Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

El ministerio de la soledad y Emily

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08 de diciembre de 2018 a las 05:04

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Querido Leslie

El ministerio de la soledad
 

En la proximidad de Navidad y Año Nuevo comienzan a circular mensajes y anuncios propios de estas fechas, que invitan a hacer una pausa y reflexionar acerca de la vida que estamos llevando. No es que el tiempo para la reflexión deba ser necesariamente pautado, como quien marca en la agenda un horario para una reunión de trabajo (puedo imaginar a Diógenes el cínico ideando un “stand-up” para mofarse de esto). Pero es cierto que en éstas fechas nos vemos más propensos a evaluar las diversas circunstancias y alternativas que hacen a la búsqueda de propósito y sentido de la vida. Es que esta época impacta en nosotros en forma análoga al efecto psicológico que ejerce el crepúsculo -ese instante de “colores indefinidos” en los versos de Baudelaire- donde comulgan, desafiando toda paradoja,  la renuncia y la expectativa, la consumación y el nacimiento. 

Hace pocos días recibí un mensaje que me transportó a usted, y ya verá por qué. Se trata de un anuncio de una conocida marca de muebles en el cual se muestra a varias familias reunidas en las típicas mesas navideñas. El aviso busca mostrar cuán estrechamente conectados estamos a las redes sociales, mientras nos mantenemos fundamentalmente distanciados de nuestros afectos más cercanos, esos con los que compartimos las celebraciones más íntimas y emblemáticas.  La marea de los tiempos presentes nos arrastra en una creciente naturalización de modos vinculantes donde el otro es reducido a imágenes o palabras exánimes, impresas en un dispositivo electrónico. Hace poco tiempo escuché a un semiólogo decir que para los códigos vigentes de interacción humana, los mensajes de voz en “whatsapp” son una clara expresión de intimidad. 

Esto me recuerda a un bellísimo poema de Charles Bukowski, The Crunch, donde alegoriza la inmensa soledad que reina en el mundo a través del pausado movimiento de las agujas de un reloj. El aturdimiento y la vorágine generados por la inmensa cantidad de estímulos que nos entretienen y retienen son el “velo de maya” que, como en El hombre de la multitud del cuento de Poe, enmascara la atribulada soledad de quien aguarda un encuentro anhelado persiguiendo los segundos que nunca pasan.  
Creo que fue Víctor Hugo quien igualó a la soledad con el infierno (¿acaso existe autor alguno que no haya ponderado acerca de las nostalgias del retraimiento?) Y la reciente creación de un novel Ministerio para combatir este flagelo, sugiere que en el Reino Unido la soledad ha devenido epidemia social (nada eventual se convierte en un asunto de Estado así por así). 

Pero más allá de coyunturas políticas, me gustaría reparar ahora en una curiosidad  lingüística: mientras el idioma español cuenta con un solo vocablo, soledad, en inglés existen dos, solitude y loneliness, con significados claramente distintos. Esto le confiere una ventaja a la lengua inglesa, especialmente para dar cuenta de la naturaleza bivalente de la soledad.  Explica Hannah Arendt que mientras loneliness alude a “esa pesadilla que puede agobiarnos mientras experimentamos la sensación de abandono en medio de una multitud”,  solitude refiere a “ese silencioso diálogo conmigo mismo” tan propio de la filosofía.

Entonces, es probable que como en la homeopatía -basada en el principio similia similibus curentur (lo similar cura lo similar)- la solución más eficaz para la creciente reclusión afectiva sea fomentar el goce de esa soledad que ustedes denominan solitude. Porque en el encuentro con esa voz interior que los griegos llamaban daimon,  se enciende el más hondo y claro entendimiento, ese que nos puede salvar de la loneliness para disfrutar de la solitude.

Ahora se me ocurre que, aprovechando esta moda de inventar palabras nuevas,  podríamos crear una que refiera a esa soledad expresada en solitude  -¡María, su mujer, sería nuestra colaboradora perfecta!-  
La soledad no es como el ébola o la viruela. No hay políticas sanitarias o vacunas que puedan combatir sus flagelos. El remedio está en el disfrute de nuestra propia compañía, porque ahí encontramos la razón y el impulso para ir al encuentro del otro, liberándolo de su propio encierro.  La soledad, en definitiva, se padece en la superficie de lo frívolo.  Y se cura en las profundidades de lo auténtico. 

Ahora se me ocurre que, aprovechando esta moda de inventar palabras nuevas,  podríamos crear una que refiera a esa soledad expresada en solitude  -¡María, su mujer, sería nuestra colaboradora perfecta!-  

 

Para Emily
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena

 

Respondo a sus reflexiones, durante una tregua que me concede mi nieta Emily, de 5 meses de edad, de quien soy babysitter. Me apresuro porque sé que las treguas son por definición breves y que los bebitos, como dice un proverbio ruso, “tarde o temprano/ lágrimas han de verter”.

La constitución del Ministerio de la Soledad, en el Reino Unido, es una de esas creaciones bizarras del británico espíritu, como conducir por la izquierda o cocinar cordero con menta.¿Quién querría estar al frente de semejante cartera, tan mal denominada para empezar? ¿No es verdad que, con ese nombre, parece que su misión propia fuera otorgar aquello mismo que quiere combatir? Y ante esa ambigüedad, y ya que los gobiernos suelen hacer mal muchas de las cosas que se proponen, ¿quién querría ser beneficiario de sus servicios, y ser cobaya humana en un experimento no exento de riesgos? Más aún: ¿quiénes son los funcionarios expertos -y expertos en qué- que allí trabajarían? Puede usted suponer que las mismas mentes que pergeniaron el Brexit como herramienta y argumento de su toma de poder, se afanan ahora en que el Estado cure las enfermedades del alma. Hegel no se habría atrevido a tanto.

Claro que él no miraba Black Mirror. La soledad no es como una picazón en la ceja, que cuando la frotas te sientes aliviado. La soledad -a nivel nacional, como parecen constatar las autoridades- es el resultado adecuado y seguramente inevitable, de muchos años de de-construir el edificio social con los pesados y aislantes ladrillos del materialismo, el egoísmo y el consumismo, mientras se ponían todos los medios para evitar que otros seres humanos -sobre todo esos seres pequeños que se llamaban hijos-, nos solicitaran.
¿A qué me estoy refiriendo? A mi nieta Emily.

En 2017, la tasa de natalidad del Reino Unido fue la más baja de los 10 años inmediatamente anteriores. Si no fuera por la inmigración, el crecimiento de la población habría sido prácticamente nulo. Lo que sigue lo dice alguien que se casó con una inmigrante, pero el problema de la inmigración es que conforma grupos sociales con escaso contacto con la población preexistente. Y, en esa disrrupción, es muy difícil transmitir valores y compartirlos, sentirse juntos y parte de un todo. Esto que naturalmente sucede entre los padres y los hijos, es miles de veces más difícil que suceda entre una población preexistente (para peor, envejecida) y otra de inmigrantes (para peor, mayoritariamente joven). El aislamiento es mutuo, pero el sufrimiento por ese aislamiento recae sobre todo en la población más vieja.  
Lamentablemente, desde un punto de vista estructural -me refiero a la gran escala, no a casos particulares-, la soledad es una consecuencia devastadora de decisiones gravemente erróneas. Desfavorecer la creación de familia cuando biológicamente es posible, no tiene solución más tarde. Y la consecuencia es la soledad. Una soledad que ningún Ministerio -ni siquiera si es creado por la Sra. May- puede hacer desaparecer.

Lo propio de una sociedad en decadencia es que cuestiona y desalienta lo que debería ser natural, para después gastar ingentes recursos, y pagar precios exorbitantes para recrearlo artificialmente. 
Al paso que desalentamos engendrar hijos al modo natural -y en caso de error, facilitamos el aborto à la carte-, elevamos a rango de derecho artificios de fecundación espeluznantes propios de Un mundo feliz. Al punto que hoy, mientras nadie se casa ni quiere hijos, el reclamo por el derecho al matrimonio, a engendrar y a ser llamados padres, es paradójicamente distintivo de colectivos representantes de parejas naturalmente estériles, como las homosexuales.

Hace más de 25 años, visité a un gran amigo mío (hoy lo sigue siendo) que se acababa de separar y estaba sufriendo de soledad. Llevé conmigo a mi hija mayor (¡la madre de Emily!), en un carrito de bebe. Después de un par de pintas de cerveza, mi amigo miró a mi hija y tuvo una revelación. Y me dijo:“Claro: tú nunca vas a estar solo”.
Eso mismo parece decirme ahora Emily, mientras me mira y decide si me va a hacer un escándalo de llanto y lágrimas, o si me va a perdonar la vida, por esta vez:  Abuelo, you’ll never walk alone! 
 

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