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El miedo a morir en la calle: ¿una posibilidad exagerada o una probabilidad cada vez más real?

El temor a la delincuencia parece avanzar entre los uruguayos
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27 de abril de 2018 a las 05:00
El miedo, o las razones del miedo, son, de alguna manera, cuestión de probabilidades. Es natural que la gente le tenga miedo a la muerte, una instancia seria de la que nadie se salva. O que le tema a las enfermedades o al dolor porque la posibilidad de que padezcamos esos avatares es casi tan alta como la que nos llevará a la muerte.

Por otro lado, hay que buscar mucho para encontrar personas que le teman a una imposible invasión extraterrestre o, en Uruguay, a la devastación de un improbable terremoto.
Es así que el miedo a morir asesinado o a ser lastimado en un asalto o en una rapiña depende muchísimo de la mirada del espectador y de la probabilidad que cada uno le otorga a ese evento.

Ya es conocida la polémica acerca de si la cantidad de actos delictivos de los que nos informan los medios de comunicación revelan con acierto la inseguridad que se vive en las calles del país. Hay quienes dicen que desde los medios se inflan los hechos hasta inocularnos una "sensación térmica" de desprotección que es exagerada.

Otros sostienen que en las pantallas y en los diarios solo vemos un pequeño porcentaje de la violencia que de verdad nos rodea. El miedo de los primeros, claro, tiende a ser menor que el de los segundos. Pero vaya a saber en qué momento uno ha empezado a notar que mucha gente que antes salía a la calle casi sin temor, ahora mira hacia atrás cuando presiente alguna presencia.
Gente que le cuenta a uno que un familiar o un conocido, o el vecino o el comerciante de la cuadra fue encañonado y, cuando hubo suerte, salió sin heridas. Gente que antes aconsejaba que, ante un asalto, alcanza con entregar el dinero, y que ahora cree que tal vez ni eso lo salvará de la bala de un enajenado.

Son personas a la que los números fríos sobre las altas y bajas de los delitos ni les va ni les viene porque el miedo no sabe de gráficas. Gente que ya empezó a apretar la cartera cuando camina por la calle o que la deja suelta para que el tirón no se lo lleve puesto; que sospecha que la luz roja de un semáforo que lo obliga a detenerse en medio de la noche le está cortando una vía de escape; que cierra la puerta con cuatro trancas cuando antes le bastaba con una vuelta de llave. Gente que se considera dentro de una tómbola siniestra en la que le puede tocar a cualquiera; a un niño que juega en Casavalle, a un golfista pobre del Cerro, a un señor que cena en un restaurante de Pocitos.

Han empezado a tener miedo porque sienten que, más allá de lo que diga la matemática, la probabilidad de que le toque ocupar el papel de víctima aumentó en un porcentaje difícil de determinar científicamente.

Este temor que parece estar asentándose en buena parte de la sociedad, puede ser carne para psicólogos -¿cuánto hay de percepción equivocada?- o -¿cuánto aumentó el peligro en las calles?- una razón para que los que mandan aprieten las tuercas de las políticas de seguridad que estén sueltas.
Como sea, el miedo a no poder transitar más o menos despreocupadamente por la ciudad parece estar extendiéndose como una mancha. Y, cuando el miedo se instala, a veces es difícil trazar la frontera entre lo real y lo imaginario.

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