Milton Friedman (1912-2006), docente de la Universidad de Chicago y Nobel de Economía, es el otro gran pope de la economía del siglo XX, aunque desde una radical ortodoxia liberal, tanto que consideraba ingenuo al keynesianismo.
El líder del Partido Colorado y canciller Ernesto Talvi, quien tiene precisamente un doctorado en economía por la Universidad de Chicago, respondió cuatro días después en el programa “En la Mira”, de VTV: “El Estado juega un rol fundamental cuando hay una crisis sistémica”, porque para eso se lo han dado los individuos, y “ni Friedman” lo negaba. Pero “es un sinsentido (plantear un dilema Keynes-Friedman). Con todo respeto lo digo. Yo no me meto en los temas militares, esto es un tema económico. El debate Keynes-Friedman está superado hace 40 años”.
De hecho, John Maynard Keynes (1883-1946) escribió mucho, y dijo muchas cosas: a veces claras, otras veces confusas, a veces contradictorias, aunque siempre con elegancia, de tal forma que, como casi nadie lo lee, sirve tanto para un fregado como para un barrido.
El célebre político y escritor británico Winston Churchill dijo de él: “Si usted pone dos economistas en una habitación, obtendrá dos opiniones diferentes; a menos que uno de ellos sea lord Keynes, en cuyo caso usted tendrá invariablemente tres opiniones bastante diferentes”.
El Keynes que más gusta
John Maynard Keynes concluyó entre las décadas de 1920 y 1930 que el capitalismo era básicamente inestable, contrariando la teoría clásica del equilibrio natural de los mercados, y que por lo tanto había que ayudarlo. En tiempos de crisis, como fue la “Gran Depresión” internacional de la década de 1930, era preciso impulsar el gasto público global en bienes y servicios, una “demanda agregada” artificial, mediante deuda y rápidas inyecciones de papel moneda, para que los millones de obreros parados volvieran a trabajar.
Keynes también propuso extender el “Estado de Bienestar” —iniciado en el norte de Europa y Estados Unidos a fines del siglo XIX, que procuraba satisfacer necesidades básicas de toda la población, empezando por pensiones y seguros— a costa de más impuestos y nacionalizaciones. Pero no presentó gasto sin financiamiento, necesariamente, sino mediante más recaudación y más crédito. (Incluso llegó a plantear que Gran Bretaña pagara el desastre de la Segunda Guerra Mundial, que la dejó en quiebra, con más imperios en África, a costa de los derrotados Italia y Alemania, aunque ya entonces el colonialismo era más un problema que una oportunidad).
Una anomalía del keynesianismo fue que muchos gobiernos, sobre todo latinoamericanos, confundieron el financiamiento propuesto por Keynes con emisión de montañas de billetes nuevos, con lo que crearon enormes hogueras de inflación, que hundieron sus economías.
Los pavorosos daños que la pandemia de coronavirus está provocando ahora en todo el mundo resucitan a Keynes, como ocurre cada tanto, en tiempos difíciles. La Reserva Federal o el Banco Central Europeo ofrecen enormes créditos a pagar después, en parte mediante inflación. Y el derrumbe de grandes empresas, como las aerolíneas, abre la puerta en Europa y Asia a una nueva ola de nacionalizaciones.
En realidad muchos políticos, obligados a obtener éxitos en el corto plazo, adoran la parte de Keynes que proponía expansión del gasto público sin preocuparse mayormente por las consecuencias.
El keynesianismo, que se describe en los siguientes artículos, fue ampliamente probado en el mundo, hasta bien entrada la década de 1970; o al menos esa parte del keynesianismo. En 1976 el primer ministro británico James Callaghan, del Partido Laborista, admitió: “Solíamos pensar que siempre podríamos salirnos de una recesión gastando dinero y aumentar el nivel de empleo rebajando los impuestos y expandiendo los desembolsos. A fuer de sincero, les aseguro que esa opción ya no existe, y que, en la medida que jamás existió, solo funcionó inyectando mayores dosis de inflación en la economía a lo que siguieron siempre mayores niveles de desempleo. Esa es la historia de los últimos 20 años”.
Ese naufragio de Gran Bretaña y otros Estados occidentales, incluido Estados Unidos en los años ‘70, entre el estancamiento y la inflación —“estanflación”—, estuvo en la base de la restauración neoclásica y conservadora de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989).
Milton Friedman y otros popes de la escuela neoclásica desplazaron a Keynes, y dieron nuevos bríos al capitalismo, ante el tambaleante “socialismo real”.
Las consecuencias de Versalles
El tratado de Versalles de 1919, que las potencias vencedoras impusieron a Alemania tras la Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial, fue más una venganza, del tipo que Roma impuso a Cartago, que un arreglo para una Europa armónica de futuro.
Fue un pase de toda la factura a los perdedores, y también un cínico arreglo neocolonial, sobre todo para Gran Bretaña y Francia.
Muchos jóvenes brillantes que acompañaron a sus dirigentes a las conversaciones celebradas en el magnífico palacio cercano a París se mostraron indignados.
Así, por ejemplo, el periodista estadounidense Walter Lippmann escribió que el tratado era profundamente antiliberal. Y William Bullitt, quien sería el primer embajador estadounidense ante la Unión Soviética, escribió a su presidente, Woodrow Wilson: “Nuestro gobierno ha de aceptar la entrega de los pueblos maltratados del mundo a nuevas opresiones, a nuevos sometimientos y divisiones, es decir, a un nuevo siglo de guerra”.
Entre esos jóvenes destacaría particularmente un liberal inglés, hijo de la aristocracia intelectual del país: John Maynard Keynes, cuyas ideas económicas tendrían mucha influencia entre las décadas de 1930 y 1970.
Este sagaz docente de la Universidad de Cambridge, que poco sabía de asuntos como etnias y nacionalismos, sin embargo “poseía una profunda comprensión de los aspectos económicos de la estabilidad europea, un aspecto ignorado por la mayoría de los delegados” en Versalles, escribió el historiador conservador británico Paul Johnson. “A su entender, una paz duradera dependería de la rapidez con que el acuerdo permitiera que se restablecieran el comercio y la manufactura, y creciese el empleo”.
Keynes insistió que las reparaciones de guerra que Alemania impuso a Francia tras derrotarla en 1871, y que ahora se volvían en su contra como un calco, en realidad habían perjudicado a ambos países.
“Si se quiere ‘ordeñar’ a Alemania, ante todo es preciso abstenerse de arruinarla”, escribió. Y proponía que Estados Unidos y Gran Bretaña financiaran la recuperación europea, su comercio y su industria —al modo del Plan Marshall que tres décadas más tarde levantaría a Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial.
Keynes renunció a su puesto en la delegación británica en Versalles, para alivio de sus colegas pacifistas y bienpensantes de Cambridge, cuya opinión era muy importante para él.
Keynes era ilustrado, sofisticado, un esteta y un homosexual proclive a las sociedades discretas; amaba el mundo de la banca, las finanzas y la política, y también sabía vender su imagen.
En los últimos días de 1919 publicó un libro que sería muy citado: “Las consecuencias económicas de la paz”, que contenía unas cuentas afirmaciones dudosas o irrelevantes, pero también un poderoso pronóstico: que la venganza de Versalles azuzaría el revanchismo del orgulloso pueblo alemán, y sentaba las bases para una futura guerra.
“No les interesaba la vida futura de Europa; no les interesaban sus medios de vida —escribió Keynes—. Sus preocupaciones, buenas y malas, se referían a las fronteras y a las nacionalidades, al equilibrio de las potencias, a los engrandecimientos imperiales, al logro del debilitamiento para el porvenir de un enemigo fuerte y peligroso, a la venganza, y a echar sobre las espaldas del vencido la carga financiera insoportable de los vencedores”.
No restaurar una civilización próspera y liberal en el centro de Europa era un formidable regalo para el nacionalismo alemán. “Si aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”, pronosticó.
Próximo artículo: Keynes y Winston Churchill, un duelo de gigantes; la hiperinflación alemana y el repentino encanto del fascismo y el comunismo.