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La Navidad y el César

¿Nos llama alguna vez a responsabilidad el uso y la manipulación que a diario se hace del padecimiento ajeno, la mayor parte de las veces con propósitos meramente instrumentales?
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23 de diciembre de 2017 a las 05:00
Cómo hacer una pausa de reflexión sobre la Navidad, cuando en el país se escenifican ominosos signos de decaecimiento institucional?

¿Ejemplos? Un legislador oficialista expresa hartazgo ante la cantidad de normas inconstitucionales que el oficialismo le impone a la República (como lo es, por cierto, el vergonzoso proyecto de ley interpretativo de los artículos 77 y 81 de la carta).

A diario se empuja la inteligencia de las normas en el camino de retacear derechos consagrados por esa Constitución: a la propiedad de las empresas, a la propiedad de los fondos ahorrados para el retiro de los trabajadores, a la propiedad de la vivienda, al derecho a educar a los propios hijos, al derecho de elegir servicios, a la vida concebida.

En la misma compañía, una irresponsable y premeditada inconducta fiscal endeuda a la sociedad, asfixia a sus fuerzas productivas, extingue el empleo, asegurando un sórdido porvenir a nuevas generaciones que, lejos de recibir de nuestras manos un país que luzca como prólogo esperanzador, semeja ancla a sus aspiraciones.

Y todo ello al vil precio de comprar lealtades electorales. ¿Y qué decir del hundimiento educativo, o el de la seguridad pública?

En medio de tan gris escenario, ¿qué esperanza puede representar una nueva Navidad?
Ninguna, de creer que ella meramente conmemora una fiesta religiosa, o un nuevo aniversario del nacimiento de Jesús, el Nazareno, retratado como un sufriente mensajero de la paz...

O mucho, si entendemos el alcance de ese nacimiento esencial, con el que Dios sella para siempre su programa de esperanza, responsabilidad y redención para una humanidad interpelada en cada nombre y apellido: un derrotero que, por cierto, no se basa en la mansedumbre expectante de los rebaños, sino en la atormentada libertad de cada ser humano, dignificado por el combate y el dolor. "¿Quién me ha tocado?", preguntó el Señor a la multitud (Lucas 8:45).

El misterio radical del nacimiento de Jesús lo es apenas para quienes no aquilatan la terrible conmoción en medio de la cual queda la humanidad tras su llegada: lejos de la desmotivada paz de hombres y mujeres sometidos por el pecado, pero muy cerca de la espada que todo lo cercena, hasta los vínculos de la sangre, en pos de una sorprendente y misteriosa esperanza.

¿Y qué encierra tal esperanza? Nada menos que el que podamos acudir al encuentro del mensaje recibido con la misma, urgida, indeclinable, convicción con la que Dios nos tendiera su mano hace más de 2.000 años.

Y, a partir de allí, ganados por un nuevo celo. Porque "nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar escondido (...) sino en alto, para que los que entran tengan luz" (Lucas 11:33).

Y ganados por la responsabilidad, por la conciencia del riesgo de que podemos perderlo o salvarlo todo en pos de una nueva libertad, conferida por la llegada del Salvador a un pobre pesebre.
Jesús mismo nos enseñó a mirar, desde tan incomparable altura, los asuntos que nos ligan como irrepetibles hombres y mujeres integrantes de una colectividad política. "Dad al César lo que es del César", advirtió (Mateo 22:21), llevando así nuestra mirada a la sustancia de su proyecto, desde el cual aquilatar todos los intercambios humanos.

Así, si Dios nos amó a cada quien en forma tan íntima, preferencial y profunda que por cada quien aceptó ofrendar la vida de su hijo y sustancia, Él ha constituido a cada una de sus criaturas en una propiedad moral de su misma persona, dotada de toda libertad: hasta la de "caer en la tentación" (Marcos 14:38), o sea la de dar su espalda a la perseverancia en la fe.

Que César pues, disponga como quiera del envilecimiento o apreciación de su moneda: el nacimiento de Belén ha puesto nuestros ojos en asuntos más hondos, como lo es el de salvar a la humanidad a través de virtudes personales que, transformando el alma de cada uno de nosotros, preserve para siempre nuestra dignidad de hijos aquiescentes de Dios.

Traigamos ahora estas reflexiones a nuestra realidad.

Cada Navidad nos interpela, querrámoslo o no, respecto a qué hacemos a fin de promover el proyecto que tal Dios ha puesto ante nuestros ojos, con sobriedad adulta: como con la higuera, Jesús se acerca desde el retablo en procura de nuestros frutos.

¿Dan nuestras autoridades en todas sus posiciones con la talla de respeto, consideración y responsabilidad que un buen orden público reclama, o se refocilan en el partidismo divisivo, cerrándose al diálogo, obcecándose en consignas? ¿Obran en mentira y opacidad, o prefieren la real confrontación de ideas? ¿Están comprometidos con la elevación personal de su prójimo, o persiguen su degradación sumisa?

¿Salimos, nosotros mismos, del injurioso reduccionismo personalista de los debates públicos, intentando siquiera alguna vez la aventura de sopesar nuevas convicciones en el único combate que guarda sentido, que es el que se libra contra los problemas comunes?

¿Somos acaso, todos, cuidadosamente conscientes de que los límites del accionar público desbordado son, la mayor parte de las veces, retaceos irrecuperables de la libertad y la seguridad sobre las que los individuos construyen sus esperanzas y las de sus familias?

Y, por fin, ¿nos llama alguna vez a responsabilidad el uso y la manipulación que a diario se hace del padecimiento ajeno, la mayor parte de las veces con propósitos meramente instrumentales, echando al olvido el imperativo categórico kantiano de no hacer del prójimo un medio, ignorando que es un fin en sí mismo?

Cada año el niño de Belén acerca estas preguntas a nuestras casas, aguardando por nuestra respuesta, y casi siempre halla en nosotros higueras que no exhiben sino hojas.
Lo único que el visitante espera obtener de cada encuentro es una señal de disposición, por mínima que ella sea, de nuestro afán por dar fruto.

Que esta sea, pues para ti, lector, esa Navidad

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