Firma del tratado de Versalles en el Salón de los Espejos, 28 de junio de 1919 (Encyclopædia Britannica, Wikipedia)
Miguel Arregui

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La conferencia de Versalles, interludio para otra guerra

A un siglo de un tratado que redibujó el mundo y mantuvo la olla hirviendo (I)
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29 de enero de 2020 a las 05:04

Alemania no era el mejor lugar del mundo en 1919. Derrotada en una larga guerra total, entre la hambruna y la revolución, esa nación orgullosa supuraba resentimiento. Y encima los vencedores, tras reunirse durante meses en el palacio de Versalles, la antigua residencia de los reyes franceses cerca de París, le impusieron pesadas cuentas y condiciones.

El Tratado de Versalles, o al menos sus cláusulas punitivas, comenzó a regir el 10 de enero de 1920, hacen ahora 100 años. 

El fin de la Gran Guerra y su precio

A fines de 1918, después de más de cuatro años de guerra, el ejército alemán, de nueve millones de hombres, había vencido en oriente a los rusos, pero estaba al borde del colapso en occidente, en campos y pueblos de Francia y Bélgica, donde enfrentaba a franceses, británicos y estadounidenses. 

En noviembre, tras la caída de la monarquía y la fuga del káiser Guillermo II, cuando algunas guarniciones de marinos se sublevaban, los mandos militares exigieron al nuevo gobierno socialdemócrata en Berlín que solicitara un armisticio para evitar una catástrofe. 

Los partidos democráticos deberían cargar con la responsabilidad de acabar una guerra que habían iniciado los militares y los señores del imperio.

Después de rápidas negociaciones, los alemanes aceptaron deponer las armas y pagar indemnizaciones por daños de guerra, pero en condiciones de cierta benevolencia, según la oferta en “14 puntos” del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Éste, un universitario liberal, había propuesto meses antes la retirada alemana de los territorios ocupados, la aplicación del principio de la autodeterminación de los pueblos, incluso en el multiétnico imperio austrohúngaro, aliado de Alemania, y la creación de una Liga o Sociedad de Naciones para asegurar la paz futura.

Pero entre la rendición alemana y la firma del tratado de Versalles pasarían casi ocho meses, en los que la conferencia internacional fue tomando un mayor sesgo revanchista. El costo del armisticio aumentó verticalmente para los alemanes. 

Delegados de más de 50 países participaron de la conferencia en Versalles, incluido Uruguay, que fue representado por su ministro de Relaciones Exteriores, Juan Antonio Buero, un joven diplomático de 31 años. Pero el poder real lo ejercieron el primer ministro británico, David Lloyd George, su par francés, Georges Clemenceau, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, y, en mucho menor medida, el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando.

Los alemanes descubrieron que no estaban para negociar nada, sino para aceptar. Hasta el escenario, el palacio de Versalles, donde los prusianos habían proclamado su imperio tras la derrota francesa en 1871, formaba parte de la humillación. (Adolf Hitler se vengaría a su vez en 1940, al hacer firmar la rendición a los franceses en el mismo vagón de ferrocarril en el que los alemanes habían firmado el armisticio de 1918, y en el mismo lugar: un bosque cercano a Compiègne).

Caída de tres imperios y los fuegos nacionalistas

Las fronteras de Europa y otras zonas se redibujaron profusamente en Versalles tras el desmembramiento de tres grandes imperios: el ruso, el austrohúngaro y el turco. Así se destapó una olla que aún hierve en el siglo XXI. 

El imperio austrohúngaro, de la dinastía de los Habsburgo, que dominó Europa central durante cinco siglos, albergaba una docena de nacionalidades distintas. A fines de 1918, cuando se desmoronó militarmente, de entre las ruinas emergieron por separado Austria, Checoslovaquia, Yugoslavia y Hungría, que perdió dos tercios de sus territorios.

Los conservadores y nacionalistas rusos habían confiado al inicio de la guerra, en el verano de 1914, que la debilitada monarquía levantaría cabeza por el fervor patriótico. Pero las severas derrotas sufridas en el campo de batalla ante los alemanes y austrohúngaros, debido a carencias industriales y de mando, derrumbaron al régimen y al imperio. 

Entrar en la guerra fue el gran regalo que el zar Nicolás II hizo a sus enemigos republicanos y revolucionarios.

La monarquía rusa cayó en febrero de 1917 y el gobierno quedó en manos de una inestable coalición entre revolucionarios de izquierda y liberales nacionalistas encabezados por Alexandr Kerenski. A partir de octubre los bolcheviques liderados por Lenin lanzaron un putsch que derivó en una sangrienta guerra civil. Firmaron la paz en Brest-Litovsk, en marzo de 1918, donde entregaron enormes territorios y permitieron a los alemanes concentrar sus fuerzas en Francia. Pero, a cambio, quedaron con las manos libres para la lucha interna.

Entre 1918 y 1920 el Ejército Rojo, liderado por León Trotski, venció a una constelación de enemigos: rusos “blancos”, finlandeses, checoslovacos, serbios y polacos, además de cuerpos expedicionarios enviados por Francia, Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos. 

La guerra civil rusa seguiría hasta 1923, pero la suerte estaba echada ya a principios de 1920.

La revolución rusa y la posterior derrota alemana condujeron a la independencia de Finlandia, Letonia, Lituania, Estonia y Polonia (cuyo territorio estaba dividido entre Austria y Rusia).

Mientras tanto Turquía, donde el sultán sería derrocado por los republicanos de Atatürk, perdió todos sus territorios árabes.

Las tribus árabes, que habían colaborado con los británicos en Mesopotamia y Palestina contra los turcos, se sintieron frustradas al no obtener su independencia. Londres y París se habían repartido Cercano Oriente en secreto en 1916, con los acuerdos Sykes-Picot: Jordania e Irak para los británicos, y Líbano y Siria para los franceses. 

El tratado de Versalles no acabó, ni por asomo, con los problemas de las minorías nacionalistas, sobre todo en Europa central y del Este. Por el contrario, nuevos Estados como Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia, además de la Unión Soviética, parecían bombas de tiempo.

Lloyd George, Vittorio Orlando, Georges Clemenceau y Woodrow Wilson, el comité de los cuatro, durante un descanso en las negociaciones de Versalles

Los europeos debieron afrontar los enormes costos de la posguerra, que incluyeron la reconstrucción de regiones, la reconversión de la industria, y el pago de pensiones a millones de viudas y mutilados.

Estados Unidos, que ya era con largueza la primera potencia económica del mundo, se convirtió en el primer acreedor. Gran Bretaña debía a Estados Unidos la mitad de su producto bruto de un año, en tanto Francia debía a Estados Unidos y Gran Bretaña el 66% de su PBI. Y todos tratarían de resarcirse a costa de Alemania.

“Alemania pagará”

Entre 1870 y 1871 los prusianos derrotaron al imperio francés de Napoleón III, se apropiaron de las provincias de Alsacia y Lorena e impusieron el pago de grandes sumas por concepto de reparaciones. Guillermo I y su canciller Otto von Bismarck aprovecharon el fervor nacionalista para completar la unificación alemana con capital en Berlín. 

El Imperio Alemán se proclamó el 18 de enero de 1871 en el mismísimo palacio de Versalles, la capital del país derrotado, bajo la corona del káiser.

“Alemania pagará”, fue el lema que movilizó al gobierno francés en la conferencia de Versalles de 1919, tras la batuta del primer ministro Georges Clemenceau, un veterano político de altos quilates intelectuales apodado “El Tigre”. 

Los vencedores declararon que Alemania y sus aliados eran los únicos responsables de la guerra, una dudosa verdad histórica, y que por ello deberían pagar los daños ocasionados, además de reconstruirse a sí mismos.

El tratado de Versalles, que se firmó el 28 de junio de 1919, arrebató a Alemania sus colonias en África y el Pacífico, y unos 70.000 km2 de su propio territorio (que equivalen al 40% del uruguayo), poblados por más de cinco millones de personas y que incluían buena parte de sus mejores tierras agrícolas.

Francia reincorporó las provincias de Alsacia y Lorena, que había perdido en la guerra de 1870-1871; Dinamarca se agrandó hacia la base de la península de Jutlandia; y el nuevo Estado de Polonia se quedó con parte de Prusia occidental y de Silesia, además de un “corredor” que le daba salida al mar Báltico a través de Danzig, actual Gdansk.

Las tropas aliadas también se reservaban el derecho de ocupar Renania, el rico oeste industrial alemán, durante 15 años.
Los vencedores acotaron la capacidad industrial de Alemania, particularmente para la guerra; y redujeron drásticamente sus fuerzas militares, prohibiéndoles además las principales armas modernas: aviones, submarinos, acorazados, tanques.

Las armas se desguazaron o entregaron, desde artillería pesada hasta unos 14.000 aviones militares. Setenta buques de la otrora orgullosa Kaiserliche Marine fueron internados en Scapa Flow, al norte de Escocia. (Sus tripulantes hundieron a casi todos en 1919, antes de que fueran repartidos entre los vencedores).

El monto de las reparaciones financieras no se fijó sino hasta 1921, debido a las diferencias entre el criterio de Estados Unidos, que proponía tomar en cuenta la capacidad de pago del país, y el de Francia, que deseaba resarcirse el costo completo de la Gran Guerra, en la que sufrió más de seis millones de muertos y heridos y enormes daños materiales.

Al fin, la primera cuota de las reparaciones a Francia y Bélgica, que venció en mayo de 1921, fue de 20 mil millones de marcos oro (unos 360 mil millones de dólares de hoy, alrededor de cinco o seis veces el producto bruto anual de Uruguay). 

Era una suma completamente desmesurada para un país en quiebra.

“No es un tratado de paz”, había advertido proféticamente un miembro de la delegación de Estados Unidos en Versalles. “Puede ver al menos once guerras en él”. 

Segunda y última nota: Las minorías nacionales, la República de Weimar y el revanchismo alemán

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