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El fondo del quilombo: crimen y humor en una novela con pluma uruguaya

El fondo del quilombo, de Martín Bentancor, parte de un crimen para retratar la idiosincrasia de una ciudad del interior
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11 de agosto de 2019 a las 05:00

Más allá de calidades literarias, la nueva narrativa uruguaya se puede dividir en dos grandes grupos de autores: los que a cada libro cambian de temática y los que no. Martín Bentancor (como Gustavo Espinosa o Felipe Polleri) pertenece al segundo equipo gracias a una obra coherente y sin antojos, que abreva siempre en el mismo pozo con la certeza de haber encontrado su lugar en el mundo.

Sus libros más recientes El Inglés, La lluvia sobre el muladar y ahora El fondo del quilombo, lo confirman como un excelente narrador que bebe de la tradición oral del interior del país para luego producir novelas costumbristas, sólidas y muy amenas (también relatos), que retratan una forma de ver y sentir el mundo muy particular.

Si bien esta última novela parte de un crimen, nada de policial hay en ella, ya que no se trata de encontrar un culpable, sino de entender por qué y cómo pasan las cosas en la Tercera Sección (Canelones), un territorio a medio camino entre lo real y lo ficticio, donde el autor suele situar sus historias. Además, no son las múltiples puñaladas que tiene el cadáver lo importante. Lo importante es el lugar donde sucede el crimen: un quilombo rural de medio pelo que durante cien años abre y cierra sus puertas según las circunstancias históricas.

De forma no lineal, sino yendo y viniendo en el tiempo, Bentancor narra con aplomo la peripecia del establecimiento y de los pobladores del lugar, algunos a favor del emprendimiento y otros decididamente en contra, pero la mayoría de ellos asiduos concurrentes a un lugar que, según la época, es una manifestación clara del poder de Lucifer en la Tierra o un templo moderno de relax que nadie desprecia. 

Esas idas y vueltas en el tiempo se establecen mediante la presentación de cartas personales de un sacerdote a otro, e mail modernos o diálogos desopilantes como el que se establece a principios de 1940 entre una maestra muy creyente y un escribano sin escrúpulos, en la página de cartas al director de La voz de Guadalupe, el periódico local.

Aunque el tema del prostíbulo no sea una novedad en la literatura sudamericana (La casa verde y Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa o Juntacadáveres, de Juan Carlos Onetti, al que el autor homenajea en el libro) hay que destacar el enfoque original de Bentancor, que le sabe sacar jugo a un limón ya exprimido varias veces. 

Las cartas entre los dos sacerdotes, fechadas en 1911, son una fuente inagotable de sonrisas. Hay escenas fantásticas, sobre todo cuando uno de los dos curas enloquece de odio y decide salir a combatir al demonio por su cuenta. Montado en un caballo y armado con agua bendita, hay que verlo galopar para enfrentarse a la carreta pintada de rojo y a sus tristes inquilinas, que han llegado al pueblo para destruirlo.  

Cuando ese  sacerdote valiente comienza a sufrir alucinaciones en su propia iglesia, todo se vuelve irreal y Bentancor logra plasmarlo de forma magnífica, ya que algo de esa locura se cuela en su prosa, que se adapta a los delirios como un guante a la mano.

Lo mismo sucede cuando describe el debut sexual de uno de los protagonistas con una de las prostitutas del quilombo. Bentancor logra una empatía absoluta con el personaje y eso se traduce en párrafos tan vertiginosos como los latidos del corazón del iniciado, que es abrazado por una nueva realidad inconcebible para él hasta ese momento. 

Capítulo aparte para el viaje en lancha por los ríos e islas que tiene el lugar que realizan varios personajes importantes de la novela, que deriva en un cordero hecho a las brasas (todo un símbolo) y que termina en una especie de orgía frustrada, pero no carente de emoción. Este pasaje puede funcionar también, quizá, como una parodia a las costumbres del interior vistas por ojos capitalinos. Un jugar con esa idea que tiene el montevideano de que los habitantes del interior del país practican todo tipo de conductas censurables al amparo de la soledad del campo y los recovecos de la naturaleza. 

El fondo del quilombo, muy bien escrita y llena de humor, demuestra una vez más que Martín Bentancor es un autor a seguir. 
 

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