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23 de julio 2022 - 5:02hs

Colón situó la primera colonia española en República Dominicana. Y los dominicanos construyeron su barrio en Colón. Donde el camino José Durán pierde el asfalto, donde el auto de Google Street View no llega a recorrer porque antes era un descampado, y que cuando sopla el viento del norte sobrevuela el hedor del arroyo Pantanoso, empezó a edificarse antes de la pandemia del covid-19 el primer “barrio de los dominicanos” en Montevideo. Y con la emergencia sanitaria el asentamiento creció y reúne a 70 familias de isleños.

José Acosta —50 años, seis de ellos en Uruguay, un hombro roto por una caída en moto justo cuando la empresa de vigilancia en la que trabajaba lo tenía sin el registro en la seguridad social— no llegó en la Niña, en la Pinta ni en la Santa María. Lo hizo a marcha lenta desde Brasil, dando pequeños pasos con sus zapatos de payaso que lucen los colores de la bandera de su país —como quien recuerda su origen al caminar— y un cartel que rezaba: Colabore com o artista e tire sua foto, obrigado (colabore con el artista y sáquese una foto, gracias).

Ya sabía que quería pisar la tierra uruguaya, porque algunos de sus paisanos —de esos que entraron entre 2013 y 2015 cuando todavía no se les exigía visa de ingreso a los isleños— se lo recomendaron. Ingresó por la frontera seca, sin papeles y estuvo durmiendo en un refugio lo que dura un embarazo hasta que regularizó su situación. Trabajó de cuanta changa le fue ofrecida, intentó suerte como artista callejero con su disfraz de payaso y otro de Chase, el perro alemán de la serie animada Paw Patrol, y que le valió el apodo de “Muñeco”. Estuvo en una pensión —como más del 70% de sus compatriotas, según la última Etnoencuesta de Inmigración Reciente en Montevideo— hasta que en 2019 recibió una oferta irresistible.

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Diego Battiste El Muñeco junto dinero en Brasil para venirse a Uruguay.

—¡Pana! Vente ahorita pal´ barrio que hay un terrenito en promoción. ¡Ya tú sabes!

El Muñeco se tomó la guagua (el ómnibus), se bajó cerca del complejo América, caminó hasta el novel “barrio de los dominicanos”, recorrió aquellas calles laberínticas de tierra y a unos metros de una improvisada iglesia evangélica pentecostal compró el “terrenito” de cinco metros de frente por nueve de profundidad a solo $ 20.000.

Diego Battiste El Muñeco está sin trabajo y sueña volver a animar a los niños.

“Tengo todo esto y aunque esté sin trabajo no me quiero ir de Uruguay”, dice señalando la construcción de ticholos, cerámica y chapa que forjó en el “terrenito” y que apenas apacigua los 25 grados menos que hay en el invierno montevideano en comparación con su zona natal. “Extraño trabajar con los niños, esa es mi vocación, y extraño el salami (como le dicen al embutido en la isla)”.

Cada vez que abre la heladera, esa que en la puerta tiene una calcomanía con la bandera roja, blanca y azul, la encuentra casi vacía. Apenas le da para, “cada tanto”, tomarse un café con leche en su atesorada taza de Peñarol (el club del que unos amigos uruguayos lo hicieron hincha) o un arroz frito que le dura para dos almuerzos y aguantarse los retorcijones del estómago a la hora de la cena.

—Bródel, la cosa ahorita está brava. ¡Ya tu sabes!

Su voz casi no se escucha entre los ladridos de los perros que merodean el barrio y la música de bachata que un estéreo lanza a todo volumen por la callejuela principal que queda a la vuelta de su nuevo hogar.

Luina y Estefanía se sacan el frío con unos improvisados movimientos de esa bachata. Dan tres pasos, en tres tiempos, y al cuarto levantan la cintura como quien se hace un lugar entre la muchedumbre. A cada paso sus chancletas —sí, están con chancletas y medias— remueven el polvo de la tierra. No les importa. El tubi –una red que va en la cabeza— sostiene el pelo de una de ellas que amenaza con perder el retoque del salón de belleza. Tampoco le importa. Las uñas postizas y fucsias de la otra parecen al borde de quebrarse de tantos giros con las manos. No importa.

Porque en el “barrio de los dominicanos” no hay saneamiento, ni recolección de basura y recién el último año llegó en parte la electricidad, pero el ritmo caribeño no cede ante la adversidad.

Según la Etnoencuesta de Inmigración Reciente que publicó el Programa de Población de la Universidad de la República, el colectivo dominicano vive, en promedio, en condiciones más desfavorecidas que sus pares cubanos, venezolanos y peruanos. A su llegada al país, casi la mayoría consiguió un lugar para dormir por recomendación de un paisano o un familiar. Y, también en promedio, durante el primer tiempo de residencia habitaron con más de tres personas en la misma habitación.

Barranca abajo.

Luina —33 años, dos de ellos en Montevideo y quien baila al rimo de la bachata en plena calle— es una de las apenadas con sus condiciones de vida. Le habían prometido un futuro mejor en el sur. Pero jamás le contaron que acá “la vida es cara”, que no conseguiría garantía para una vivienda y que terminaría en un asentamiento, ocupando una tierra en el “barrio de los dominicanos”.

—No tengo ni un chele (peso), pero ni bien junte un par me vuelvo —dice la joven con una media sonrisa que deja ver cómo los dientes blancos contratan con su piel mulata.

En el “barrio de los dominicanos” a los isleños se los reconoce por su color de piel, el acento, los peinados y el colorido. A los pocos uruguayos que se mezclan en la zona, en cambio, los delata “la grisura”, reconoce Joselo, un arachán que se casó con una dominicana a la que conoció en un boliche de Tres Cruces.

“Que el color de piel, que eso de escuchar música a todo volumen, que nos vienen a sacar el trabajo… a los uruguayos nos cuesta aceptar a los otros y, sin embargo, decimos que no somos xenófobos. Somos hipócritas”, insiste Joselo, mientras su esposa, la dominicana Belkis, asiente con la cabeza.

Belkis —limpiadora doméstica, como lo es un tercio de las dominicanas que hace poco migraron a Uruguay, y una experta en el preparado del moro con habichuelas (arroz con porotos y vegetales)— dice que llegó a Montevideo porque los dominicanos son “como los pájaros que se mueven a donde vaya el viento”. Pero reconoce que su vuelo valió la pena. Aunque vive en un asentamiento, construyó su nido junto a Joselo, hizo amigos locales y uno de sus hijos, Juan José, se convirtió en uno de los referentes del barrio.

El Muñeco dirá que a Juan José “hay que darle un micrófono y cinco minutos” y te convence de los que quieras. Porque este uruguayo-dominicano no esconde sus dotes de promotor, y usa sus redes sociales para hacer la locución de productos y servicios.

Diego Battiste Juan José, uno de los referentes del barrio, junto a su padre uruguayo y su madre dominicana.

Por eso él es uno de los que está liderando la mejora del barrio y la integración. “Los dominicanos a veces nos cerramos, es casi un instinto de supervivencia, de seguridad, pero eso nos separa del otro lado”.

El “otro lado” es el complejo de viviendas que queda en la zona del asfalto, de mayoría uruguaya, y el resto del asentamiento Las Cañas y Las Cañitas.

Ese autoencierro protector y la discriminación que narraba su padre Joselo decantaron en los últimos meses en comentarios que a Juan José le dolieron en lo más profundo. Hubo unos robos fuera del barrio y, dentro de los ladrones, había un dominicano. Enseguida empezó a correr la voz de que se trataba de “la banda de los dominicanos”, como si hubiese una organización y encima asociada a una nacionalidad.

La alcaldesa del Municipio G, la frenteamplista Leticia de Torres, admitió que uno de sus objetivos en la actual administración es “acercar los servicios, la información, sumar a los dominicanos al territorio y que salgan del barrio”. 

El conjunto de asentamientos que conforma el “barrio de los dominicanos”, Las Cañas y Las Cañitas fueron parte del Plan ABC que la intendenta Carolina Cosse priorizó en la capital. Eso mejoró parte de la caminería y extendió la llegada de la luz, pero, dice la alcaldesa, “todavía falta”. “Y queremos que el polideportivo de la zona se transforme en un punto de integración y referencia”.

Como el vuelo de pájaro de los dominicanos, el futuro del barrio es incierto. Los terrenos son irregulares y las ansias de quienes quieren retornar a su país se mezclan con quienes claman por un realojo. Mientras, entre bachatas, ladridos y los ruidos de los caños de escape de quienes salen a hacer la jornada de delivery en moto, el asentamiento crece al ritmo del boca a boca. Nada muy distinto al Montevideo de un siglo atrás.  

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