En abril del año pasado, Emilio Lessa –un aficionado al avistamiento de aves, prejubilado y de 56 años–comenzó a concurrír entre tres y cuatro veces por semana al Botánico. Su objetivo eran los lechuzones orejudos, unos animales difìciles de ver por su sigilo y sus hábitos nocturnos. Durante esas incursiones, alentado por la periodicidad de sus visitas al recinto del Prado y sus 11 años de experiencia en el avistamiento de pájaros, Lessa decidió cumplir un sueño: editar la primera guía de Aves del Botánico y alrededores.
Entre las especies poco comunes que pueden avistarse en el Botánico, añade Lessa, se encuenta el gavilán chico y dos aves migratorias de invierno: el cortarramas y la calandria tres colas. Otras aves más comunes que habitan el Botánico, no son por ello menos interesantes, explica el aficionado. Así, por ejemplo, Lessa describe su fascinación por cómo la torcaza se expone al sol en pleno verano y extiende la cola y las alas para aprovechar el efecto bactericida que tienen los rayos UV.
Lessa recomienda a quienes quieran inciarse en el avistamiento de aves que no vayan sin largavistas y que agudicen su audición porque los pájaros se ven primero con los oídos. “Un buen observador de aves se define en cuatro verbos: caminar, parar, oír y ver”, asegura.
Si bien en su vida profesional trabajó en un frigorífico y luego como importador, Lessa se siente definido por la pasión que lo acompaña hace más de una década. “De las aves me gusta todo: el canto, los colores, los comportamientos. Nada existe cuando las estoy
observando. Entro en un mundo ideal”, afirma.
Lo suyo no es un hobbie sino una pasión, aclara, al tiempo que comenta que la única forma en la que se imagina llegando a viejo es con unos largavistas colgados al cuello.