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Eduardo Halfon: "El mundo editorial te exige hoy un disfraz de escritor que no tiene nada que ver con el acto de escribir"

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13 de febrero de 2022 a las 05:05

A Eduardo Halfon (50) hay que preguntarle dónde está. No importa si cuando se habla con él se habla, justamente, de él, o de lo que escribe. El guatemalteco se ha caracterizado en los últimos años por ser un escritor en tránsito. En pocos años vivió en Nebraska, Iowa, un tiempo en Nueva York, en París, ahora está en Berlín por una nueva beca de escritura. Su obra, en tanto, transita con un paso todavía más vertiginoso: Halfon salta de Auschwitz a Manhattan, de Łódź a Israel, de la historia del hermano muerto de su padre al casamiento de su hermana o la historia del secuestro de su abuelo. Estos relatos, pedazos aparentes de su vida, se compaginan además en una suerte de gran novela en varios tomos protagonizada por un hombre que se llama igual que él, que tiene características similares, que comparte algunas de las cosas que él piensa, pero que de ninguna manera –y así lo recalca– es él. Entre El boxeador polaco, Monasterio, Signor Hoffman, Duelo y Canción, y como último colofón a una obra total que incluye más de quince títulos, este proyecto que muestra a Halfon con una voz plenamente identificable en el mapa latinoamericano de la literatura hunde los brazos en lo que significan las raíces, en el legado de la sangre, en el cruce de naciones, en la representación de la identidad, en la escritura y la búsqueda constante. Después de pasar por sus textos es inevitable querer saber más sobre este autor centroamericano, judío, de ascendencia polaca y árabe, de educación estadounidense, que fue ingeniero, escribe de manera excepcional, que fue destacado por Bogotá39 y la beca Guggenheim, que publica en todo el mundo, que acomete cada entrevista con una amabilidad superlativa y que demuestra en ellas, como se verá, una fe en el acto de escribir que trasciende el punto final.

Su vida en los últimos años ha sido casi nómade. ¿Cómo se amolda la escritura a ese tránsito?

Es difícil. Logísticamente es difícil. Por otro lado, a mí me cuesta mucho escribir cuando no me siento cómodo. Entonces, cuando llego a un lugar nuevo tardo en no sentirme como un turista. Aquí en Berlín necesité un mes y medio, más o menos, para recuperar algo de ritmo y dejar de sentirme como un invitado. Yo nunca he escrito en hoteles, no escribo en aviones, soy un escritor de casa. Y tiene que haber silencio, tengo que sentirme a gusto. Cuando estoy flotando por el mundo me cuesta mucho recuperar eso. Por eso ha sido difícil. Ya añoro cierta tranquilidad. Ya quisiera no brincar tanto. Y el factor más grande es mi hijo, que tiene 5 años. Él ya ha vivido en cinco países diferentes, habla cuatro idiomas, y necesita que nos quedemos quietos un tiempo.

¿Cuál es el lugar en el que se sintió más fresco para escribir, ese lugar del que piensa ‘nunca pude escribir como lo hice allí’?

Siempre siento que escribo bien en Guatemala, por alguna razón. Pero creo que hay una segunda respuesta y es que hubo un momento, en 2015, que estuve en Nueva York durante un semestre, solo. Fui como profesor invitado de una universidad de la ciudad y mi pareja se quedó en Nebraska, donde vivíamos. Estuve absolutamente solo desde agosto a diciembre, y en ese período escribí Duelo. Enterito. Terminé el primer borrador cuando me fui de Nueva York, y luego lo trabajé dos años. Pero hubo algo en esa soledad, no únicamente del estar solo en términos de escritura, sino de sentirme realmente solo. Es una sensación no negativa pero sí melancólica en la que sientes una ligera incomodidad o desesperanza. Creo que es un excelente motor para sentarse a escribir. Me aislé en una de las ciudades más ruidosas del mundo y no hice nada. No salía. Solo me despertaba y escribía. Una vez por semana daba mi clase y regresaba, y seguía escribiendo. Y creo que ha sido la vez que más trabajé. Todo el ruido mental interno no estaba.

En el libro Biblioteca bizarra habla del “mito fundacional” que todo escritor se arma en torno a su figura y luego, en el relato Oh gueto, mi amor, marca que todos nos convertimos irremediablemente en nuestra propia ficción. ¿Esa confección de la historia propia, al margen de lo que se escribe o no, es inevitable? 

Absolutamente. Me lo dijo por primera vez un poeta jamaiquino, un amigo; él me dijo que todo gran escritor necesita armar la leyenda de cómo se convirtió en eso y por qué. Y eso es una ficción. Parte verdad, parte exageración, parte hipérbole. Es un mito, esa es la palabra adecuada. Es tu mito como escritor. Y yo tengo el mío. Es el que voy contando por el mundo, y sé qué partes de ese mito son hipérbole, y qué partes dejo por fuera. Te doy un ejemplo: siempre digo que me fui de Guatemala a los 10 años y que volví después de la universidad sin saber nada de español. Suena hermoso, suena dramático, casi cinematográfico. Lo que no cuento, porque es demasiado complicado, es que a los 15 años sí volví a Guatemala durante un año y medio o dos, y luego recién volví a la universidad. Ese paréntesis fue por razones familiares. Mi padre tenía un negocio en EEUU que quebró y tuvimos que volver. Yo estaba muy inserto en el sistema americano, así que seguí en un colegio de ese tipo, y luego me reinserté en la universidad en EEUU. Pero es muy engorroso contar todo eso, y por otro lado rompe con la belleza de la idea de que me fui durante doce años y volví como un pato que migra, que no conoce el territorio, su propio lenguaje. 

Entonces pule continuamente su historia. Y es cierto que todos nos convertimos en nuestra propia ficción.

Por supuesto. Creas una versión de ti mismo que poco a poco vas encarnando. Te vas volviendo ese mito, ese personaje que has creado. 

Hablando de mito fundacional, y yendo a sus comienzos: ¿estaban claros los temas que quería explorar cuando decidió dar un volantazo en su vida y pasar de ingeniero a escritor?

No tenía nada en mente. Mi entrada a la literatura fue muy vertiginosa. Primero me convertí en lector. Era una lectura voraz, anárquica, como una droga. La consecuencia de eso fue empezar a escribir y al principio supongo que imité lo que estaba leyendo. Esos primeros esbozos son como los de un niño que imita el caminar y las voces de sus padres. Escribí imitando lo que leía y me gustaba, a García Márquez, a Bolaño. De pronto publiqué un libro de la nada y me convertí en escritor. Y ahí me pregunté: ¿por qué yo? Yo, que tenía que ser ingeniero, un hijo primogénito que trabajaría con su papá. De pronto se me volteó el destino. Y en mi segundo libro, El ángel literario, hice algo extraño, porque escribí cuentos sobre el momento en que algunos escritores se convirtieron en eso, y los trataba de escribir al estilo de ese escritor. Empecé a tocar covers, digamos. Todavía no tenía una idea de a qué iba, no había temas, quizás solo el tema literario. Por eso durante aquellos primeros años me llamaban un escritor meta, porque escribía sobre el acto de escribir. El ángel literario sigue siendo popular con lectores jóvenes que están en ese momento, a ellos les hace sentido. Yo ya pasé ese momento, pero fue muy importante. Finalmente, siento que es con El boxeador polaco que encuentro algo. En cuatro años escribí los seis cuentos de la edición original de ese libro, en donde de repente se me presentó esta voz, este otro Eduardo Halfon, este álter ego. Me pareció interesante seguir escribiendo en ese registro y ahí sigo. Ahí es donde se me presentan o se me imponen estas temáticas que sigo acarreando.

 ¿Qué queda del Halfon ingeniero en lo que leemos hoy?

Queda mucho. La personalidad de ese otro Halfon tiene mucho de ingeniero. Es un poco neurótico, planificador, pero en la narrativa, en la prosa misma, hay un proceso de ingeniería, sin dudas. Por un lado, lo está desde el punto de vista lingüístico. Hay un trabajo muy grande en hacer crecer el lenguaje, es como relojería. Y también en la estructura de un párrafo, de una página, de un relato, en cómo encajar ese relato con otros. Sigo siendo muy ingeniero, pero no a la hora de sentarme a escribir, sino a la hora de poner orden. 

La palabra autoficción aparece a menudo para señalar su obra y es un término cada vez más utilizado por la industria editorial, a pesar de que es una práctica que se puede rastrear varios siglos hacia atrás. Hace poco bromeó en sus redes con el tema, en una suerte de “memificación” de la discusión. También se ha manifestado en desacuerdo con su utilización. ¿Por qué cree que se ha convertido en una de las conversaciones principales en la literatura contemporánea?

No sé, pero tengo una postura bastante clara. Creo que toda literatura es autobiográfica y, a la vez, ficción. Aunque me la llames non-fiction, todo lo que escribimos tiene ficción. Entonces, decir autoficción para mí es redundante. Hay veces que el carácter autobiográfico es más evidente y otras menos, pero siempre está. Arturo Belano es Roberto Bolaño, Emilio Renzi es Ricardo Piglia, y “Madame Bovary soy yo”, decía Flaubert. Por otro lado, yo no vengo del mundo literario y todas estas cosas me parecen de puristas, de querer mantener los géneros separados y demás. Yo veo un perfecto ejemplo en las series. Nadie nunca le preguntó a Seinfeld si sus episodios eran ficción o autoficción. Es evidente que eso es ficción. Pero por alguna razón cuando la literatura hace el mismo juego, aparece esa idea. Yo hago eso mismo: le presto a mi narrador mi imagen para hacer ficción. Es análogo a lo que hace Seinfeld en sus episodios. Pero en la literatura resulta un tema, y no sé por qué. Y es algo que se hace desde siempre, no es nuevo. ¿Tal vez está de moda? ¿Tal vez haya más gente haciéndolo? No lo sé. Creo que es un tema inútil. No tiene sentido o importancia. Y por eso el meme (risas).

Entre los temas que toca, hay un “artefacto” literario que aparece con frecuencia en todos sus libros: el disfraz, la idea de que puede cambiar de apariencia, de ser el Halfon guatemalteco, luego el Halfon libanés, el autor, el hijo. ¿Cuando lo descubrió y por qué el interés en ese concepto?

No sé si hay un momento de descubrimiento puntual. Podría decir con Signor Hoffman, pero no es cierto porque en Monasterio ya aparece. Y en El boxeador polaco también. Creo que siempre ha estado, lo que pasa es que tardé en notarlo. Siempre he utilizado ese juego. En Monasterio queda demostrado cuánta importancia le doy. Un disfraz te puede salvar la vida. La frase “llegué a Tokio disfrazado de árabe” puede sonar a broma, pero los judíos sabemos que el disfraz te puede salvar la vida, entre progroms y persecusiones. Y el disfraz es algo muy judío. En Zelig de Woody Allen está llevado al extremo. Cambiar físicamente para adaptarte a un entorno es una idea muy judía. Wittgenstein lo llamaba “el efecto camaleónico de los judíos”, el poder mimetizarnos para salvarnos, para pasar desapercibidos en un entorno que nos acecha. Lo traigo de fábrica.

¿Y ser escritor es un disfraz?

Absolutamente. El mundo contemporáneo te exige que asumas la pose, que juegues en ese rol. Hablábamos el otro día con un amigo que sería imposible ser un escritor nuevo y negarte a la promoción, a dar entrevistas. El mundo editorial y comercial te lo exige. Te exigen un disfraz que no tiene nada que ver con escribir. Escribir es un acto completamente distinto a ser escritor. A salir como escritor por el mundo. Ahí tienes que actuar. Hay escritores que actúan o juegan muy bien, y otros que no. Que se niegan un poco o no tienen ese talento.

Su obra se mete con temas familiares, algunos bastante duros. ¿Alguna vez sintió que debía pedir permiso para escribir sobre algo de eso?

No, pero sí mostré manuscritos. El de Monasterio a mi hermana, y el de Duelo a mi papá, cuando le conté que estaba escribiendo sobre la muerte de su hermano mayor. Él se preocupó muchísimo, pero le dije “Léalo, lo voy a publicar, no estoy pidiéndole permiso, pero si hay algo ahí que quiera platicar, algo que considere inexacto o negativo, me dice”. Y él no me dijo nada. Fueron las únicas dos veces que mostré algo previo a la publicación. Y es claro por qué: estoy haciendo ficción con historias suyas, y quería hacerlos partícipes del proceso. Pero nunca he pedido permiso. 

La instancia de sentarse con un miembro de su familia por eso debe ser extraña.

Yo me alejé mucho de mi familia desde antes de entrar a la escritura, por múltiples razones. Una de ellas era que yo sabía que si quería escribir tenía que estar lejos de esa influencia, de tener que sentarme a explicar, pedir permiso o justificar. O incluso para poder escribir libremente, sin una censura personal, sin decir “no, de eso no puedo escribir porque a esta persona le va a molestar”, o “eso no puedo mencionarlo porque me lo van a reclamar”. Me alejé de mi mundo. Eso está narrado en Saturno de una manera metafórica, lo de huir del mundo del padre. La gente leyó ese primer libro de manera muy literal y pensaron que me estaba acercando al suicidio, pero no era así. Era una metáfora. Yo tenía que matar al Halfon obediente, al Halfon ingeniero, al que siempre hacía lo que le decían. Y tenía que huir al mundo del lenguaje. 

¿Cómo es el Halfon lector, que no es el Halfon escritor?

No existe el Halfon escritor sin el Halfon lector. Es el lector el que luego le da paso al escritor. Creo que entender esto es lo que le hace falta a mucha gente que quiere escribir sin leer, y se les nota. Hay algo en la narrativa, en la prosa, que notas de alguien que no está leyendo suficiente. En segundo lugar, yo he pasado por varias etapas como lector. He sido por lo menos tres tipos diferentes. El lector incipiente, joven, con hambre, que creía que la literatura era una droga y leía hasta que le sacaban los libros de la mano de noche. Esa era una lectura enfermiza y ya no leo así. Luego, una segunda etapa como lector escritor. Leí a otros queriendo descifrarlos. Ya no gozaba de una novela de Joyce, sino que leía para saber cómo hacía Joyce para ser tan bueno. Mis libros de esa época, los comentarios en los márgenes, son de alguien que quiere entender la artesanía. Y luego llegué a la tercera etapa, a la que estoy ahora, que es la del lector impaciente, cascarrabias, el lector hijo de puta que no termina libros, que los tira para atrás después de un par de páginas. Es un lector que me cae muy mal, pero así soy. Ya no necesito influencias como las necesitaba en mi etapa de formación. Ya no necesito droga, como de joven. Ahora no quiero únicamente pasar un buen rato, quiero ser deslumbrado. Y si no me deslumbras, no me interesa. Suena lapidario, pero es así. Estoy deseando que haya una cuarta etapa y pueda salir de esta intolerancia.

Bueno, también tiene sentido. La vida es corta y hay muchos libros.

Esa es una razón válida y práctica. Con un niño pequeño, además, se reducen mucho las horas de lectura. Hay libros que leí hace 20 años que en los últimos cinco años no podría haber terminado. Tochos de 800 páginas que requieren concentración, una que ya no tengo.

¿Cuál fueron esos últimos libros que lo deslumbraron? 

Ahora mismo estoy muy metido de nuevo en las novelas del norteamericano Cormac McCarthy, un autor al que leo constantemente porque me devuelve la fe en el poder de la narrativa. En cuanto a latinoamericanos, no me canso de decir que el libro que más me ha deslumbrado en los últimos años es Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. Un libro fundacional, desgarrador, el cual descubrí y leí repetidamente mientras escribía Canción. Hay mucho de Walsh en mis páginas, sin duda. 

Hay una frase de Biblioteca bizarra que dice lo siguiente: “A veces, cuando mis palabras se estancan, cuando pierdo la fe en la ficción, que es a menudo, alcanzo el viejo y gastado libro color púrpura y lo sostengo en mis manos durante un largo rato y todo vuelve a hacerme sentido”. ¿La fe en la ficción se pierde a menudo? ¿Qué se hace para recuperarla?

Me pasa todos los días. Desde que empecé a escribir hace veinte años, el arranque en la mañana me cuesta. No es sincero el escritor que no lo admite. Hay una resistencia, y está todos los días. Son más fáciles tantas otras cosas: hacer un café, leer un libro, hablar con amigos, pasear. El motor que necesitas para escribir, el fuego, hay que prenderlo todas las mañanas. Del día anterior solo quedan cenizas. Llámalo recuperar la fe o lo que quieras, pero hay cierta resistencia que tengo que vencer cada mañana. A veces es más fácil porque estoy a media escena, leo lo que escribí y continúo. Otras veces es más difícil. Otras veces no lo logro, y termino el día y siento que no hice nada. Pero a veces en el no hacer nada haces mucho. Lo que pasa es que lo notas después. Entiendes que ese día descifraste algo importante. Quizás no escribiste una página o dos, pero descifraste algo. Quizás la única respuesta a esto sea la disciplina de sentarse todos los días e intentar. Y luego ver si cuaja o no cuaja, si lo lograste o no. Pero eso el tiempo lo dirá.

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