Opinión > Columna/ Eduardo Espina

El fin de la era del papel

El desafío de los diarios está relacionado con la crisis universal de la lectura
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27 de octubre de 2018 a las 05:02

De unos treinta y pico de jóvenes, edades entre 19 y 28 años, que conocí durante un simposio en un reciente viaje a China, todos ellos con formación universitaria y muy buenos lectores, ninguno había leído nunca un diario en papel. Ninguno. Y con toda seguridad, nunca lo van a hacer. Además, en China a los diarios no los usan para envolver las bananas, como ocurre en las ferias callejeras de Uruguay, por lo tanto, ni siquiera llegarán a tener en sus manos una hoja de papel diario, en la cual podía leerse el horóscopo o el pronóstico del tiempo de dos o tres semanas atrás (porque también la basura estaba envuelta en noticias).  

Lo extraño para quien creció con la noción de que leer informaciones impresas suponía mancharse los dedos de tinta, es que cuando les pregunté si leían el diario, todos respondieron afirmativamente: el diario lo leían en su teléfono celular y, según me informaron, también de esa forma lo hacen sus padres. En un país con una población de 1.403.500.365 y en alucinante vías de crecimiento como China, hay cientos de diarios en cada región, varios en cada megalópolis, pero si uno mira el tiraje de la mayoría, casi todos matutinos, quedará sorprendido por el bajo que es. Si bien todos saben de la existencia de los principales medios informativos en formato diario, dentro de esa mayoría hay otra mayoría que prescindió en forma definitiva del formato impreso. Lo digital ya no es solo el futuro próximo, sino el presente en tiempo pasado.

En Estados Unidos, días después de la visita a China, le hice la misma pregunta a un sector poblacional con el mismo promedio de edad, y todos –menos uno- respondieron que las noticias y comentarios pertenecientes a los diarios las leían en su teléfono, aunque, a diferencia de los chinos, varios entre los estadounidenses habían leído diarios en papel, que habían comprado sus padres o hermanos mayores. Un dato interesante al respecto es que en las universidades estadounidenses, en las cuales de lunes a viernes se edita un diario hecho por estudiantes, estos en gran mayoría prefieren leer la edición digital del mismo, por más que la edición en papel se reparta en forma gratuita. No se les puede imponer la tangible condición de la página impresa a quienes crecieron con la pantalla como intermediaria de todo lo que tenga palabras escritas.  

Por lo tanto, habrá que cambiar la forma de interpretar la realidad de las circunstancias: no se trata de que el papel esté desapareciendo de la ecuación informativa, es que hay quienes nunca han estado expuestos a su uso. Crecieron sin necesitar del papel para poder acceder a la información. Por lo tanto, el desafío no se resuelve con la nostalgia por aquello que perdió protagonismo, sino estableciendo las características de la nueva masa de lectores, la cual, a diferencia de sus ancestros recientes, leen tanto como escriben (hoy se escribe mucho más que antes), aunque una cosa como la otra, la lectura y la escritura, estén caracterizadas por lo mismo: por la desatención y la proliferación de mensajes desarticulados al borde de la agramaticalidad.

¿Qué es lo que la gente lee cuando dice que está leyendo? ¿Qué lee mientras lee? ¿Es una lectura horizontal o vertical, narrativa-deductiva o poética-intuitiva? ¿Una lectura para “conocer”, o solo para “enterarse” de algo que pasó y que ahora con palabras desfila ante los ojos demasiado con rapidez? Estas son algunas de las preguntas palpitantes que tanto los difusores de noticias como los profesores en todos los niveles de la educación deberían estar haciéndose, sobre todo en momentos en que el barco de la historia se mueve con firmeza, sin que nadie sepa bien hacia dónde y si tal “dónde” realmente existe. Los datos empíricos provenientes de la realidad sobre el estado de la lectura en el mundo actual resultan impresionantes en varios sentidos. 

Por ejemplo, hoy en día un ciudadano joven del mundo que recibe un promedio de 30 mensajes de texto por día (cantidad baja), olvida en la noche el contenido de los primeros mensajes recibidos en la mañana. Si todas las eras, cuyo tiempo de existencia resulta difícil de medir con precisión, han tenido un nombre, también la nuestra lo tiene: es la era del olvido y la desatención. Por consiguiente, otra pregunta se agrega al menú amplio de interrogantes. Si se lee tan mal, ¿cuáles noticias podrían aspirar a permanecer vigentes en el periodo temporal de una jornada, que va desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas horas de la noche, considerando que no habría jerarquías entre las noticias y todas tendrían el mismo poder de apelación? 

La última gran revolución de la atención la inició el maguntino Johannes Gutenberg  alrededor de 1440. Con la invención de la prensa de imprenta con tipos móviles, la lectura adquirió una privacidad inaudita, “de película”, en tanto la mente comenzó a tener un registro de documentalismo cinematográfico. Cada página pasó a ser algo así como la toma inmóvil de una escena en desarrollo, en cuyo interior había palabras haciendo las veces de las imágenes. La intimidad del conocimiento a través de la interpretación de las palabras que había en una página obligó a los ojos a pensar con cuidado cada vez que se encontraban con una asociación de signos. La intensidad del entendimiento aprendió el valor del máximo esfuerzo, de la concentración en cada segmento de escritura que pudiera aportar pistas para completar el rompecabezas del sentido en juego. Una frase bien escrita quería comunicar algo más que la capacidad gramatical y retórica de quien era su autor. Había emociones en juego. La asociación de signos para crear una cláusula tenía un objetivo múltiple: significaba información, conocimiento, y en ocasiones más bien exclusivas, cuando la buena literatura hacia su aparición, acceso a un tipo de belleza sin utilidad funcional.  

Por lo tanto, el asunto ya no pasa por si la nueva generación de lectores lee o no diarios en papel, pues la historia de la humanidad es la historia de los reemplazos. El papel vino a ocupar el lugar del papiro, y lo digital el sitio del papel. Es demasiado tarde para rebobinar y nadie, salvo las fábricas de papel, está realmente interesado en volver al mundo de antes que, como los actores al final de la obra de teatro, desaparece entre la penumbra al fondo del escenario. Si la caducidad del papel fuera el único problema, entonces no habría problema. Pero el asunto es de mayor complejidad y afecta de inauditas y diversas maneras nuestro relacionamiento con las palabras y con el conocimiento, sobre todo en aquellos hipotéticos lectores que han crecido sin la presencia cohesiva y rigurosa de libros, diarios y revistas organizados bajo la égida del papel, esto es, los que cuentan con una estructura fija para codificar el inapelable el proceso de la lectura. Al desaparecer esta por la aparición de súper o hipertextos, de espacios gratuitos con múltiples entradas y salidas, la crisis de concentración en el acto de la lectura pasó a incluir el retaceo de las estructuras, tanto a nivel de la frase como del párrafo. Al saltearse lo fundamental, lo elemental triunfa. Las lecturas son incompletas. 

Por consiguiente, si hay fake news (concepto que va más allá de la literal traducción “noticias falsas”), hay también un lector falso que no lee, que no sabe leer, sino que “ve”: palabras que pasan ante su mirada desatenta sin generar realidades colaterales en el pensamiento, y por ende sin implicar a la abstracción, la cual resulta imprescindible para generar y acceder a cualquier tipo de conocimiento. Ese circunstancial lector “ve” palabras que le fueron enviadas no siempre con un propósito establecido a priori, o bien que encontró de manera azarosa en la web y que pertenecen a una noticia de actualidad, a un mensaje conteniendo información personal, a un texto literario, o a cualquier otro ente escrito que necesite de palabras para existir.  El dilema pues de los diarios en estos días cruciales, es hacer que el lector deje de “ver” superficies, y que vuelva a la lectura. Ahora, sin la ayuda del papel. 

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