante engendro que creció a la sombra del rancho durante medio siglo. Ahora es la tabla rasa. Empezar de cero.

¿Y la gente? ¿Adónde van a ir estos violentos? ¿Vamos a reproducir lo mismo en otro lugar? El país debería tener una estrategia como política de Estado. Todo no se puede. ¿Adónde vamos a apostar? ¿Salvar lo que queda por salvar? La inversión social en niños es tres veces inferior que en adultos.
¿Y lo que ya no se puede salvar?

Frederick Douglas (1818-1895), un escritor afroamericano estadounidense que luchó contra la esclavitud, escribió: "Es más fácil construir niños fuertes que reparar hombres rotos". El país, cuidando de no apartarse de la legalidad ni del humanismo que debería caracterizar a nuestra sociedad para que no termine triunfando la cultura de la violencia y del odio, también tendrá que tomar una decisión acerca de qué hacer con quienes se rompieron para siempre.

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