Estilo de vida > Opinión / Eduardo Espina

Fútbol, imaginación, realidad

Las palabras literarias son mucho más importantes que una pelota rodando
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07 de julio de 2018 a las 04:50
Jorge Luis Borges no entendía cómo el ser humano podía llegar a sentir tristeza o alegría por un partido de fútbol, el menos profundo de los entretenimientos. Consideraba a este deporte no como el ocio de los pueblos, sino como algo todavía peor: la mayor pérdida de tiempo. "Tiene más interés y produce mayor sabiduría mirar las estrellas en el cielo que a 22 hombres de pantalones cortos corriendo tras una pelota de fútbol, algo de mal gusto", fue lo que dijo en la entrevista que le hice en agosto de 1980, cuando la vida era distinta, pero el fútbol ya era lo que es hoy: una inmensa distracción universal que obnubila y hace que el hombre pierda millones de palabras en nada. Ante la eliminación de Argentina del mundial ruso, Borges hubiera sentido la misma descomunal indiferencia que ante el hecho deportivo puede sentir un ciudadano de Burundi o Birmania, que quizá no sabe dónde queda Argentina.

El personaje que coincidió en la realidad con la persona llamada Borges es el mismo que escribió: "La ética es una ciencia perdida. Este es un mundo de sobornos, de coimas, de amenazas. Habrá que esperar 50 o 100 años. O 200 tal vez", quien detestaba los actos colectivos masivos: los partidos de fútbol, las manifestaciones de carácter político, los desbordes emocionales por razones ideológicas. Creía, sin estar demasiado lejos de la verdad, que simbolizaban la parte más injustificable y primitiva de la condición humana. Representaban unas de las lacras visibles de todos los regímenes políticos, incluida la democracia.

Borges murió en Ginebra de cáncer de hígado, el 14 de junio de 1986. Por pocos días se quedó sin ver la mano de Maradona, no llegó a oír el relato de Víctor Hugo Morales del gol de la historia, ni conoció –se salvó– la última gran alegría colectiva que disfrutó el mundo futbolístico argentino. Borges está enterrado en Ginebra y ahí seguirá, bajo tierra y rodeado de árboles, pues el escritor argentino pidió que el descanso eterno de sus restos fuera lejos de su país natal. Se fue de Argentina para nunca más volver. Su cuerpo descansa en el cementerio de Plainpalais, cerca del lago del mismo nombre donde a los 29 años murió ahogado Percy Bysshe Shelley (1792-1822), uno de los más originales poetas románticos (hay quienes dicen que fue el poeta favorito de Karl Marx y de Oscar Wilde), cerca de donde la mujer de este, Mary Shelley (1797-1851), escribió Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), novela fabulosa –mejor, con el perdón de Boris Karloff, que todas las películas que se han hecho basadas en ella–, la cual inició la literatura gótica moderna, y cerca también de donde Lord Byron (1788-1824), por entonces en la plenitud de su fortaleza física y mental, salía cada tarde a darle de comer al deseo.

Qué tiempos aquellos, cuando la literatura moderna, llamada entonces romántica, conocía su primera infancia, afirmada entre excesos, desmesuras y ratos continuos de genialidad compartida, pues se conocían entre todos. Por lo tanto, tal como consta, Suiza no es solo el gran fabricante mundial de quesos y relojes finos, además de ser el banco universal de tanto dinero sucio y mal ganado. Además cuenta con un patrimonio de grandes historias literarias para contar. La de Borges, con su último tiempo en esta vida, es una de ellas.

Según me contó una vez Zunilda Gertel, una de las principales estudiosas de la obra de Borges y quien visitó al escritor semanas antes de que muriera, los días finales en Ginebra conocieron el horror propio de alguien que desesperadamente no quería morir y sin embargo tenía a la muerte encima recordándole a cada rato que la cuenta regresiva había comenzado. A pesar de su edad y de su enfermedad, Borges quería seguir escribiendo y dándole al mundo frases extraordinarias como las que han caracterizado su inconfundible estilo.

Borges no quería morir y, sin embargo, la muerte lo fue a visitar vestida de desolación, repitiéndole al oído por varios días seguidos que de aquella hora horrenda no saldría ileso. Debido al tipo de cáncer que lo invadió sufría de escalofríos, algo así como un "caluroso congelamiento". Aquella fiebre era helada. También allí, en ese momento incomparable, hizo literatura, su cuerpo abatido la hizo, pero de eso, de sus últimos momentos, se ha hablado poco, casi nada. No se sabe si llegó a decir "últimas palabras", ni si dijo algo, ni tampoco si pidió, como deseo final, que lo enterraran en Suiza y que no llevaran sus restos de regreso a Buenos Aires, ciudad a la que tanto cantó y a la cual no lo unió "el amor sino el espanto".

El investigador argentino Martín Hadis describe en su libro Siete guerreros nortumbrios el monumento y la lápida que sintetizan con piedra eterna y palabras el descanso eterno de Borges: "En el anverso hay un grabado de siete guerreros –la piedra de Lindisfarne– que avanzan en fila con sus armas apuntando al cielo. Debajo de ellos una inscripción enigmática en inglés antiguo: 'And ne forthedon na' (Y que no temieran), de la batalla de Maldon. Más abajo, las dos fechas 1899-1986 y una cruz de estilo celta. En el reverso –que referencia al amor y la eternidad– aparece una nave vikinga con sus velas henchidas por el viento. Sobre ella, otra inscripción en nórdico antiguo: 'Hann tekr sverthit Gram ok leggr í methal theiera bert' (Tomó la espada Gram y la colocó entre ellos desenvainada). Pertenece a la Volsunga Saga (de mediados del siglo XIII)".

Resulta difícil aceptar que Borges, alguien que escribió con maravillosa exactitud lírica –superior a la exactitud proporcionada por las matemáticas y por los veredictos seudo exactos del VAR– sobre la muerte (sus mejores poemas, cuentos y ensayos hablan de esta), haya sentido extrema vulnerabilidad ante la llegada del fin, ante la disolución del cuerpo. Qué diferente fue el final de su vida al del valiente personaje de El sur, que encontró en la muerte el cumplimiento de su más ancestral deseo, el de sentirse quien quería ser.

Qué diferente puede ser en ocasiones la ficción de la realidad, y la visión del mundo de un escritor y la de sus personajes. Borges es un ejemplo perfecto al respecto. De esta forma termina El sur, cuento extraordinario: "Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado: Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura".

Los escritores imprescindibles son aquellos cuya literatura sirve para entender, en la medida de lo posible, los mejores y los peores momentos de la vida, aquellos protagonizados por el amor y la muerte, también por la llegada de la vejez, nunca por el fútbol y sus pasajeros bullicios. Hay en esas complejas literaturas, tan de alguna parte como muy universales, lecciones de vida, oro en polvo y palabras que nunca tienen en cuenta a los resultados deportivos.

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