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La inmigración dramatizada en la nueva novela de Sergio Altesor

El café del griego está compuesta por tres relatos que se relacionan para describir un mismo drama
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02 de diciembre de 2018 a las 05:00

Se diga lo que se diga, al inmigrante nadie lo quiere, nunca. En el país de acogida, en el mejor de los casos, se lo tolera, se lo asimila y hasta puede que se lo ayude, pero no se lo quiere. En el país que se abandona sucede lo mismo, se entiende al viajero que parte, se acepta su decisión y también se lo ayuda llegado el caso, pero el que se va, pierde: es  la rata que abandona el barco en mitad de la tormenta.

Los libros de Sergio Altesor, incluido este El café del griego, existen para demostrar que dentro de cada inmigrante late en realidad una voluntad de hierro que no se resigna a jugar las cartas que le tocaron, que no acata un destino, que está dispuesta a jugárselo todo y a empezar de cero otra vez. No llega a ser un héroe, pero a pesar de que las cicatrices y las consecuencias de su decisión le deformen el rostro, está lejos de ser una rata.
La novela, muy bien escrita, se divide en tres partes distintas pero relacionadas, que permiten profundizar en el tema desde diversos ángulos. En la primera, que sucede en 2002, un joven, Pablo, regresa a Suecia después de años de ausencia, ya que su familia emigró al país escandinavo durante un tiempo pero retornó a Argentina.

Altesor plantea allí que la inmigración no es un estado permanente, ya que de una u otra forma siempre se regresa al país de origen, aunque a veces sea solo a través de los recuerdos o de forma temporal. Pero más importante es cuando reflexiona sobre las relaciones familiares de los inmigrantes y como Pablo, quizás con toda justicia, le reprocha a su padre la decisión de volver a Argentina, cuando él es un niño que ya se ha adaptado perfectamente a Suecia, tiene muchos amigos y además asiste a la escuela municipal de música, uno de los sueños de su progenitor.

Pero a diferencia de su novela anterior, Taxi, un gélido y aterrador paseo por las calles desiertas de Estocolmo, aquí el autor se permite momentos de humor e ironía, como cuando describe los recovecos burocráticos de una sociedad modélica que puede llegar a exasperar a una mentalidad latina. Cuando Pablo va en busca de un trabajo o un curso subsidiado para capacitarse, sale del ministerio sueco con la recomendación de hacer un curso sobre cómo buscar trabajo.

La sonrisa está presente también en la segunda parte, donde se describe a través del personaje de Duarte, los pormenores que suceden el café del griego, un lugar donde se juntan inmigrantes de todas partes con suecos y suecas marginados de su propia sociedad. Un lugar nada recomendable, un antro, pero también un oasis de calor gracias a la proximidad de los cuerpos, las penas compartidas y el alcohol. 

Como transcurre en 1994, como telón de fondo está el mundial de fútbol que se jugó ese año, que los parroquianos siguen en el televisor del café y que da pié a momentos jugosos donde cada idiosincrasia particular queda al descubierto.

También hay espacio para un amor fallido y a la distancia, donde Altesor saca a relucir su alma de poeta: “El dolor más grande que produce la vida irreversible no son las equivocaciones, la imposibilidad de los ensayos o lo inapelable de los resultados. El dolor más grande es la trampa de la espera y esa tarde de un lunes que se quema sin que tenga noticias de una cierta persona”, escribe.

En la tercera historia un maduro estudiante de arte uruguayo viaja en 1982 a Polonia buscando su destino, pero encuentra cualquier cosa menos eso. El fresco de un país oscuro y decadente, donde el comunismo todavía resiste pero está en franca retirada, es notable.   

El café del griego, de Sergio Altesor, es un libro valiente e interesante literariamente, que además enseña al lector a pensar antes de emitir juicios lapidarios sobre los compatriotas que partieron. 
 

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