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El libro de plata

Aparecieron US$ 813 en un libro que me prestaron y yo lo interpreté como un mensaje del cosmos
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11 de noviembre de 2018 a las 05:00

En los inicios del judaísmo, un grupo de doctos, que se dieron en llamar cabalistas, buscaron las respuestas últimas –el nombre de Dios, que abriría las puertas del universo– en las páginas del libro sagrado, la Torá. No en su sentido conceptual, su significado más evidente, sino en complejas operaciones matemáticas derivadas de valores numéricos asignados a cada una de sus letras.

Los cabalistas entendían que la Torá había sido dictada por Dios, un ser ajeno a los errores del azar y que, por lo tanto, cada una de sus letras debía ser sagrada. Uno de los libros fundacionales de la doctrina, el Sefer Yesirah, informa: “Veintidós letras fundamentales. Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será”.

La cábala entiende que Dios creó el mundo mediante los números y las letras y que cada una de ellas tenía poder sobre algún aspecto del universo. También entendían que las escrituras sagradas tenían un sentido oculto, aunque todo lo que decían era cierto, de manera literal.

Esto último ha provocado un sinfín de supersticiones: si todo lo que es, es, pero además significa otra cosa, puede que el hecho de tocar el suelo con el pie derecho al salir de la cama augure una jornada venturosa, o que si uso medias de distinto color reciba una noticia inesperada.
En su momento, los cabalistas intentaron derrotar al azar mediante la lectura minuciosa de la Torá, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y a través de todo tipo de operaciones. 

Los cabalistas de a pie, a través de los siglos, han obedecido a minúsculas creencias, que les dan la ilusión de interpretar los designios divinos e influir, con esa sabiduría, en un resultado deportivo o en el número ganador del sorteo.

Yo pertenezco a esta tribu de hombres de fe pequeña, que sienten que si desentrañan ciertos mecanismos misteriosos, les sonreiría la fortuna. Cuando no funciona, sospechamos que hubo un error en la interpretación de los datos.

Y entonces la oportunidad golpea mi puerta. Me prestan un libro y resulta que el libro tiene US$ 813 en sus páginas. Siete billetes de US$ 100, uno de US$ 50, tres de US$ 20 y tres de US$ 1. Los encuentro antes de irme de la casa de quien me prestó el libro y entonces los devuelvo. Cuando llego a casa y me apresto a leer el libro, aparecen $ 3.070.

Decido que los juegos de azar deben tener la respuesta y apuesto $ 100 al 813 a la cabeza. No intento el 307 ni el 070. No le juego a la cotización del dólar. No juego a los cinco ni a los 10 ni a los 20. Solo el 813 a la cabeza.

Salió el 544. El 813 brilló por su ausencia. No salió a los 20 y tampoco salió el 13, precedido por ninguna de las 10 cifras posibles.
En términos financieros mi pérdida no es significativa. En términos espirituales, sin embargo, es un revés muy duro. Pasó la oportunidad de obtener la prueba empírica de que el universo es un cosmos.

Yo estaba dispuesto a darles la razón a aquellos que dicen: “Todo sucede por algo”. Pero no pudo ser. Creo que debí sospechar que los hados estaban jugándome una mala pasada cuando encontré los $ 3.070. Decidí ignorarlos, porque eran cuatro cifras y porque ensuciaban el panorama, pero debió ser obvio para mí que ese 3.070 no anunciaba nada bueno.

Tengo ante mí el volumen que provocó la confusión: El mapa calcinado, de Kobo Abe, en traducción del japonés de Ryukichi Terao. Tiene 314 páginas, lo cual no ayuda, y cientos de miles de letras, en las cuales debe estar planteado el problema cuya solución es 544. Pero mi capacidad de interpretación es tan pobre que decidí no invertir más dinero a la quiniela. A menos que el cosmos me haga otra guiñada. 

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