Opinión > ANÁLISIS

Entre la corrupción y la tortura

Si alguien exalta la tortura y la gente lo vota, hay que ver por qué
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14 de octubre de 2018 a las 05:00

Las cosas no ocurren por casualidad. En los procesos históricos, políticos y sociales, siempre hay causas que producen consecuencias. Lo difícil muchas veces es lograr desentrañarlas. Los pueblos no son culpables, pero tampoco son inocentes. Sencillamente los pueblos actúan según un conjunto de elementos estructurales de su cultura y en función de las circunstancias. Lo mejor para el análisis es dejar de lado juzgamientos y calificaciones, hacer descripciones y buscar explicaciones.
Las elecciones presidenciales en Brasil tienen la peculiaridad que se desarrollan en el marco nacional, regional y global de debate sobre la corrupción en las esferas de poder, potenciado por la proscripción electoral –por vía judicial– del candidato con mayor preferencia ciudadana, bajo acusaciones de actos de corrupción.

Pero lo realmente singular es que el candidato más votado en la primera vuelta presidencial sea una persona que de manera clara y nítida hace la apología de los delitos de lesa humanidad. Esta afirmación es una mera descripción de su propio discurso, en que defiende la dictadura militar de Brasil y las del Cono Sur, así como defiende la tortura. Dos elementos clave en esa descripción es el haber hecho un brindis –en sesión del Congreso, registrado en el diario de sesiones– por los militares que torturaron a Dilma Roussef; y su lamento de que Pinochet “debía haber matado a más gente”.

Pero lo realmente singular es que el candidato más votado en la primera vuelta presidencial sea una persona que de manera clara y nítida hace la apología de los delitos de lesa humanidad.

Predomina en el mundo, al menos en Occidente, el concepto de que la gradación de los delitos y de las penas que se hace en el derecho penal refleja la valoración que la sociedad hace de la conducta de los individuos. Así en el nivel de mayor pena se sitúan los delitos de lesa humanidad, que según el Estatuto de Roma son imprescriptibles, y que conllevan la máxima pena que aplique cada Estado. La exaltación de los delitos de lesa humanidad es pues la exaltación de lo que la sociedad considera más repudiable. La corrupción (que es un concepto que abarca diferentes delitos) es una conducta menos repudiable, al menos porque no admite prescripción y que por sí no conlleva la pena máxima; y ello aún si es producto de una gran corrupción y de manera orquestada, es decir, mediante una asociación para delinquir. Que quede más claro aún: la corrupción es una conducta rechazada por la sociedad, pero menos grave que la exaltación de los delitos de lesa humanidad; así como la punga –con ser indeseada– no es comparable al estupro o el homicidio.

Antes de que se construyese la arquitectura jurídica y axiológica en torno a los delitos de lesa humanidad, más de media centuria antes del Estatuto de Roma, las potencias vencedoras juzgaron a los jerarcas del régimen nazi, una parte de los cuales incurrió en formidables actos de robo y corrupción. No fueron ahorcados por eso, sino por los genocidios, fusilamientos, torturas, es decir, por los delitos de lesa humanidad.

Si se comparte esta gradación en la escala axiológica, que deviene de la escala penal, surge una pregunta: ¿qué lleva a la mitad de un pueblo a votar a alguien que exalta lo peor de las conductas humanas? Que lo hagan los poderes fácticos (económicos, comunicacionales, militares) no es novedoso en la historia de la humanidad, ni en la mediata ni en la inmediata, ni en tierras lejanas ni en tierras cercanas. Los mercados miden valores traducidos monetariamente y no valores traducidos eticamente. Eso fue así, es así y seguirá siendo así. Tan así, que los mercados exultaron por la votación de Jair Bolsonaro y dejaron de exultar cuando dijo que no iba a privatizar la electricidad. 
Tampoco es novedoso que lo hagan los pueblos, porque también en esto hay ejemplos a lo largo de la historia. Lo que ocurre cada vez que los pueblos eligen esos caminos es la necesidad de investigar por qué van por ese camino, que nunca es la maldad de los pueblos ni el engaño de un pequeño grupo de perversos.

Lo que hay que entender es que en todo acto de seguimiento político las causas son múltiples, no son univariadas. En esa multiplicidad de causas hay de todo como en botica, muchas veces la escala gradiente que pesa sobre el individuo no es la escala axiológica sino la escala cronológica, de la mediatez o inmediatez de los problemas. Para muchos exaltar la dictadura militar es lo mismo que exaltar el magnicidio de Marco Bruto, uno y otro referido a un pasado, que no importa cuán reciente o lejano es. En cambio el reclamar dejen de robar ya es hablar del hoy y del inmediato mañana.

Lo que hay que entender es que en todo acto de seguimiento político las causas son múltiples, no son univariadas.

El robar hoy es para toda o buena parte de esa mitad, que no vuelva el PT. No importa si la gente del PT robó más, menos o lo mismo que los de los otros partidos, porque metió la mano en la lata gente de todos los partidos. No importa que Dilma Rouseff ni siquiera fue acusada de actos de corrupción personal y fue depuesta, y que Michel Temer fue acusado de actos de corrupción y mantenido en el gobierno. Lo que importa es que la imagen que se generó es que el robo político está asociado al PT y sus entornos, y que esto lo cree más o menos medio Brasil. Y no cree una falsedad, cree algo cierto; lo falso es creer que fueron los únicos.

Entonces, en razonamiento con base en aceptar como modelo de análisis las hipótesis conspirativas contra la izquierda, hay un razonamiento que las izquierdas se deben hacer en esta parte del planeta. Los poderes económicos conspiran contra las izquierda, los poderes comunicacionales también, y como en toda conspiración hay muchas exageraciones y cosas falsas. Pero hay un trasfondo de verdad, algo de verdad. Entonces, lo que las izquierdas deben reflexionar es que aunque sea una conspiración, aunque haya falsedades, la parte de verdad es verdad. Y lo otro que deben reflexionar, es que la gran bandera de las izquierdas ha sido la ética, y cuando su ética no es tan perfecta, allí es cuando la desilusión de los pueblos es mayor. 

 

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