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El euro: broche de la integración

La moneda única fue el corolario de un proceso exitoso de unificación regional, con vaivenes y amenazas que se han sucedido en los últimos tiempos
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20 de diciembre de 2016 a las 05:00

El sueño de una Europa unida es tan viejo como Europa misma", sostiene el estadounidense Rondo Cameron en los libros más difundidos de historia económica universal. Muchos de los observadores que en el año 2000 vieron nacer el euro como moneda única del continente tuvieron la ilusión de estar viviendo la realización de ese sueño largamente anhelado.

El proceso que llevó a la integración europea con sus actuales luces y sombras, y a la consolidación de la moneda única como el último hito de esa gesta, no escatimó a la hora de erigir organismos supranacionales –con sus respectivas siglas– y nuevos tratados que estrecharon paulatinamente el vínculo entre los distintos países.

Desde la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951 –una zona de regulación compartida para dos sectores económicos claves integrada por seis países– hasta la puesta en circulación del euro en enero de 2002 –hoy la moneda oficial en 19 de los 28 países que forman parte de la Unión Europea–, el proceso de integración fue escalando en su ambición.

El primer paso, posterior a la segunda guerra mundial, fue la regulación común de algunos sectores industriales. Luego los gobiernos europeos avanzaron hacia una unión aduanera, con el avance en paralelo en la consolidación de órganos de gobierno común con un creciente número de atribuciones. Ya a principios de la década de 1980 la Comunidad Económica Europea pasaba a llamarse Comunidad Europea a secas, lo que daba cuentas del avance en la integración más allá de lo comercial.

Pero fue en estos 25 años que el proceso alcanzó los últimos estadios. A partir de la firma del Tratado de Maastricht (1992), se terminaron de levantar las barreras comerciales y aduaneras a la interna del bloque y se dio libertad a la circulación de personas, bienes, servicios y capitales.

La llegada del euro en 2002 llevó la integración a un nuevo nivel: el monetario. La peseta, el franco, el marco, el chelín, la lira y el dracma, entre un total de 24 monedas del viejo continente, salieron de circulación a lo largo de los últimos 14 años. Esto no solo generó un impacto en el álgebra cotidiano de cientos de millones de personas, que pasaron a evaluar sus decisiones de consumo, ahorro y financiación en una nueva moneda, con una escala muy distinta a la que mantenían; también implicó un antes y un después en la manera en que los Estados europeos planificaron su política económica.

Todo avance en un proceso de integración económica implica que los países cedan libertades y soberanía en pos del desarrollo conjunto. La capacidad de incidir sobre el circulante de la moneda local es una herramienta fundamental de política económica para un gobierno.

Con la adopción del euro, los bancos centrales del viejo continente perdieron esa capacidad y se vieron supeditados a un organismo supranacional, el Banco Central Europeo (BCE), gobernado por los distintos socios.

Fueron varias las voces de peso entre los economistas que mostraron sus reparos a esta integración. Para que una política monetaria común fuera viable, era necesario que los países que participaban en este proceso partieran desde un lugar común, con características similares. Economías muy diferentes, bajo una misma moneda, eran una combinación peligrosa.

Los coletazos de la crisis de las hipotecas subprime de Estados Unidos en el viejo continente le dieron la razón a este grupo de escépticos.

Los diferenciales de productividad entre los países y los distintos niveles de acatamiento de los límites impuestos por los tratados al déficit fiscal y la inflación, llevaron a que el BCE no pueda dar una respuesta rápida y contundente a los países en problemas. Situaciones muy distintas en un mismo barco hacían que el remedio para uno significara un problema para otro.

Apoyar el crecimiento griego ponía en riesgo la inflación alemana, lo que impedía al BCE actuar con la rapidez y contundencia de la Reserva Federal de Estados Unidos.

La inoperancia llevó a que Grecia amenazara con abandonar el euro. Pero no es ese el único peligro que pende sobre la integración europea. Gran Bretaña ha sido históricamente la piedra en el zapato de ese proceso.

El país apartado del continente puso sistemáticos reparos en los últimos 50 años a profundizar la integración.

De hecho, los británicos rechazaron desde un principio la adopción de la moneda única y quedaron por fuera de la zona del euro. Pero aun así conformaron la Unión Europea y delegaron parte de su soberanía a la voluntad tecnocrática de los órganos supranacionales del Viejo Continente.

La respuesta europea a la crisis económica y las imposiciones del bloque respecto a la política de inmigración, desbordaron el vaso de la paciencia británica, más pequeño que el de sus vecinos continentales, con muy poca tolerancia a la injerencia externa.

La plena integración comercial de países tan diferentes entre sí y con intereses muchas veces contrapuestos, fue resuelta por la Unión Europea con una maraña regulatoria que es vista por algunos como un corsé excesivamente ajustado para los países miembros. Esa visión permeó en varios grupos de presión británicos y aportó lo suyo a la decisión tomada por una ajustada mayoría del pueblo británico el 23 de junio, de abandonar el bloque europeo.

Con las condiciones de la salida del Reino Unido aún en negociación, el proyecto de integración del viejo continente enfrenta uno de sus mayores desafíos de los últimos tiempos: evitar el contagio del brexit en momentos en que varios líderes nacionalistas de distintos países se vieron fortalecidos por la iniciativa aislacionista británica.

La historia de éxito de la integración europea en los últimos 25 años termina así con una cuota de incertidumbre. "El sueño de la Europa unida es tan viejo como Europa misma", en palabras de Cameron. Un sueño cercano y posible, pero no exento de desafíos y amenazas.

Esta nota forma parte de la publicación especial de El Observador por sus 25 años.

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