Eduardo Espina

Eduardo Espina

The Sótano > OPINIÓN

El balón en la helada intemperie

La belleza natural del fútbol se ve tanto en días de sol, como de lluvia o de nieve
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08 de marzo de 2019 a las 05:00

Inmediatamente después del partido clásico contra Everton, el llamado Derby de Merseyside, disputado el domingo pasado y que terminó empatado en cero, Jürgen Klopp se quejó de la intervención de la naturaleza. El entrenador alemán del Liverpool dijo que había sido imposible jugar debido al viento. Había soplado fuerte y la pelota iba de un lado a otro, como balsa en mar tormentoso. Al día siguiente, en partido de la MLS, la liga profesional estadounidense, los equipos de Colorado Rapids y Portland Timbers entraron al libro de records. El match, disputado en Dick’s Sporting Goods Park, cancha del primero, ubicada en Commerce City, suburbio de Denver, entró en la historia de esa liga por haber sido el que cayó más nieve en los minutos finales.

Precisamente, la nieve ayudó para que fuera un partido emocionante hasta los últimos segundos del tiempo agregado, porque en medio de la blanca tormenta, Colorado, que desde el primer tiempo había estado jugando con diez futbolistas, logró empatar en el cuarto minuto de reposición. El partido terminó 3-3 y el público se quedó hasta el final, porque la nieve hizo que el partido se convirtiera en otra cosa también entretenida por lo inusual de los colores en el cielo y en el césped, en espectáculo poco habitual en el que la pelota amagaba con entrar al arco en cualquier momento, ya que ni los delanteros, ni los defensas y goleros daban la impresión de poderla dominar por completo. Por momentos parecía que el balón estaba haciendo lo que quería.

El 13 de diciembre de 1987, Peñarol jugó en la final de la Copa Intercontinental, disputada en el Estadio Nacional de Tokio, el partido más peculiar de su historia, por así decirlo, pues es la manera más próxima de definir lo que sucedió en la cancha, la cual no fue de color verde, sino blanco. Esa noche, ante 45 mil personas, la once aurinegra jugó contra dos rivales: el Porto y la nieve. A esta, por su  silenciosa y adversa labor, debe haber responsabilizado la defensa aurinegra por el errores garrafales cometidos en los dos goles del club portugués, el segundo sobre todo, en el minuto 109 de alargue. Al viento, a la lluvia y a la nieve es fácil culparlos, total, no pueden defenderse y alegar. Fue una infamia perder de esa manera. Pocas veces terminé de ver tan caliente un partido. ¿Se acuerdan? Lo que costó llegar, y haber perdido de esa forma.

En marzo de 2008, viajé invitado a la universidad de Leeds, en Inglaterra. A la semana de llegar, uno de los profesores me dijo si quería ir a ver un partido de fútbol de la preparatoria donde jugaba su sobrino. El sábado, día del crucial partido, amaneció garuando, lo cual agradecí, pues ir a Inglaterra y no experimentar la llovizna o la niebla es como ir a Tahití, y no meterse en el agua. No fue lo único; hacía también un frío tremendo. Pensé que el partido se iba a suspender, pero no. Comenzó en hora, a las 9 de la mañana. A los 10 minutos de iniciado, sentí que iba a congelarme (el aviso comenzó por los pies), que no podría resistir a la intemperie todo el tiempo que faltaba para que el partido, con su correspondiente entretiempo, terminara. Temí morir de hipotermia sin que nadie me prestara atención, pues todos estaban concentrados en lo que ocurría en el perímetro de juego, ya que era un partido importante, y justo acababan de hacer un gol.

La sensación térmica era de bastante menos que menos cero, y lo que vi alrededor me hizo sentir incluso peor: la gente que había ido a ver el partido, en número bastante grande, disfrutaba como si fuera un día primaveral. No vi a nadie que estuviera padeciendo las condiciones meteorológicas, tortuosas y en fase de empeoramiento. Las risas y gritos de los hinchas, los cigarrillos que se encendían, y el aliento colectivo a los jugadores denotaba que aquello era para ellos una fiesta, no un sufrimiento al aire libre. La cancha estaba embarrada, por lo que a cada rato los jugadores caían en enormes pozos de fango donde era casi imposible divisar la pelota.

 

De a poco, más rápido de lo previsto, yo también empecé a disfrutar de las condiciones climáticas adversas, de las cuales, solo un oso polar sería capaz de disfrutar. Aunque la llovizna se hizo espesa y el frio aprendió rápidamente a sortear mi abrigada indumentaria, la intensidad del partido me hizo olvidar donde estaba. Para tanto es el poder de una pelota de fútbol. Viendo aquella escena, de agua, viento, frío empecinado y gente de diferentes edades gozando como si nada con los vaivenes de una pelota, viajé a los primeros días de la historia de ese deporte, cuando nadie se preocupaba, de la forma cómo se preocupan hoy los defensores de los estadios cerrados y de las canchas de pasto artificial, si era o no un día ideal para correr tras una pelota y sentir los gritos de la tribuna, la cual jugaba el partido con sus gargantas.

 

Aquella mañana inolvidable todos disfrutaron, convencidos de que el fútbol es una fiesta que debe realizarse únicamente de esa manera, al aire libre, aunque las condiciones climáticas sean las peores para estar fuera. La esencia original del principal de los deportes, una de las razones que redimensiona su constante belleza, es que también la naturaleza debe sentirse invitada a esa fabulosa y democrática fiesta.

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