Martín Viggiano

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El vino de mi abuelo

Crónica de una mañana haciendo vino en Villa Cascote, Barros Blancos
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05 de marzo de 2013 a las 00:00

Por Martín Viggiano (@martinviggiano)

Agostino (Agustín para los orientales que lo conocemos) llegó a Montevideo en 1952 proveniente de Marsicovetere (Italia), un pequeño pueblo de 5.000 habitantes que forma parte de la provincia de Potenza (región de Basilicata), en el sur de la bota. Lo hizo en el barco “Francesco Morosini”, en una travesía de 17 días que partió de Napoli e hizo escala en Portugal y Brasil. Traía, como muchos inmigrantes que llegaron por esos años al Río de la Plata, una mano atrás y otra adelante. Venía por trabajo y con el sueño de formar una familia. Y con los años lo logró.

Nunca abandonó sus costumbres. Cuando cayó en la cuenta, al poco tiempo de haber empezado a escribir su historia en Uruguay, empezó a elaborar con sus propias manos el vino para consumir a lo largo del año. Así se transportaba, aunque sea con los sentidos, al paisaje montañoso del hogar de su infancia.

Agostino es mi abuelo, y su hábito de hacer vino casero me despertó desde hace unos cuantos años la pasión por esta bebida que, como intento transmitir desde siempre, es más que una bebida alcohólica.

La receta

Es sábado de mañana en Villa Cascote (Barros Blancos) cuando llega desde Sauce (Canelones) el productor de la uva, un veterano conocido desde hace una punta de años que cada febrero abastece la materia prima. Este año, dice, la cosecha fue “muy mala” por el cambio climático. Igual, insiste, la fruta que logró sobrevivir es buena. Son 130 kilos de Moscatel y 80 kilos de la variedad Tannat. Llegan ubicadas en cajones rojos de plástico. Están en un punto de madurez óptimo. Algunos racimos de las Tannat, incluso, comenzaron a convertirse en pasas.

Con ese último dato mi abuelo ya sabe que la fruta está dulce. Por eso, decide moderar el agregado de azúcar, que luego se transformará en alcohol.

La receta del vino casero en lo de los Viggiano es muy simple: se prensa la uva, con racimo y todo, adentro de un recipiente amplio, en posición vertical. Se agrega azúcar y se deja reposar hasta que las levaduras naturales hacen su trabajo. Luego se pasa el vino a damajuanas sin tapar. Después vendrán dos o tres cambios de recipientes (proceso conocido como “trasiego”), para luego embotellar y tapar con corcho.

El productor que vende la uva trae en préstamo una herramienta muy útil para prensar la uva. Es un cajón de madera en forma de embudo que tiene dos rodillos con canaletas en su orificio inferior. Por allí pasan los racimos de uva antes de caer en el tanque de dolmenit que tiene decenas de cosechas encima. Con una manija los rodillos giran y la uva se aprieta, larga su jugo pero no se logra deshacer.

Si todo transcurre con normalidad, en junio probamos el vino de esta cosecha.

Las manos ásperas y añosas de mi abuelo acomodan la montaña de uva en el tanque. Sonríe con su cara de arrugas profundas. Tiene 79 años pero parece un niño cuando hace vino. Le pido que me cuente el secreto de la receta. Vuelve a reír y me mira. Dice que no hay misterio. Le devuelvo la sonrisa y le prometo que cuando no esté, un Viggiano quedará en Uruguay haciendo vino, aunque tenga que descubrir por sus propios medios el secreto que él no piensa develar.

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