Marines y comandos especiales estadounidenses detonan municiones de los talibanes, tras ocupar el aeropuerto de Kandahar en diciembre de 2011
Miguel Arregui

Miguel Arregui

Milongas y Obsesiones > Milongas y Obsesiones

Estados Unidos no sabe cómo salir de Afganistán

Sin el apoyo de la OTAN, el gobierno de Kabul podría caer ante los talibanes
Tiempo de lectura: -'
10 de diciembre de 2019 a las 21:52

A fines de 2001 tropas de Estados Unidos, aliadas al “Ejército del Norte”, una facción que controlaba parte del territorio de Afganistán, derrotaron a las fuerzas del gobierno de los talibanes y ocuparon Kabul y otras ciudades.

El objetivo del presidente estadounidense George W. Bush era acabar con Al Qaeda, la organización extremista islámica responsable de los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2001 contra Nueva York y Washington, y hallar a su inspirador, Osama Bin Laden. Erradicar a los talibanes del poder en Kabul era también una tentativa de impedir que Afganistán volviera a utilizarse como base para entrenar terroristas.

Los talibanes tienen una interpretación integrista del Corán, reducen a las mujeres a su hogar, practican una economía de subsistencia, y una vida social acorde, alejadas de la “contaminación” cultural y tecnológica de Occidente.

Afganistán, con sus temibles combatientes y su territorio inhóspito, ha sido tradicionalmente una tumba para soldados de imperios: desde británicos e indios en el siglo XIX, hasta los soviéticos entre 1979 y 1989 (ver la primera nota de esta serie de dos).

Dilemas estratégicos

El despliegue de una gran cantidad de infantería en Afganistán, para ocupar buena parte del terreno (ocuparlo todo es imposible), resulta una estrategia disparatada, tan exasperante como el despliegue policial estadounidense en Vietnam. Resulta extraordinariamente caro para un ejército invasor, tanto en vidas como en material, y dejará siempre agujeros por los que pueda colarse la guerrilla, que se sostiene en la población local.

Un contingente militar extranjero en movimiento terrestre es rápidamente detectado por sus enemigos. Además, Afganistán es el país del mundo con más minas antipersonal diseminadas en su territorio: unos 10 millones. Se estima que las minas provocaron una de cada tres bajas que sufrió allí el Ejército Rojo en los años ‘80.

En todo caso, las incursiones de Estados Unidos y los socios de la OTAN que intervinieron a partir de 2001 han sido pequeñas batallas precedidas por operaciones de inteligencia, con ataques aéreos e incursiones de comandos contra bases o campamentos terroristas específicos.

Convencer para vencer

La intervención de Estados Unidos y sus socios fue concebida desde el inicio como una guerra selectiva de muy largo plazo, con el imprescindible respaldo de una parte de la población local. Para eso se ha gastado mucho dinero en asistencia de todo tipo: tecnologías agrícolas, salud, viviendas, agua potable, seguridad, armamento.

Las fuerzas occidentales pueden ganar muchas pequeñas batallas, pero eso no les asegura el triunfo definitivo.

“No se puede acabar con la insurgencia matando” sostuvo en enero de 2009 el general David H. Petraeus, jefe del Comando General de Estados Unidos, en una entrevista con la revista Time. “No se puede derrotar a todo el mundo allí. Es necesario convencerlos”.

Pero las guerrillas del Talibán se han mostrado extraordinariamente resistentes. Además, los errores cometidos en bombardeos que acabaron con la vida de muchos miles de civiles inocentes, a veces se volvieron en contra de las tropas de la coalición extranjera.

Los civiles afganos también llevan la peor parte en los ataques insurgentes contra puestos de control o convoyes militares.

Si los soviéticos, con la poca importancia que daban a los “daños colaterales”, no pudieron controlar el país por la fuerza militar, seguro que tampoco podrá hacerlo Estados Unidos o sus aliados de la OTAN, sostuvo un análisis divulgado por la agencia Bloomberg en febrero de 2009. 

La violencia se multiplicó desde fines de 2006, pese a la presencia de 70.000 soldados de dos fuerzas multinacionales: una de la OTAN (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad, ISAF), y otra, la mayor, bajo mando de Estados Unidos, la llamada Operación Libertad Duradera.

Luego el presidente demócrata estadounidense Barack Obama llevó a más de 100.000 la cantidad de soldados, con la esperanza de debilitar a los talibanes y, a la vez, fortalecer al gobierno afgano con sede en Kabul.

Miliciano talibanes, uno con un megáfono y otro con un lanzacohetes

Osama Bin Laden, el archienemigo de Estados Unidos y mayor símbolo del terrorismo islámico, fue identificado en una finca de Abbottabad, Pakistán, y ejecutado en una operación comando el 2 de mayo de 2011. Fue un gran éxito propagandístico y moral. Pero la guerra afgana, que es también una guerra civil, continuó como si nada.

Mientras tanto en marzo de 2003 tropas estadounidenses, británicas y de aliados menores atacaron Irak, con el objetivo de destronar a Saddam Hussein, por sus presuntos vínculos con Al Qaeda, y para hallar “armas de destrucción masiva” que nunca aparecieron.

Los atacantes terminaron de destruir al ejército iraquí, ya vapuleado en la Primera Guerra del Golfo, capturaron a Saddam y se retiraron ocho años después. El legado fue un país partido en pedazos; no como un Estado, sino como una enclenque federación de sectas ideológicas, religiosas o étnicas, incluida la acción del ultra-radical Estado Islámico.

Los talibanes como peces en el agua

Los talibanes son duros combatientes. Parte de sus respaldos los obtienen por convicción, sobre todo en las zonas más atrasadas del país, y en parte con amenazas y ataques de represalia. 

Controlan amplias zonas rurales, incluso del vecino Pakistán, y se financian con cultivos de amapolas, que contrabandean para producir opio. También realizan ataques terroristas en las ciudades, contra fuerzas internacionales, pero más aún contra policías y militares del gobierno afgano.

El país se divide en distintas etnias y lenguas. Destacan los pastunes, que representan más del 40% de la población, los tayikos, con el 30%, los hazaras, con más del 10%, los uzbekos y otros grupos menores.

El presidente del país entre 2001 y 2014, reelegido en forma más o menos democrática, fue Hamid Karzai, un musulmán de la etnia pastún. Pero en cada familia pastún hay al menos un talibán. Los pastunes analfabetos y religiosos son el semillero de los talibanes, rechazados por los pastunes más educados. Aquellos son la mayoría, y estos, los que se relacionan con los occidentales y respaldan el gobierno. 

En esencia, Afganistán es un Estado fallido, o a lo sumo un proyecto de federar tribus. Ahora, como ocurrió siempre, el gobierno de Kabul sólo controla nominalmente el territorio. Su autoridad es relativa y fraccionada.

El país es uno de los más pobres del mundo y el analfabetismo, que el régimen Talibán estimuló al alejar a las mujeres del estudio, asciende a un asombroso 65%.

“Seamos realistas, estamos en la Edad Media”, sintetizó un oficial europeo.

Estados Unidos y sus socios retiraron el grueso de sus tropas a fines de 2014, después de montar algo parecido a un Estado central a costa de 3.500 muertes propias. Desde entonces transfirieron las responsabilidades militares al gobierno de Kabul. Sólo unos 14.000 de soldados de la OTAN se ocupan de entrenar y asesorar al ejército afgano, y, eventualmente, de realizar operaciones tipo comando.

Los occidentales buscan crear un ejército y una policía locales, más o menos eficaces y respetadas, de más de 300.000 hombres en conjunto, capaces de ocupar el terreno como representantes de un Estado.

Pero desde 2015 las fuerzas de seguridad de Afganistán han sufrido más de 30.000 muertos a manos de los talibanes, que suman hasta 60.000 combatientes fanáticos. 

Pese a que las tropas de Kabul han logrado desangrar a los talibanes, provocándoles decenas de miles de muertos, el presidente Ashraf Ghani, sucesor de Karzai, sobrevive gracias al respaldo financiero de los países de la OTAN, y a sus instructores militares. 

El 28 de noviembre pasado el presidente estadounidense Donald Trump, quien visitó sorpresivamente a las tropas en Afganistán, afirmó que “los talibanes quieren un acuerdo; nos estamos reuniendo con ellos, les estamos diciendo que tiene que haber un alto el fuego”. 
Pero en ese tembladeral nunca nada es muy claro.

La clave para terminar la guerra, o al menos mantener a los insurgentes a raya, pasa por asegurar la gobernanza y mejorar los niveles de vida de la población. Y también por combatir la corrupción, el cáncer histórico de los gobiernos de Afganistán.
 

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...