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El Conde: cómo es la película de Netflix que transforma a Augusto Pinochet en un vampiro de 250 años

La nueva película de Pablo Larraín se estrenó el pasado viernes en la plataforma de streaming
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19 de septiembre de 2023 a las 05:01

Augusto Pinochet como un vampiro de 250 años, sediento de sangre, aburrido de vivir eternamente, recluido en el ostracismo, que quiere desesperadamente morirse de una vez y que es despedazado económicamente por una panda de hijos más chupasangres que él, hijos que se quieren quedar con la cuantiosa herencia hecha a partir de todo lo que los militares chilenos se robaron en dictadura. Eso es, en pocas líneas, lo que El Conde, la nueva película del chileno Pablo Larraín, propone. Y hay que decirlo de entrada: el argumento es tremendamente seductor. Una idea que atrapa desde el momento en que se la dice en voz alta.

Hoy, el tiempo habilita al cineasta y en 2023, a cincuenta años del golpe contra Salvador Allende, la sátira no desentona a la hora de vender la última película del director de El Club: el acercamiento de Larraín al monstruo más grande la historia chilena reciente es decididamente internacional y ya conquistó, por ejemplo, al jurado del último Festival de Venecia, en donde se llevó un premio por su guion, que el cineasta escribió junto al dramaturgo Guillermo Calderón.

Además, el proyecto también parece haber sido muy seductor para Netflix, que desembolsó sus millones y que desde el pasado viernes 15 puso la película a disposición de todos sus usuarios.

Y así, después de pasear por los recovecos de la realeza británica en Spencer, el director chileno vuelve a su país en esta película delirante con la que, en algún punto, se conecta con sus inicios, aquellos de Tony Manero, Post Mortem y, sobre todo, la impresionante No, películas con las que también buscó acercarse al proceso dictatorial trasandino a través de la ficción. 

En el caso de El Conde, está claro, Larraín decide romper con cualquier tipo de realismo que esas otras películas llegaban a proponer. Es un movimiento audaz y temerario: se permite reír, desde el propio Chile, de una figura tan horrorosa, como polémica y compleja. Y claro: esa decisión no fue tomada como algo más. Las dictaduras latinoamericanas siguen contándose en el cine, por el momento, con la gravedad acostumbrada, y a esta película le cayeron encima desde que publicó su primer poster. La acusaron, por ejemplo, de banalizar el mal. De reírse de lo que no hay que reírse. Y unos cuantos le recordaron al propio Larraín que su familia, en especial su padre, el ex ministro de justicia Hernán Larraín, tiene sus simpatías con la derecha más pinochetista de Chile.

Ya en terreno artístico, a partir de una pulida fotografía en blanco y negro, en medio de un paisaje tan desolado como los corazones de Pinochet y Lucía Hiriart, y con el humor negro y ciertos recursos propios de las historias vampíricas como guía, Larraín retrata al dictador como un ser patético encerrado en una necesidad permanente de ser vanagloriado, pero también como un bicho viejo y monstruoso que sigue contaminando las vidas de los chilenos. Es una idea que no muere, un fantasma perenne del terror de un país. Una forma de entender el mal que el cineasta hace tiempo quería desarrollar.

“Llevo años imaginando a Pinochet como un vampiro, como un ser que nunca deja de circular por la historia, tanto en nuestra imaginación como en nuestras pesadillas. (...) La impunidad brutal que representa debía ser encarada directamente, mostrándolo por primera vez de frente. Para eso, hemos utilizado el lenguaje de la sátira y farsa política", dice el director en un comunicado de Netflix difundido hace varias semanas.

Entonces: la premisa de El Conde obligaba a prestar atención. En la previa, atrapaba. Se mostraba como una película de género cruzada con la historia reciente, un acercamiento a la ruina de un personaje ruin, una película en donde el terror y el humor más oscuro, de nuevo, habilitaban examinar de cerca las penumbras de la humanidad. El problema es que lo que finalmente hace caer a El Conde parte justamente desde ese lugar: no parece haber sustento, o al menos Larraín no lo encontró, para que el chiste se transforme en algo más. Para que trascienda la mera burla. Para que se convierta en algo que mantenga, al menos, el interés hasta el final.

Porque una vez que se asimila el mundo que la película construye alrededor de su propia mitología castrense/vampírica, todo parece agotarse muy rápido. Se agota el vínculo entre Pinochet y sus perversos hijos, se agota el interés en el personaje del "esclavo" y torturador Fyodor Krassnoff, se agota la sátira, se agotan las ganas que el propio cineasta parece tener de evidenciar algo más que destreza visual e ideas sueltas que no terminan de cuajar. Y resulta extraño, porque varios de los diálogos lanzados entre dientes por un elenco que, eso sí, está entregadísimo —en especial Jaime Vadell, Alfredo Castro y Antonia Zegers, que interpretan a Pinochet, a Krassnoff y a Jacinta Pinochet, respectivamente—, evidencian una inteligencia enorme a la hora de plasmar la historia en el texto, que sin embargo no termina de trasladarse al plano audiovisual.

Que aparezcan tan pocos datos históricos en la trama, por otro lado, pueden tomarse como algo lógico: la película esta pensada para un público global que no debería perderse en personajes o subtramas demasiado ligadas a los entresijos de la dictadura chilena. Es claro que Larraín le habla un publico amplio y ahí, en todo caso, la película acierta en cuál es el discurso que quiere emplear. También a la hora de recrear (o crear, directamente), la historia "anterior" a Chile del personaje principal, que según el relato salió de la época más revolucionaria de la Francia que le cortó la cabeza a Luis XVI y María Antonieta. Los problemas regresan, por otro lado, cuando trata de ser provocativa y, en realidad, hace agua en chistes y abordajes superficiales que no van más allá de líneas bastante llanas, como esa en la que el propio Pinochet asume que "cometió errores", sí, pero "errores de contabilidad". Funciona, pero suena a parodia carnavalera. 

El Conde prometía ser un sacudón al abordaje de temas escabrosos, prometía volver a poner en el centro de la polémica el tema de hasta qué punto el cine puede reírse de hechos truculentos y personajes como estos. Pero al final, termina siendo mucho más inocente y simplona de lo esperado.

La película de todos modos no es un desastre, y en ocasiones la ridiculez de esta historia demencial —todo lo que involucra a los hijos del dictador, hartos idiotas motivados por la codicia extrema, es lo mejor— es hilarante y toca teclas de calidad, pero la desconexión entre las partes de su narración es tal que se hace muy difícil seguirla sin levantar una ceja. Y así, la idea interesante se va pronto al mismísimo demonio.

Que Larraín se arriesgue de esta forma en un cine cada vez más calculado es una buena noticia, más teniendo en cuenta que sus capacidades están probadas, pero por algún motivo el chileno está cada vez más lejos de sus horas más altas. La seguidilla Jackie-Emma-Spencer-El Conde no ha sido lo mejor de su cosecha y los compases de No y El Club empiezan a alejarse cada vez más. De todas formas, tiempo para la reinvención le queda. Espacio en el cine también. Se lo ganó y está habilitado: transformar a Pinochet en vampiro era un riesgo, podía salir bien o podía fallar. Y aunque pasó lo segundo, podría haber sido peor. Aunque, definitivamente, también podría haber sido mejor.

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