Opinión > Hecho de la semana/MIGUEL ARREGUI

El rey Daniel y su hechicera en apuros

Nicaragua arde de indignación, mientras de la revolución sandinista de 1979 no quedan ni las canciones
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28 de abril de 2018 a las 05:00
A fines de los años de 1970, cuando Anastasio Somoza y su familia llevaban ya más de 40 años al frente de Nicaragua, la revolución sandinista representaba para mí algo bueno: jóvenes idealistas, dispuestos a dar su vida, contra viejos carcamanes impúdicamente asidos a la riqueza y al poder.

Por allí anduvo incluso un puñado de uruguayos, entre ellos Héctor "Meme" Altesor, un militante de la UJC que murió en una escaramuza el 16 de julio de 1979, tres días antes de que los sandinistas entraran triunfantes en Managua. O Fernando Butazzoni, ahora un destacado periodista y novelista, quien en 1973, después de la debacle de los tupamaros, se exilió en Cuba y terminó en Nicaragua al mando de un grupo de morteros de 81 mm.

"Éramos alrededor de 50 uruguayos en el ejército sandinista", recuerda Butazzoni hoy: "Medio centenar de tupas o extupas y tres del PCU. Éramos voluntarios. No fuimos enviados por nadie. Algunos prefirieron no ir y se quedaron en Cuba. Había también un par de mujeres enfermeras".

Recuerdo el asesinato del periodista opositor Pedro Joaquín Chamorro en 1978; y la ejecución del periodista Bill Stewart, un muy conocido corresponsal de guerra de la cadena estadounidense ABC, a quien un soldado de la Guardia Nacional le pegó un tiro en la cabeza mientras era filmado a escondidas por su camarógrafo. Las imágenes, que indignaron al mundo, significaron el retiro del respaldo del gobierno de Jimmy Carter y el fin del régimen de Anastasio Somoza Debayle.

El Frente Sandinista se creó en 1961, como tantas otras guerrillas en América Latina, con líderes marxista-leninistas, influenciadas por la revolución cubana de los hermanos Castro y la argelina contra el dominio francés. Tomó su nombre de Augusto César Sandino, quien entre 1927 y 1933 lideró una guerrilla nacionalista contra la intervención estadounidense en Nicaragua.

Pero la insurrección contra Somoza, con la colaboración de todos los sectores de la sociedad, incluida la influyente Iglesia católica y los empresarios, recién se generalizó en 1978.

La guerra civil costó más de 50 mil muertos de una población de poco más de tres millones, y 200 mil refugiados.

La Junta de Reconstrucción Nacional que asumió en 1979 fue plural: desde Violeta Chamorro, viuda del empresario periodístico asesinado, al marxista Daniel Ortega, el empresario liberal Alfonso Robledo o el socialdemócrata Sergio Ramírez.

Luego, los intentos de los sandinistas de establecer un sistema socialista provocaron divisiones internas, nuevas emigraciones y un choque entre Estados Unidos por un lado y la Unión Soviética y Cuba por otro, en el marco de la guerra fría. El presidente estadounidense Ronald Reagan ordenó financiar a la Resistencia Nicaragüense, más conocidos como "contras", que operaron a partir de los primeros años de 1980.

Ortega perdió las elecciones de 1989 ante Violeta Chamorro, quien gobernó hasta 1997. Fue sucedida por Arnoldo Alemán, un hombre corrupto que presidió el país hasta 2002, y luego por Enrique Bolaños.

Tras recuperarse de varias derrotas, Ortega asumió otra vez la Presidencia de Nicaragua en 2007, junto a una barra de amigos. Ya va por su cuarta presidencia, la tercera consecutiva, tras vaciar de contenido el sistema democrático, degradar sus reglas y despedazar a la oposición —con técnicas similares a las que utiliza Nicolás Maduro en Venezuela—. Es un nuevo Somoza, inmensamente rico, que ejerce como reyezuelo. El poder detrás del trono es la vicepresidenta: su esposa Rosario Murillo, poeta extravagante, hechicera muy temida y voz cantante del palacio. De la revolución esperanzadora de 1979 no quedan ni las canciones.

Ahora de nuevo Nicaragua está prendida fuego. Parece como si los jóvenes "nicas" pasaran, sin transición, de tolerar abusos durante décadas a la rebelión completa e instantánea. "Son muy católicos y tienen una paciencia extrema... hasta que la pierden", cuenta Butazzoni.

Aquella revolución devino en otra autocracia: una versión nueva, con ropajes modernos, del viejo coronelato latinoamericano, tantas veces repetido y tan vergonzante.

La historia de América Latina está jalonada por caudillos salvadores de la patria, frutos de una cultura esencialmente paternalista. Requiere la entrega a un Dios o a un hombre fuerte que provea y resuelva. Esa cultura de vasallaje y feligresía, en lugar de la utopía de la libertad; de masa en vez de individuo; de gobiernos totalizadores, en vez de suplementarios y revocables; está en la base de todas las desgracias, de la eterna repetición de los mismos errores y las mismas miserias.

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