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El virus y el deseo y El deseo desea desear

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22 de marzo de 2020 a las 05:00

Querida Magdalena:

El virus y el deseo

Deleuze se tiró desde el balcón de su casa en 1995. Tenía 70 años de edad cuando, mientras miraba el abismo, el abismo lo miró a él. Enfant terrible de la Filosofía, algunos lo acusan de ser un charlatán que sacaba sus escritos del horno antes de que estuvieran listos.

En estos días de retiro y cuarentena, he encontrado, ordenando la biblioteca de mi cuarto, un recorte del Times, escrito con motivo de su muerte. Allí leo que “Spinoza y Nietzsche le dieron… un marco en el cual la ética podía reconstruirse, no ya como un asunto objetivo sobre el bien o el mal, sino poniendo el bien y el mal al servicio de la vida humana. La afirmación de la vida (reinterpretada como afirmación del deseo) elevó a Nietzsche, a los ojos de Deleuze, por encima de cualquier otro filósofo”. En otras palabra, la filosofía de Deleuze es la prueba de que había una semilla relativista en Spinoza y en Nietzsche.

Pero no es con afán de prolongar nuestra conversación sobre Spinoza que evoco a Deleuze, sino ante la contemplación de la histeria del mundo, en estos días de incertidumbre y de muerte. Histeria también señalada por usted en su carta de la semana pasada. En esta sociedad del conocimiento y de la información, aunque el virus haya afectado materialmente a sólo una pequeña parte de la población mundial, parecería que ha infectado de miedo y de tristeza a todo el orbe. Se ha vuelto viral, también desde ese punto de vista.

No pretendo minimizar irónicamente la dimensión de nada de lo que estamos viviendo, pues yo tampoco conozco lo que Gandalf el Blanco llamaba “el final de todos los caminos”, ni cómo terminará este episodio afectando la salud, la economía o el modo de vida de los habitantes de la Tierra.

Pero en la línea de sus comentarios, Magdalena, creo que vale la pena que nos preguntemos por qué estamos viviendo estados de ánimo tan negativos.

No querría hacerle decir a Deleuze cosas que no dijo, pero creo que él tuvo la lucidez de entender la dimensión casi teológica que el deseo ha tomado en nuestra civilización. Hasta convertirse en un elemento sagrado, en criterio de verdad, en aquello único que no puede ser contradicho. El poder productivo del deseo funciona como una máquina. Al punto de convertirse en un agente autónomo que primero inspira al hombre, pero luego lo reemplaza. Simplificando mucho, podemos decir que la civilización actual ha producido una subordinación esencial del hombre a sus propios deseos -alienándolo así, en el sentido marxista del término. El yo aparece “como un residuo, como un subproducto, como un desecho, como una parte descartable” de la máquina del deseo. La conciencia de autoidentidad de la persona no es más que una ilusión burguesa -según la clásica terminología marxista en vogue en los años 70. Con el desplazamiento del sujeto, las inexorables mecánicas del deseo toman el centro del escenario.

Resulta útil pensar la crisis actual del coronavirus desde una perspectiva deleuzienne. Porque lo que nos entristece quizás no sea tanto la incertidumbre económica, o el temor a la muerte; sino la irrupción de un nuevo mundo en el que nuestros deseos no puedan ser satisfechos. No soportamos la idea de un futuro en el que no podamos inmolarnos a nosotros mismos en el altar de nuestros deseos, y aceptar que puedan ser negados nuestros antojos.

Pero esto es precisamente lo que estamos empezando a ver como una posibilidad real: el fin de aquella civilización donde la pregunta esencial sobre la felicidad se identificaba con la satisfacción acrítica de todos los apetitos. Y esa perspectiva nos resulta intolerable. Subvertiendo el texto del Evangelio podríamos decir que preferimos vivir mancos, o cojos, o tuertos a dejar sin cumplimiento el capricho más insignificante. El coronavirus ha actuado como un revelador del profundo hedonismo y del consumismo barato en el que vivimos inmersos.

Usted dirá que es demasiado fácil juzgar el mundo desde mi cómodo aislamiento, en una biblioteca del siglo XVI, a orillas del Cherwell. Que es demasiado fácil hacerse el gracioso mientras el mundo se desmorona. Pero yo creo que el mundo siempre ha estado desmoronándose. Sólo que estábamos demasiado distraídos yendo detrás de nuestros deseos, y no nos dábamos cuenta. 

El deseo desea desear

Estimado Leslie:

Cincuenta y seis años antes de quitarse la vida, Deleuze conoció a un excéntrico profesor de literatura “con aspecto alucinado, un ojo más grande que otro y los pelos de punta”. Solían caminar juntos por la orilla del mar mientras su maestro recitaba fragmentos de Los alimentos terrestres de André Gide y Las flores del mal de Baudelaire, sus grandes pasiones. Gracias a ese encuentro Deleuze experimentó una transformación: “de ahí en más dejé de ser el típico idiota adolescente”, confesó algunos años más tarde.

Casi todos hemos tenido experiencias que marcan un antes y un después en nuestra vida. Acontecimientos que echan luz sobre un camino hasta entonces ignorado pero que ahora reconocemos como necesario. Y, así, gracias a sus vivencias con aquel profesor atípico, el joven Gilles descubrió que “la enseñanza es un lugar privilegiado de contagio de deseo”.

Deleuze fue, sin duda, un Enfant terrible de la Filosofía. La prueba de esto es que mientras algunos lo acusan de ser un “charlatán que sacaba sus escritos del horno antes de que estuvieran listos”, otros coinciden con Foucault en que “algún día, el siglo será deleuziano”. Ambas perspectivas tienen su razón de ser, pero lo que casi nadie puede negar es que fue un magnífico docente. Sus clases en la Universidad de Vincennes estaban siempre repletas de estudiantes (no necesariamente de Filosofía) que venían a escucharlo hablar de Nietzsche, Spinoza, el Anti-Edipo o Leibniz. Había que retirar las mesas del salón para que entraran todos y, aún así, muchos terminaban sentados en el suelo. Es que sin importar el tema (¡cuánto menos la silla!), las clases de Deleuze eran un verdadero deleite. Al igual que Sócrates, pensaba que enseñar no es informar ni comunicar, sino formular preguntas asombrosas y dejar que la clase discurra para que los oyentes pudieran entrar en la corriente del pensamiento, cada uno a su propio tiempo. Preparaba sus clases con esmero, con el objetivo de que los estudiantes hallaran el estímulo y la inspiración para pensar por sí mismos. Sin buscarlo, sino tan sólo con sentirlo, Deleuze lograba transmitir a su público la pasión que él mismo sentía por la Filosofía. Es que él ya lo sabía: “la enseñanza es un lugar privilegiado de contagio de deseo”.

Coincido con su diagnóstico de que “la civilización actual ha producido una subordinación del hombre a sus propios deseos”. Y también con que la histeria que cunde en estos tiempos de coronavirus se relaciona con el miedo a la pérdida de poder sobre un mundo que hemos concebido, vanamente, como diseñado para satisfacer nuestros apetitos. Sin embargo, no creo que el sentido que le dio Deleuze al deseo sea el de antojo alienante y egoísta.

Tanto como síntoma de algo que nos falta, o como producción de un mundo donde nuestro deseo pueda fluir, el deseo es siempre la manifestación de una búsqueda. Este es el significado que le daban los griegos cuando lo identificaban con el amor, y concebían al filósofo como aquel que busca de la verdad, porque desea saber. El ignorante, por el contrario, no siente este deseo, pero sólo porque cree que ya sabe. Es en la ignorancia, y no en el deseo, donde se asienta el ansia de satisfacción inmediata de los caprichos irreflexivos, cebados por la ignorancia y la falsa ilusión de felicidad. 

Debemos emancipar al deseo del apetito frívolo con el que suele ser identificado en la cultura contemporánea, erigida sobre los pilares de la inmediatez y el materialismo. Por esto Deleuze afirmó que lo “verdaderamente difícil es desear”. Porque desear implica reflexionar y proyectar un mundo en el cual el mismo deseo pueda circular, como discurría el pensamiento en sus clases -cuidadosamente preparadas- en la Universidad de Vincennes.  Lo verdaderamente difícil es desear, porque el deseo (en su significado más auténtico) está alegremente condenado a permanecer siempre insatisfecho y, por eso, siempre discurriendo; hete aquí su contrariedad, pero también su plenitud, su virtud y su potencial para generar florecimiento.

De este modo, Leslie, lo que yo creo es que el mundo se desmorona porque nos empeñamos en poseer y no en desear. Como escribió Gide, “cada deseo me ha enriquecido más que la posesión, siempre falsa, del objeto mismo de mi deseo”.

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