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El déjà vu de Argentina

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14 de enero de 2020 a las 05:01

El gobierno de Argentina, que conduce el peronista Alberto Fernández, cultiva un estilo más conciliador que la de su segunda al mando, la expresidenta Cristina Fernández. Un modo que también refleja su política económica y que puede confundir a más de uno en relación con una gestión que reanudó medidas de intervencionismo, ideas de un recetario cargado de voluntarismo que es tan viejo como funesto para sacar a un país de una severa crisis.

Una acción política menos estridente para instalar un ambiente de entendimiento es una contribución del presidente Fernández en la buena dirección, pero no es suficiente. O, peor aún, hasta podría ser contradictorio si se insiste en un modelo de desarrollo intervencionista y que pretende que un desastroso Estado sea una palanca potente para impulsar el crecimiento y contribuir en serio al bienestar social.

La crisis argentina no comenzó con el expresidente Mauricio Macri que, en todo caso, profundizó por el espiral inflacionario y la economía en recesión. La crisis argentina tiene su raíz en la fuerte intervención de un Estado de cuño kirchnerista, que incluyó políticas populistas que comenzaron a desfallecer con la caída de las exportaciones, especialmente la baja de los precios de los commodities, lo que provocó un dramático agujero fiscal que derivó en una crisis de la moneda y en una huida de los inversionistas.

Fernández conquistó a los electores con una postura pragmática que incluía una política económica que iba a combinar medidas de “ortodoxia y heterodoxia”, según las circunstancia.

Pero no sabíamos que la “ortodoxia” de este peronismo blando solo se refería a lo mismo de siempre, al camino más fácil del ajuste fiscal, que es el aumento de impuestos con la intensión de recaudar más, pero que no supone una baja del gasto público.  Estamos hablando de medidas que por sí mismas terminan en fracaso como las retenciones (gravámenes a las exportaciones) al agro, uno de los únicos sectores que ha crecido en Argentina, o impuestos que constriñen la integración del país con el mundo como representan el 30% de carga adicional por viajar al exterior, contratar servicios como Netflix, la compra por comercio electrónico (Amazon) o de dólares.

A ello se suman medidas de intervencionismo estatal como el congelamiento de precios regulados (tarifas de servicios públicos de electricidad, gas y agua, transporte público y combustibles) en el marco de un plan antiinflacionario.

Tan cierto de que la mejor adecuación tarifaria al mercado golpeó a la inflación, es que antes de Macri, los servicios públicos eran víctimas de una política demagógica e irresponsable que a la larga también termina perjudicando a los usuarios y a las propias compañías.

Las reacciones positivas de los mercados, así como de autoridades del FMI, reflejan un optimismo de corto plazo de un país en crisis. Ninguna de las medidas en marcha son hábiles para el desarrollo duradero.

La política económica del nuevo gobierno peronista  tiene un tufo intervencionista, cuya permanencia en el tiempo puede desembocar en más barreras al comercio, un instrumento clave del crecimiento económico.

Es comprensible entonces que se empiecen a escuchar voces pesimista en Argentina que nos hablan de un  déjà vu sobre el cual  ya sabemos de su final desgraciado.

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