Por Pablo Carrasco, especial para El Observador
El modelo de país que queremos se ha convertido en el mejor resumen de lo que la ciudadanía tendrá que decidir el próximo 24 de noviembre de 2019. La disyuntiva así descripta tiene la virtud de la síntesis y la elegancia del argumento, sin embargo, el tono de la campaña está lejos de discurrir en semejante perspectiva. Tratemos de encender una luz en sentido contrario.
Tuve la fortuna en estos días, de compartir una misión comercial de Uruguay XXI en China e intuir, frente al conocimiento de esa realidad, que este país y su entorno cambiará el eje de rotación de la tierra en los próximos años.
De alguna manera, saber inglés y conocer Asia, se volverán herramientas de igual potencia en la adaptación al futuro, porque nada de lo que vemos hoy permanecerá igual.
Las innumerables ciudades de China difieren en el grado de desarrollo, pero todas van en la misma dirección siendo Shanghai quien ha alcanzado el máximo desarrollo de ese camino común. Shanghai tiende a Europa y las demás ciudades a Shanghai.
Pero China no asombra tanto por su desarrollo actual como sí lo hace por su tasa de cambio, inimaginable para un occidental. Lo ayudan sus mil cuatrocientos millones de habitantes, su foco en el desarrollo de las personas y la ausencia de la política o la familia que distraigan a este capitalismo salvaje en la medida que se trata de un país totalitario y de hijos únicos. A modo de ejemplo, el drama ambiental al que se dirigía el país prácticamente desapareció en cinco años con medidas tan simples como que el costo de empadronamiento de vehículos vaya de cero a doce mil dólares, según el coche sea eléctrico o a combustible respectivamente. O el ejemplo de la clasificación de la basura en Shanghai que no existía hace dos años y que hoy la realizan sus 24 millones de habitantes.
Sin embargo no todo es color de rosa para este gigante y seguramente allí están las oportunidades para países como el nuestro, porque el tamaño ayuda pero también fragiliza a una nación.
Nuestra capacidad de producir alimentos se complementa perfectamente con la mayor debilidad de este gigante como lo es la falta de autonomía alimentaria. Una carencia que hoy está en su punto máximo con el cruce del cisne negro que la peste porcina africana representa y sus 200 millones de cerdos muertos por una peste que se proyecta por cinco años.
Es por todo esto que la pelota está en nuestra cancha y los deberes están pendientes. Urge sembrar una nueva cultura que podríamos llamar la “conciencia exportadora” a semejanza de aquello que se maneja sobre una inútil “conciencia agropecuaria” que el sector no precisa.
Cada uruguayo debería, desde su lugar, ser un agente facilitador de los exportadores, emprendedores e innovadores cuando no protagonistas de esta actividad. Tener claro que el nuevo restaurante de 1.400 millones de clientes deberá ser atendido por tres millones de expertos desde la cocina.
El sector agropecuario lo ha hecho desde siempre con una indoblegable idoneidad, pero las oportunidades son para todos. Cada uno de los uruguayos tiene algo que aportar a esta nueva cultura por sí misma o por la promoción a un compatriota, desde la producción y desde lo servicios porque finalmente todos vivimos de lo mismo, de las exportaciones.
La dependencia de nuestra exportación de commodities que tanto se critica no es el resultado de una planificación estatal. Es la suma de la pujanza agropecuaria templada en la competencia despiadada con el mundo y de la desidia de otros sectores que siguen esperando la bendición del estado.
Ojalá el próximo gobierno lo tome como un nuevo paradigma transformando sus representaciones diplomáticas en verdaderas oficinas comerciales que reciban a cada potencial exportador como una buena noticia, como un patriota al que apoyar. Nunca estuvo más claro el camino al desarrollo.
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