La ambulancia en la explosión de Pocitos.

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La Nochebuena a bordo de una ambulancia: entre explosiones y exceso de alcohol

Un motociclista alcoholizado atropelló a una niña, otro se chocó con una columna, la explosión de un calefón dejó una herida grave, un perro asustado mordió a una menor, un borracho convulsionó y otros estruendos en una madrugada en que las sirenas sonaron a la par de los fuegos artificiales
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26 de diciembre de 2022 a las 05:00

Faltaba menos de lo que duran dos respiraciones para que las agujas del reloj marcaran las doce en punto. Los médicos y telefonistas de la emergencia móvil corrieron en busca de sus vasos con refresco y —con la misma prisa con que atienden la llamada de un infarto en curso o un accidentado en la calle— brindaron por la vida. Fue entonces que se encendieron las sirenas de las ambulancias estacionadas en la puerta de la radio base, un ritual que los choferes del SEMM repiten cada Nochebuena y cada Nochevieja, y que, aunque intenta ser la señal de los buenos augurios, parece el precalentamiento para las horas que vendrán. Porque no les dio el tiempo de cortar el pan dulce cuando sonó el teléfono:

Emergencia móvil, buenas noches…

Ni el más experimentado de los que trabajan en emergencias es capaz de anticipar qué misterio les depara en la próxima llamada. Pero como las borracheras son más frecuentes al amanecer, los accidentes de tránsito en horario de oficina y los problemas familiares los domingos, no faltaron las apuestas. “¡Ahí tenemos al primero que perdió un dedo por los fuegos artificiales!”, arriesgó una de las recepcionistas. “No, seguro es un intento de suicidio de alguien que pasó solo la fiesta”, le regañó otra. “No, no. Es un infarto de algún emocionado”, retrucó una tercera.

Pero no. Del otro lado del tubo llaman desde la Policía para avisar que “un masculino que circulaba en moto alcoholizado impactó contra una menor en la vía pública”. Los médicos de la emergencia ya conocen al dedillo la jerga policial y saben que la combinación de las palabras “vía” y “pública” significa máxima prioridad.

Por eso quien recepciona la llamada no lo duda un instante: en la plataforma informática en que gestionan las emergencias, califica al llamado con la “clave 1”, la misma que se usa cuando una vida está en riesgo inminente. Mientras, en la habitación en que está el equipo que viajará en la ambulancia suena un timbre. En realidad suena tres veces, como se identifica una clave 1 en la emergencia pediátrica, dado que la víctima era una niña.

Por la misma zona queda pendiente ir a visitar a un niño que está con mareos (clave 3, de bajísimo riesgo). Pero no importa quién ha llamado antes: en la emergencia la prioridad es la emergencia.

—A veces nos llaman hasta dos o tres veces quejándose porque no acudimos al instante a visitar a un paciente que estaba con vómitos o con tos, pero sin riesgos, cuando a la vez tenemos que estar desviando el móvil para otro caso que es más urgente —explica el doctor De Cuadro, quien como médico experimentado y “sin hijos chicos que reclamen los regalos de Papá Noel” es uno de los coordinadores infaltables en la Nochebuena.

La Navidad empezó movida. Solo el SEMM recibió un promedio de una llamada cada ocho minutos, sin incluir las decenas de comunicaciones de quienes solicitaron una consulta telefónica con un médico o los “pacientes frecuentes” que telefonean cuando se sienten solos.

Pero el promedio, como casi todo promedio, invisibiliza los picos de adrenalina. Porque pasaron menos de 40 minutos del breve brindis navideño cuando otra llamada obligó a desviar a otra de las ambulancias que estaban en la calle. Un perro que se había asustado por el estruendo de los fuegos artificiales salió disparando y mordió a una niña. Era una clave 2 que, en el diccionario de los emergencistas significa que la niña estaba consciente, la herida no había sido en una zona de riesgo de vida, pero era importante evacuar la urgencia por si requería el traslado a un centro de salud.

Casi a la misma hora hubo que trasladar a una joven con ideación suicida de un hospital a otro. Una moto chocó contra una columna. A un veterano le dio vómitos. Una señora llamó para desear “¡Feliz Navidad!”, un bebé roncaba mucho y sus padres estaban asustados, un borracho se puso violento, otro borracho estaba convulsionando…

"Nosotros vamos a todos los llamados, incluso cuando está llorando un bebé y los padres no saben el motivo. El único problema es que no se puede estar en todos lados a la misma vez y con la misma celeridad. Por lo general, las quejas por demoras son de pacientes que no revisten gravedad. Y por más que la persona esté asustada, o use argumentos como que paga una cuota o que llamó dos veces antes, es importante entender que no es mala voluntad ni mala praxis, es la organización que debe primar en toda emergencia". El médico Aníbal De Cuadro habla lento y con paciencia. Su voz es capaz de calmar a una madre primeriza que está nerviosa porque su recién nacido de pocos días no se desprende de la teta.

Las llamadas a la emergencia móvil cabalgan a la par de los cambios poblacionales y culturales. En un mundo en que la información está al alcance de un par de clics, “es poca la tolerancia de quienes tienen que aguardar la llegada de una ambulancia cuando no se trata de una emergencia”. En un país en que la esperanza de vida al nacer ronda los 80 años, son cada vez más las comunicaciones por descompensaciones o dolores en adultos mayores. En una capital en que los hoteles se trasformaron en residenciales de ancianos, son más los pedidos de calmantes por vía intravenosa. En una sociedad violenta y machista, son frecuentes las peleas intrafamiliares. O los intentos de suicidio. O la depresión. Y en una juventud que inicia el consumo de alcohol, en promedio, a los 13 años, son cada vez más comunes las intoxicaciones por consumo de estupefacientes.

—Algunos todavía estarán comiendo el turrón, pero vayan aprontándose que en breve empiezan los llamados de las zonas de los boliches —la telefonista sabe de lo que habla, poco después de las tres de la mañana, cada fin de semana, se repite la misma escena. Hay un grupo de amigos rodeando a una chica que se tambalea, o un par de patovicas sosteniendo a un muchacho que el alcohol lo canaliza a los puñetazos.

No es extraño. Según la última encuesta que el Observatorio Uruguayo de Drogas realizó entre los estudiantes de liceos y UTU, siete de cada diez adolecentes tomó alcohol el último año (casi la mayoría de ellos lo hizo incluso el último mes), seis de cada diez consumió bebidas energizantes (varios de ellos lo mezclaron con alcohol agravando el riesgo), dos de cada diez fumó marihuana, y así…

Este Día de la Familia —como bautizó José Batlle y Ordóñez— no fue tan familiero, al menos no para aquellos en que el alcohol derivó en violencia. Una de las ambulancias de la sede del Prado tiene que salir a las apuradas, en clave 1, porque los familiares borrachos de una señora dejaron tumbado a su exmarido.

Suena el teléfono. La voz de la telefonista es cálida y calma: “Emergencia móvil, buenas noches…”. Silencio. “Emergencia móvil, buenas noches…”. Una pausa. “¿Cómo? ¿Hay heridos?”.

El sacudón

El doctor A. está de guardia. Suena el timbre en la sala de descanso. Baja las escaleras de la sede central, corre por el pasillo, abre la puerta y se sube sin titubeos a la ambulancia. Allí lo esperan la enfermera y el chofer. En una pequeña pantalla, del tamaño de una Tablet, se lee: “Explosión en Benito Blanco y Masini. Heridos graves”. No hay más detalles. Es clave 1.

La camioneta adaptada para la atención de enfermos graves acelera. Se encienden las sirenas. La enfermera va poniéndose los guantes de látex, el chofer aprieta aún más el acelerador. Llega a 67, 68 o 69 kilómetros por hora. El doctor A. busca más información. Desconoce si ya llegaron los bomberos.

El protocolo indica que, tras una explosión y ante el riesgo de derrumbe de un edificio, primero tienen que entrar los bomberos y recién después los médicos. 

Pero en este caso no hay datos. Recién a dos cuadras del epicentro de la explosión se advierten las luces de los carros de bomberos. La ambulancia apaga la sirena junto al perímetro de seguridad. El médico —quien se sienta más cerca de la puerta derecha— es el que baja primero. Y enseguida recibe la advertencia de la policía:

—Doctor, buenas noches. Tenemos una herida aquí abajo del techito, su madre sigue arriba (el apartamento que explotó del quinto piso), pero está siendo atendida por el servicio sanitario de bomberos. Venga, acompáñeme.

El asfalto de la calle Benito Blanco brilla en la oscuridad. Los pedazos de vidrios desparramos, tras la explosión del ventanal delantero del apartamento, refractan las luces de los carros de bomberos y devuelven una tonalidad misteriosa. Los vecinos caminan en shock —alguno más producto del alcohol festivo que de la explosión—, alguna doña pide que la dejen subir a su apartamento a calzarse porque salió con lo puesto y en camisón, los bomberos prohíben el ingreso al edificio. Hay caos.

La explosión del calefón generó una onda hacia el frente del apartamento.

El doctor A. mantiene la calma. La paciente que espera abajo del techito está bien. Es solo ansiedad generalizada. En la ambulancia la logran calmar. Su pareja trae a algunas pertenencias que volaron con la explosión y cayeron hasta la vereda. Ambos lloran. Él dice que lo soñó, que hace unas semanas soñó con una explosión…

Los médicos no tienen tiempo que perder. Los servicios sanitarios de bomberos necesitan ayuda con la herida grave que permanece en el quinto piso. Entonces viene la pregunta de rigor: “¿Es seguro?”. El jefe, con los guantes puestos, sube el pulgar derecho.

Lo que sigue ya salió en la prensa: una mujer sufrió fractura expuesta en la pierna izquierda y heridas por la explosión de un calefón.
Hay que trasladarla de urgencia al Sanatorio Americano. Los bomberos la sujetan a una tabla, con cuerdas y vendas, le dan suero, la calman. La mujer se queja, pero es una buena señal: ¡está consciente!

Mientras, ya en planta baja, el doctor A. llama por teléfono y pide que le vayan coordinando la atención de cirujano y traumatólogo en el Americano. La conversación se hace difícil. En el hall hay mucho griterío y nervios. El yerno sigue lamentando que soñó sobre esa explosión.

Los bomberos bajan con la señora. El equipo de SEMM ayuda en el cambio de camilla. La policía hace un cordón para que el pasaje de los médicos sea más sencillo. Pero algún que otro vecino se les acerca con preguntas del estilo: “Mi camioneta estaba estacionada en la puerta y se rompieron todos los vidrios, ¿dónde hago la denuncia?”.

La vida es, para los médicos, el bien sagrado. No importa que la ambulancia quede bañada en sangre o que el paciente le vomite encima al doctor. Ya habrá tiempo de cambiarse y de pedir autorización para que en el economato limpien el desorden. Antes hay que conducir a la paciente al sanatorio, esperar que se autorice el ingreso y el pasaje al block.

El doctor F. —otro de los médicos de guardia del SEMM y que es tan detallista en su trabajo como los chocolates que elabora de estilo francés— aprovecha para “liquidar” varios de los llamados de menor gravedad que quedan pendientes en su zona. Pero para él la noche también está siendo movida e impredecible.

—Emergencia móvil, buenas noches…

Hay una convulsión en vía pública. Es en el límite entre Pocitos y Punta Carretas. Clave 1. Las sirenas se encienden. La ambulancia acelera.
La escena es bien diferente a la que minutos atrás vivió el doctor A. en la explosión de Pocitos. Acá hay un hombre sentado a la entrada de un edificio. Se mueve de manera torpe. Unos vecinos lo encontraron así, se asustaron y llamaron a la emergencia. Nadie sabe el nombre del señor, ni dónde vive, ni qué le pasó.

Está solo. Lo suben a la ambulancia con silla de ruedas y cinturón —los movimientos reiterativos del hombre dificultan hasta la toma de la presión arterial. El doctor sabe al instante que a la persona le cuesta hablar, que tiene problemas neurológicos y, además, está alcoholizado.

El enfermero lo palpa y encuentra la billetera. Revisan la cédula y dan con su prestador de salud. Sin más, lo conducen a la puerta de emergencia, ya sin sirena.

Poco a poco, la Nochebuena va dando paso al Día de la Familia. El sol del amanecer empieza a asomar. Las llamadas siguen, pero los equipos médicos cambian.

El mapa de Montevideo que el coordinador De Cuadro tiene en su pantalla sigue mostrando algún que otro llamado pendiente y cierta nueva calma. Pero todo puede cambiar. En la sede de una emergencia móvil los días festivos hay poco para festejar.

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