Los sistemas de planificación central han creado la superstición de que el estado es capaz de crear riqueza, espejismo cultivado por los burócratas. En rigor el estado sólo toma la riqueza de los particulares y la reparte, la gasta, la malversa o la roba, según el caso. En cambio, la inversa es cierta: el estado sí es harto capaz de generar pobreza, potestad que, con contumacia, se suele atribuir a los privados. Los argumentos contra ambas afirmaciones ceden sistemáticamente ante la evidencia empírica.
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