"El mañana me pertenece", canta un joven nazi en el film "Cabaret"
Miguel Arregui

Miguel Arregui

Milongas y Obsesiones > HISTORIA

El revanchismo alemán después de Versalles

A un siglo de un tratado que redibujó el mundo y mantuvo la olla hirviendo (II)
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05 de febrero de 2020 a las 05:00

Los alemanes, principales aunque no únicos responsables de la Gran Guerra finalizada en noviembre de 1918, se sintieron ultrajados por la severidad del tratado de Versalles, impuesto por los vencedores: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia y una constelación de pequeños aliados. Pero al fin lo firmaron bajo amenaza militar el 28 de junio de 1919, a cinco años exactos del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, el pistoletazo de largada de la Gran Guerra.

Paradójicamente, la mayoría del Senado de Estados Unidos negó luego la adhesión al tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones, pese a que el presidente demócrata Woodrow Wilson había sido un artífice principal. El triunfo republicano en las elecciones nacionales de 1920 terminó de enterrar el proyecto. La Liga o Sociedad de Naciones, destinada a evitar futuras guerras, no contaría con el peso político y la fuerza de la primera potencia mundial.

Las duras condiciones establecidas en Versalles en 1919 favorecieron a los extremistas alemanes de izquierda y derecha. Pequeños partidos nacionalistas alimentaron el mito de la invencibilidad del Reich en el terreno de las armas durante la Gran Guerra, y de la “puñalada por la espalda” de los políticos, la izquierda y los judíos, que puso al país de rodillas al derrumbar el frente interno en 1918.

“El antisemitismo aquí es muy fuerte”, escribió Albert Einstein a un amigo a fines de 1919, mientras residía en Berlín. “¿A dónde se supone que llevará esto?”.

Pero echarle la culpa a Versalles era una forma de falsear la verdad, o al menos la verdad completa. En realidad, fue la guerra, que duró más de cuatro años, lo que arrasó con la juventud, las instituciones, la confianza en el futuro y la economía de los países europeos.

Los nuevos estadistas pistoleros

La revolución bolchevique fue la primera de muchas tentativas de putsch a cargo de pequeños partidos fanáticos, ocurridas por casi toda Europa, incluso en el Reino Unido y en Alemania.

Lenin y los suyos mostraron un camino que pronto otros imitaron.

Benito Mussolini, un antiguo dirigente del Partido Socialista italiano, marchó sobre Roma en 1922 con sus “camisas negras” y llevó al Partido Fascista al poder. También los italianos estaban profundamente descontentos con las ventajas territoriales que les significó el tratado de Versalles: la anexión de una parte del Tirol, la ciudad de Trieste y poco más.

Adolf Hitler tomó muy en cuenta la experiencia de Mussolini, ese “gran hombre allende los Alpes”, como lo llamó en su libro panfletario Mi lucha.

El miedo ante los intentos revolucionarios de los comunistas, junto al rencor y las ansias de grandeza de los alemanes pavimentaron el camino de los nazis hacia el poder, que conseguirían en 1933.

Versalles fue “el primer toque de clarín para una resurrección”, escribió Hitler.

Entre la hiperinflación, la pobreza y la violencia callejera, buena parte de los alemanes enfermó de resentimiento, revanchismo, racismo, nacionalismo y mitología guerrera: un mejunje letal que tan bien representa la canción Tomorrow belongs to me (El mañana me pertenece), que un adolescente nazi entona en el filme Cabaret, de 1972. (La pieza, escrita para ese musical de Bob Fosse, sin embargo recoge un viejo lema de Heinrich Himmler, líder de las SS).

Un poderoso lobby de industriales, oficiales militares, políticos y demagogos presionó a favor de la “libertad militar” y el rearme.

Entre 1920 y 1922 Alemania y la Unión Soviética, dos parias internacionales, comenzaron a desarrollar en territorio ruso algunas armas modernas, como aviones, que en Versalles se había prohibido para Alemania. Fue el preámbulo de otros arreglos sorprendentes, como el muy cínico pacto Ribbentrop-Molotov de 1939, en los inicios de la Segunda Guerra Mundial.

Krupp también fabricó armas para Suecia y Finlandia, desde cañones a submarinos.

Pobreza e hiperinflación

Un ama de casa alemana cocina con billetes de Papiermarks completamente devaluados durante la hiperinflación de 1923

La ruina económica, aumentada por las deudas, penalizó por largo tiempo a las economías europeas. El servicio de la deuda pública y las pensiones pagadas a las víctimas representaba el 52% del presupuesto francés aún en 1931.

Pronto el gobierno alemán comenzó a incumplir el pago de las reparaciones de guerra, que solo podía satisfacer en parte y en especies, como carbón o maquinaria. En enero de 1923 tropas francesas y belgas ingresaron en territorio alemán y ocuparon la cuenca del río Ruhr, corazón de la industria, declararon la ley marcial e incautaron carbón de las minas como parte de pago.

Por entonces Alemania y Austria cubrían la mayor parte de su presupuesto estatal imprimiendo billetes, lo que provocó un incendio inflacionario. Así, entre 1921 y 1923, ambos países sufrieron una inflación con picos anualizados de 56.000.000.000%. La inflación enloqueció a las personas, que se sacaban el dinero de encima lo más rápido posible. Finalmente la economía se desmonetizó: regresó a la era del trueque.

Después del abandono del "patrón oro" en 1914, casi todas las monedas europeas fueron destruidas por el exceso de emisión, salvo la libra inglesa, que fue rescatada por una política monetaria contractiva y a costa de una recesión.

El novelista Arthur Koestler, quien entonces era un adolescente que vivía en Austria con sus padres, narró en sus magníficas memorias: “De ese sabat de las brujas, que destruyó para siempre el cuerpo y el alma de la clase media centroeuropea, surgieron los vapores de las ideologías totalitarias: era el principio del fin para la vida civilizada junto al Danubio y al este del Rin”.

Los liberales de Weimar, despreciados por los amantes del antiguo Reich, por los extremistas y por buena parte de la clase media, serían culpados de todos los males que caían sobre el país.

“Para cuando se fundó oficialmente en agosto de 1919, la República de Weimar se hallaba ya envuelta en graves problemas”, escribió el historiador británico Peter Hart en su libro La Gran Guerra. “Arruinada por una inflación galopante y los trastornos económicos, la República pasaría la década de 1920 desgarrada por las visiones contrapuestas de los ideólogos de derechas y de izquierdas, dedicados unos y otros a propagar sus diferentes visiones del futuro, diseñadas para resultar atractivas a las masas. Al final sería la derecha la que ganaría, con el advenimiento de Hitler y el Partido Nazi. Y así la rueda de la historia daría un nuevo giro”.

Después que en 1925 se admitiera a Alemania en la Sociedad de Naciones y se le redujeran las gravosas reparaciones de guerra impuestas por el tratado de Versalles, los mercados capitalistas mundiales ingresaron en una fase de gran optimismo. Pero fue sólo un paréntesis antes del crack de Wall Street de octubre de 1929 y de la Gran Depresión internacional de los años ‘30.

Versalles y los desastres del nacionalismo

El Tratado de Versalles fracasó, y contribuyó a crear problemas mayores, porque su base ideológica era el fervoroso nacionalismo étnico y económico que imperaba entonces en Europa, y no el espíritu integrador y globalizador que recién campearía tras la segunda guerra mundial. Al mismo tiempo, los imperios europeos supervivientes, con Gran Bretaña, Francia y Bélgica a la cabeza, no cedieron sus territorios de ultramar, colocaron los viejos dominios alemanes y turcos bajo su control, o de la Sociedad de Naciones. Fue una rapacidad de lo más vulgar.

John Maynard Keynes, un brillante intelectual y economista inglés, quien participó de la conferencia de Versalles como delegado del Tesoro británico, sostuvo en su libro Las consecuencias económicas de la paz, publicado en 1920, que el tratado empobrecería a Europa, pues bloqueaba el comercio y la industria, y que Alemania no podría pagar sus deudas. “Si aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”.

Keynes ya había advertido en Versalles: “Si se quiere ‘ordeñar’ a Alemania, ante todo es necesario abstenerse de arruinarla”.

El mariscal Ferdinand Foch, un héroe de Francia, pensaba en el mismo sentido: “Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”.

“El terrible credo del fascismo fue fruto de las consecuencias de la guerra: una perniciosa amalgama de racismo, nacionalismo y dogmas derechistas que se nutrieron de las desastrosas condiciones sociales y económicas en las que, al término de la guerra, se encontraron millones de individuos que buscaban una respuesta fácil a preguntas imposibles”, resume Peter Hart en La Gran Guerra.

Versalles “no era más que una diktat hipócrita” de unas potencias coloniales que despojaban a otra, escribió el historiador David Stevenson en su libro 1914-1918. En cierta forma, Versalles fue una mala solución para un problema real. “En vista de su mayor población y de su grandísima capacidad económica, si los alemanes no se moderaban, continuarían poniendo en peligro a sus vecinos, al menos que alguien se encargara de moderarlos desde fuera”, resumió Stevenson.

Pero el mismo historiador señala que una nueva guerra habría sido imposible si los Aliados hubieran mantenido a Alemania desmilitarizada, como planearon en 1919 y luego no cumplieron, por falta de convicción para usar la fuerza (y porque es fácil apreciar toda la significación de Hitler ahora, con el diario del lunes sobre la mesa).

El historiador Paul Johnson, también británico, escribió en su historia de Estados Unidos: “La ira de los alemanes podría no haber tenido tantas consecuencias si la (Sociedad de Naciones), con Estados Unidos a la cabeza, hubiera actuado como estaba planeado para defender el acuerdo, por la fuerza si era necesario. Pero, como resultado de los errores posteriores de Wilson, Estados Unidos nunca se sumó a ella, y, desde el principio, fue un pacto sin espada”.

Al fin, los males del mundo, especialmente en Europa, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial no son atribuible al tratado de Versalles, sino a las ideas, prejuicios y miedos que lo concibieron.

Como dijo el primer ministro Georges Clemenceau a los parlamentarios franceses: “El tratado será lo que hagan ustedes de él”.

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