Gabriela Malvasio

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El asado del Mundial de 1950 y el recuerdo de un recuerdo

La anécdota de un italiano que llegó a Montevideo y vivió la final del mundo rodeado de uruguayos
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03 de julio de 2018 a las 05:00
No tengo recuerdos propios relevantes de los Mundiales. Lo sé; es difícil de creer. No me parece que cuenten que de niña me cayera simpática la mascota del Mundial de España, Naranjito, porque hablaba como un andaluz, o que tratara de imitar la voz cascada de Gianna Nannini en el insuperable himno de Italia 90, o que llegara del liceo directo para "ver" a determinados jugadores como el arquero Gianluca Pagliuca de Italia y el alemán Jürgen Klinsmann, por lejos, en mi opinión adolescente, el más buenmozo de todos.

Lo que sí puedo contar es cómo quedó grabada en mi memoria la anécdota de un Mundial ("el Mundial) que contaba un vecino inmigrante italiano. Se llamaba Fortunato, y muy joven había llegado a Uruguay en 1950, unos días antes de la final de Maracaná. Venía, como todos los inmigrantes en esos años, con las necesidades y la miseria de posguerra marcados en la piel.

Con un español muy rudimentario de pocas palabras aprendidas en el barco, empezó a trabajar enseguida como albañil en una obra. Sus compañeros lo invitaron a un asado el domingo 16 de julio. Todos juntos escucharían por radio el partido de Uruguay contra Brasil en la final de la Copa del Mundo.

Al llegar al lugar, Fortunato quedó asombrado con toda la carne que se había desplegado en la parrilla: nunca había visto tanta junta. Trataba de entender algo de lo que pasaba en el partido, pero el aroma de la parrilla lo desconcentraba.

El segundo gol uruguayo enmudeció al Maracaná en Río de Janeiro y despertó una euforia incontrolable en el asado en Montevideo. "Tanito, tanito, ganamos, ganamos, campeones del mundo", lo sacudían sus compañeros emocionados, tratando de hacerle entender. Y él entendía perfecto, pero no sabía ni cómo felicitarlos. "Congratulazioni", llegó a decir mientras los uruguayos enloquecidos saltaban y corrían por todos lados, hasta que se subieron a un camión que pasaba y desaparecieron.

En el lugar dejaron olvidado al asado y a Fortunato. El italiano estuvo un largo rato, como hipnotizado, mirando la carne, hasta que finalmente se abalanzó. Saboreó, masticó, tragó. Hasta el hartazgo. Cuando se dio cuenta que ya no quedaba más, se echó para atrás con la barriga hinchada y se agarró la cabeza. Se había comido toda la carne: sus compañeros lo iban a reventar.

Esperó, y esperó, y después de un buen rato se dio cuenta de que los uruguayos no iban a regresar. Estarían perdidos entre la multitud que celebraba, borrachos de alegría abrazando a desconocidos en la Rambla o 18 de Julio, afónicos de tanto gritar y cantar.

Fue en ese momento cuando se le empezaron a caer las lágrimas. Con la panza llena, lloró por su decisión de dejar su casa y su familia, cruzar el océano y llegar a un país que le había quedado claro le iba a matar el hambre (que no era hambre de goles, ni de gloria, sino solo hambre). Lloró por su propio Maracaná.

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