Opinión > COLUMNA/ EDUARDO ESPINA

Glich: La joya escondida de Netflix

La tercera y última temporada es la conclusión de una serie muy notable
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02 de noviembre de 2019 a las 05:01

El sueño humano por alcanzar una vida eterna es más viejo que el hilo negro. En tiempos pre-cristianos, dioses y héroes eran propensos a varias reencarnaciones. Vivían en una resurrección permanente. Solo ellos podían. La muerte era tan solo una fina línea fronteriza que separaba dos realidades no auto-excluyentes. Morir era como ir del living a la cocina y regresar. La vida materializaba un lugar de tiempo reversible en cuya duración la noción de finitud y permanencia intercambiaban papeles. En ese acto de ventriloquía era imposible saber cuál de las dos hablaba. ¿O hablaba la vida a través de la muerte, y viceversa? La pregunta se ha venido reproduciendo con insistencia a lo largo de la historia de la imaginación humana, la cual incluye la generación de diferentes realidades religiosas apuntaladas por ese extraño sentimiento llamado fe. 

La historia de Lázaro es de las más extraordinarias del Nuevo Testamento, no solo por ser revivido, sino porque consolida el triunfo de la fe sobre la noción de fin definitivo. A la afirmación de Eclesiastés 9:4-16, “Mientras hay vida hay esperanza”, se suma otra: “Mientras haya fe la muerte no triunfará”. La parábola del “buen ladrón”, tal cual la relata San Lucas en su evangelio, resulta concluyente al respecto. Cuando el hombre crucificado con Jesucristo le dice a este: “Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí”, tiene la siguiente respuesta: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.”  La vida no se acababa en la cruz, ni el pasaje de la vida a la muerte incluía lapsos de interrupción. Perduramos en una continuidad. Ni esta vida es la única, ni la definitiva. 

Nadie nunca muere del todo, porque entre la vida y la muerte no hay antítesis. Con esa premisa en mente, y sin la intermediación de un Caronte que cruce a los seres de una orilla a otra del río Estigia, de esta realidad al Hades, los australianos, que parecen vivir en otra dimensión de tan lejos que está su país, han creado Glitch, una de las mejores historias sobre los muertos vivientes. Sobre quienes se fueron a donde nadie regresa vivo y han vuelto para recuperar su vida anterior, dándose cuenta pronto que nada nunca es lo mismo, ni siquiera la propia existencia de uno cuando el tiempo ha pasado. 

A partir de White Zombies (1932, y que en el mundo hispano se exhibió con el insólito nombre de La legión de los hombres sin alma), considerada la primera muestra del género, las películas y series sobre zombis han sido constante en el cine y la televisión. Una filmografía con aspiraciones de rigor permitiría incluir en la lista no menos de 200 películas y series realizadas hasta la fecha. Tantas han sido, y con tantísima repetición de temas, personajes y clisés narrativos, que hasta el más fanático de los zombi-fans podría preguntarse: ¿Qué más puede decirse que no haya sido dicho, qué novedad puede ser aportada al género, aparte de los zombis post-apocalípticos con mensaje político incluido?  Parecía que con The Walking Dead, el “mundo zombi”, con su saga de delirios y exaltaciones anatómicas, estaba agotado, sin espacio para la innovación. No obstante, Glitch demuestra que puede haber otra vuelta de tuerca.

En mi balance anual de lo mejor en cine, literatura y televisión, y que este venidero diciembre cumple 25 años en El Observador, consideré a Glitch como una de los tres mejores novedades televisivas de 2018. En ese año se estrenaron, una tras otra, la primera y segunda temporada de la serie realizada por la televisión australiana. La que acaba de llegar a la programación de Netflix es la tercera, con la cual concluye la saga. Los productores han tenido el buen tino de no agregarle más agua a la sopa. La terminan en su plenitud. La conclusión y posdata de Glitch no defraudan, por el contrario, dejan al televidente con ganas de más, pues, a fin de cuentas, el enigma que relaciona a la vida con la muerte nunca quedará resuelto, ni siquiera, quiero creer, en la siguiente vida. Nadie al menos ha regresado a explicarlo.

A diferencia del 95 por ciento de las series televisivas, aquí la muerte no es aliada de una grandilocuencia epidérmica, en tiempo condicional, en la que predominan la sangre y los cuerpos agujereados por las balas, esto es, violencia gratuita que ni siquiera una buena envoltura puede disimular. Glitch, por el contrario, es un viaje a la intimidad del miedo a la muerte, explicado por los muertos –que han ido y vuelto– a quienes siguen vivos y luchando para no cambiar de condición. La serie tiene al respecto escenas notables. Una de ellas es ejemplarizante en varias direcciones. Una enferma de cáncer terminal de mama, que hace el intento final por derrotar a la muerte, tiene una conversación con una médica, que murió de la misma enfermedad, y que ahora, tras haber resucitado, está intentando salvarla. Pero lo que importa de la escena, lo verdaderamente importante, no es la tan común y engañosa retórica de la esperanza por la esperanza misma (del tipo, “debes luchar hasta fin”), sino el énfasis en la aceptación de la brevedad de la existencia. Algún día todo puede acabarse y hay que aceptarlo. Por difícil que sea, la aceptación sintetiza el sentido de la vida. Es, y de más está decirlo, un instante televisivo conmovedor, cuando el entretenimiento alcanza la condición de arte al instante y logra emocionar mediante la inteligencia puesta al servicio del espíritu. Resuena de fondo la voz de Santa Teresa de Jesús al afirmar: “Vivir la vida de tal suerte que viva quede en la muerte”. Si ahora mismo tuviera que hacer un ranking de las mejores escenas de televisión de 2019, esta figuraría en uno de los puestos más altos. 

Tan acertada es Glitch, que se hace fácil obviar aquellas instancias en que el libreto –tal vez por enfocarse más en el tema de fondo que en las formas de contar la historia– parece ir a la deriva, posponiendo sin justificantes la resolución del enigma, sobre todo en la tercera y última temporada, la cual podría haber tenido un desarrollo narrativo menos apresurado y de mayor extensión, es decir, con menor cantidad de pistas resueltas de apuro. De principio a fin de la serie hay una gran interrogante que nunca deja de estar presente: ¿Por qué los muertos han regresado? ¿Cómo es que pudieron? Quizá la conclusión no dé una respuesta, o tal vez sí, o bien corresponde a cada espectador responder a las interrogantes que se superponen sin quedar resueltas.

Los muertos que regresan no responden a una única caracterización. Algunos en su vida pasada mataron a alguien, y otros han muerto en estado de inocencia. Una cosa los une: todos –salvo uno– recuerdan las causas de su muerte y los instantes finales de su vida. Ajustándose a los dictados de la memoria, encajan en un patrón único que justifica el hecho de haber regresado resurrectos. A todos los guía la necesidad de saber para qué han vivido, cuál fue el propósito de sus vidas, de su pasaje por este mundo, porque nada peor que morir sin saberlo. Por ese no tan insignificante motivo han vuelto, por más que para algunos de ellos ya es tarde para aprender a pasar la vida simplemente viviendo. 

Desde Sexto sentido (1999), no llegaba a la pantalla, grande o pequeña, una historia sobre el pasaje de la vida a la muerte (y viceversa) tan bien argumentada, con personajes interesantes y con una profundidad de perspectiva original, adulta y visionaria, cuyo objetivo de fondo es saber cuál es el sentido de la vida, porque alguno, por más ignoto que sea, debe haber. La temporada final de Glitch es corta, ideal para llevar a la práctica un binge-watching, esto es, un atracón de todos los capítulos en un solo día, incluidos los de las dos primeras temporadas. La unidad narrativa de la serie es tan sólida y compacta, que el tiempo, como si fuera el de la vida, se pasa volando.  

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