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Jorge Franco: "Medellín enfrentaba a la muerte violenta y al mismo tiempo celebraba la vida"

El escritor colombiano habla de la transformación de su país luego del pasaje de Escobar, del auge de la temática "narco" y de su amor por Juan Carlos Onetti
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24 de noviembre de 2020 a las 05:01

Jorge Franco vive hace veinte años en Bogotá, pero respira Medellín. La ciudad que lo vio nacer –que se ha metamorfoseado con el correr de las décadas y ha cambiado su matriz al punto de pasar de ser una de las más violentas del mundo, a ser una urbe modelo– transpira en las páginas de sus libros y expone historias de amores, armas, mafias, rencores, drogas y fiestas en tramas que bien podrían haber salido de una película de algún Tarantino colombiano y que lo pusieron en la lista de los grandes cronistas literarios de su ciudad y país. Al punto que alguna vez Gabriel García Márquez lo dejó atónito cuando le dijo al pasar que era uno de los escritores colombianos "a los que le pasaría la antorcha".

Es en esa estela, en esa herencia bien colombiana, donde se ubica El cielo a tiros (2019), la última publicación de Franco y una historia que habla de la “resaca” que quedó luego de la lucha contra el narco y Pablo Escobar. El libro es también una crítica a cómo se paró Colombia después y completa una especie de trilogía involuntaria sobre la historia de Medellín que podría estar compuesta por El mundo de afuera (Premio Alfaguara 2014), Rosario Tijeras y la mencionada novela.

Aislado por la pandemia pero sin cambiar su rutina –“los escritores siempre vivimos en aislamiento”, dice a través de la pantalla– el autor de 58 años adelanta algunos de los temas de los que hablará en una serie de charlas para Uruguay organizadas por la Embajada de Colombia y, sobre todo, deja en evidencia su amor por Medellín. Una ciudad compleja, que vivió episodios durísimos, que hoy es ejemplo y que, aún lejos, Franco vuelve siempre. No la vive, pero la respira. Y la escribe.

Su llegada virtual a Uruguay se enmarca en un plan de promoción de Colombia, y es interesante esa utilización de la figura del escritor como embajador. ¿Usted se siente así? ¿Cuándo sintió que, por lo que escribía, hablaba en nombre de su país?

Siempre he tenido la sensación de que la literatura es el alma de un país, lo que realmente muestra el sentir de una nación. Por eso siempre he creído que no hay una mejor manera de entrar de lleno a una idiosincrasia como cuando se ingresa a través de los escritos. Yo he leído casi toda la obra de Juan Carlos Onetti y lo hice antes de visitar Uruguay. La primera vez que llegué al país, y cuando fui al centro de Montevideo y entré a las oficinas, a los edificios, sentí que podía ver ese mundo que él me había presentado en sus libros. Sentía que ya había estado allí. Y eso nos pasa con muchísimos autores. Particularmente, uno empieza a sentirse embajador cuando a le unen la nacionalidad con el nombre en casi todas las notas de prensa o presentaciones, y empiezas a tener consciencia de que eso tiene un significado, que no es gratuito. El título no oficial de embajador se siente cuando hablás en nombre de una cultura y de una idiosincrasia particular, y cuando lo que dices tiene resonancia.

¿Cuándo llegó a Onetti y qué lo atrajo de él? No es la primera vez que menciona la importancia que tiene para usted en una entrevista.

Derivó de mis estudios de literatura en la universidad. Creo que en el colegio nos habían puesto a leer El astillero, pero como casi toda lectura del colegio no me despertó ni mucho interés, ni curiosidad. La obligatoriedad de la lectura me molestaba, sobre todo porque leía mucho desde muy niño y que me la impusieran no me gustaba. Cuando entré a estudiar literatura, cuando ya tenía la inquietud de la creación literaria, comencé a leerlo otra vez y encontré un material clave para mi proceso de aprendizaje. Hay un aspecto muy puntual y magistral en Onetti que es su relación con los personajes, la forma en que los describe. Onetti no es un escritor que entre en detalles minuciosos para crear un personaje, pero a veces con una sola frase ya lo tienes en la cabeza. Me parece interesante porque además creo que era un poco despiadado con ellos; nunca les permitía la felicidad, casi que los apartaba del triunfo. Los acercaba, los iluminaba, y de repente los regresaba al margen, a ese mundo tan gris. Sentía que podía aprender muchísimo de él. También de la construcción literaria de un espacio que hizo en Santa María, como también lo hizo García Márquez en Macondo, Faulkner en Yoknapatawpha, Rulfo en Comala. Hay autores a quienes considero maestros, y entre ellos está Onetti.

Hablando de espacios literarios, en su obra la ciudad de Medellín tiene un peso enorme. La ha abordado en varias de sus etapas, antes, durante y después de la época del cartel de Escobar. ¿Qué gravitación tiene ella en usted?

Es una ciudad que ha estado ahí desde mis comienzos como escritor, sin proponérmelo y de manera natural. Si bien la presento de manera contundente en Rosario Tijeras, antes solo había escrito algunos relatos donde podías sentirla pero no era protagonista. Pero a partir de esa historia se me impone ella y su historia, que es compleja, difícil, dura. Creo que suele pasar que los escritores quedamos aferrados al mundo de la infancia, y supongo que es porque es cuando comienzas a conectarte con la vida, a echar raíces, cuando comienzas a ver el mundo desde ese lugar. Ahora vivo en Bogotá desde hace unos cuantos años, pero sigo regresando a Medellín; ahí tengo mis cosas, mi familia, mis amigos, mis raíces. Se me ha impuesto literariamente muy a mi pesar porque como ejercicio he querido dejarla a un lado para entrar en historias diferentes contadas en otros lugares. Ya hace veinte años que estoy en Bogotá y no logro que esta ciudad entre en mis historias; se me impone siempre Medellín. Y lo digo de una forma afectiva, porque me ha dado mucho. Hasta ahora me pasa que mis relatos me piden esa geografía, ese acento, esa cosa tan fuerte que tiene la ciudad. En ese sentido, he tratado de plantear en mis libros diferentes momentos de su complejidad. Quería contar mi ciudad a través de diferentes momentos y personajes, y así abarcar sus matices.

A lo largo de sus libros sobre Medellín se nota, por ejemplo, una transformación en el concepto que tienen sus habitantes de la muerte. Un personaje de El cielo a tiros se pregunta en un momento: “¿Será que ellos sí se morirán de viejos?”.

Es que durante décadas hemos tenido un contacto directo con la muerte, y sobre todo con la muerte violenta. En el peor momento, el valor de la vida llegó a un punto deplorable, al punto de que la vida de una persona podía valer 10 o 50 dólares. Hay anécdotas que hablan de personas que morían porque simplemente un chico de las pandillas quería saber cómo funcionaba su arma. Y era paradójico, porque el valor de la vida se vino a cero, pero al mismo tiempo empezamos a valorar cada momento. Cada instante que pasábamos en Medellín cobraba mucha fuerza, era una ciudad que enfrentaba constantemente a la muerte violenta y al mismo tiempo era muy vital, celebraba la vida, la buscaba. Medellín además se manifestó culturalmente de manera muy potente, con muchos autores, libros, publicaciones. Funcionó como una reacción ante ese valor mínimo de la vida. Se trataba de balancear una balanza que se inclinaba siempre a la violencia. Porque en el mundo de las pandillas los chicos tenían una frase de cajón que decía "no importa cuánto se vive, sino cómo", y morían muy jóvenes. Cuando me tocó investigar para Rosario Tijeras fui varias veces al cementerio central de Medellín, y me encontré con tumbas de adolescentes de 15 o 17 años, cientos de ellos. Por eso morir de viejos en ese medio era un privilegio. Ni siquiera el mismo Pablo Escobar, un personaje tan mitológico y poderoso, llegó a morir de viejo. Tenía muchísima fuerza y poder, llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo, y murió asesinado en un techo sin llegar a los cincuenta años.

Le preguntaba por el peso de su ciudad y aquellos años en su literatura, pero claro: es casi lógico que esas situaciones hayan terminado en el papel.

Es que te hace plantearte muchas cosas: el trabajo, tu permanencia en la ciudad, te planteabas la posibilidad de formar o no una familia. Yo me fui de Medellín a Bogotá en los 90 y salí agobiado; era difícil ser joven. Querías salir en la noche, enamorarte, tomarte unos tragos, pero era peligroso. Un par de veces me tocó botarme al piso porque se armaba una balacera en un bar. A todo eso le fui encontrando una respuesta, y creo que todos lo hicimos: de verdad valía la pena seguir adelante. La muerte de Escobar fue muy significativa para Colombia. Es muy triste que una muerte violenta se convierta en un elemento importante de tu vida, pero así pasó. Era algo que parecía imposible, era impensado. Fue un punto de quiebre en nuestra historia, la posibilidad de empezar de nuevo. Fue una oportunidad para replantearnos todo lo que pasó. Vimos que se podía y logramos transformar la ciudad en muchos aspectos positivos. Hoy Medellín muestra otra cara, a mucha distancia de aquellos años 80 y 90. No sé cómo se percibe a nivel internacional, pero a nivel nacional es una ciudad modelo. Los cambios se dieron a partir de la cultura y la educación. Es una ciudad con enormes bibliotecas, por ejemplo. Muchas son como oasis en sectores marginados, donde un niño que vive en una casa de cartón puede encontrar refugio allí. Se trató de darles la oportunidad a los más jóvenes, que fue donde comenzó el problema. Si bien la tarea está pendiente y hay cosas por hacer, se ha hecho mucho para evitar que la historia se repita.

¿Qué desafíos se pone como escritor a la hora de hablar de estos temas cuando la temática “narco” abordada desde un perfil hollywoodense se ha convertido en una tendencia de, por ejemplo, las series de televisión?

Es un tema muy sensible porque dejó muchísimas víctimas y familiares que las sobreviven. Todavía hay sectores que se oponen a la exposición del tema en el cine, la literatura o la televisión porque es una problemática que nos ha dejado una imagen difícil de superar como nación, y muchas veces se aduce que estos contenidos solo siguen cultivando eso. Y en muchos casos tienen razón; hay una apología de estos delincuentes. Por eso, uno de los grandes retos es tratar de encontrar un tono neutral, una posición que permita hacer una radiografía de lo sucedido y tratar el tema con sensibilidad y respeto. Yo soy un defensor de la idea de que todo país y cultura tiene el derecho de contarse a sí mismo. Eso ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad y la literatura, cada nación cuenta sus errores, las fisuras, el dolor. Es una manera de mirarnos a nosotros mismos y de entendernos. Porque cuando escribo no estoy dando una explicación; estoy tratando de encontrar una respuesta a preguntas que tenemos. Y eso es un derecho universal que nos ha dado el arte y no debemos avergonzarnos. Es normal sentir fascinación por un universo que en ocasiones es absurdo o que raya con lo mitológico, pero creo que hay que lograr contener la historia y los personajes en un punto donde no sean los héroes. Creo que en Medellín se comenzó a proclamar un discurso equivocado sobre quiénes eran los protagonistas de nuestra historia. Y ahí es donde entra la figura del Escobar que se muestra como un héroe, un salvador. Sí, él llenó unos vacíos que tendría que haber llenado el estado o la sociedad, y hábilmente se metió en esos vacíos para ganar simpatía, pero eso tuvo un precio muy alto. Por eso necesitamos un discurso que invite al diálogo, a la reflexión.

Su obra ha estado vinculada fuertemente a la pantalla, usted mismo estudió cine en Londres y ha participado de adaptaciones. ¿Qué tanta influencia tiene eso a la hora de pensar las historias?

Cuando escribo no me imagino que una historia pueda llegar a ser adaptada. Simplemente me concentro en las herramientas literarias, en encontrar las palabras, en la construcción de los personajes. Pero en el inconsciente está la influencia cinematográfica que incluso no está relacionada exclusivamente con haber estudiado cine, sino a que pertenezco a una generación muy influenciada por el audiovisual. Tengo un gusto por el cine desde niño, una afición que mantengo y por eso creo que el audiovisual se nos ha metido por los poros y se deja ver en la escritura. Ese matrimonio entre el cine y la literatura es muy antiguo, y siento que al momento de escribir estoy metido en la creación literaria pero tal vez el detalle, la manera en la que describo, quizás sí sean cinematográficas. También me han dicho que algunas escenas son medias shakespeareanas y es posible, porque lo empecé a leer a los 15 y me lo devoré. Para mi es otro de mis maestros. A lo mejor sí, a lo mejor yo soy todas esas influencias que leía o veía de niño o joven, cuando ni siquiera pensaba en ser escritor. Quizás todo eso va quedando por ahí. Y al final, sale.

Dos charlas

Franco protagonizará un par de charlas en estos días en Uruguay de manera virtual. La primera será este miércoles a las 18 horas y consistirá en una charla sobre la obra del autor entre él y la escritora y periodista Carolina Zamudio. La segunda será una charla producida en conjunto con la Escuela de Cine del Uruguay sobre la relación entre cine y literatura, en la que Franco conversará con el coordinador General de la ECU, Enrique Buchichio. Sera el viernes 4 de diciembre a las 17 horas. Los interesados para cualquiera de las charlas pueden escribir a [email protected]

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