En el campo colombiano todavía se vive una tensa situación por situación del control de tierras.

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La Operación Artemisa genera conflictos en la Amazonía colombiana

Pensado como una intervención militar para combatir la deforestación, el plan devino un factor que avivó enconos históricos entre el campesinado y las instituciones estatales
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06 de junio de 2022 a las 05:01

En 2019, el presidente de Colombia, Iván Duque, dio inicio a la llamada Operación Artemisa, un conjunto de acciones destinadas a combatir la deforestación y preservar la biomasa vegetal de la selva ubicada en las provincias amazónicas, donde la deforestación está acabando con la jungla, amenazando especies animales y en muchos casos, agravada por los incendios generados por la práctica de abrir espacios para la cría de ganado mediante la quema indiscriminada de la vegetación. 

La tasa de deforestación en Colombia presentaba un crecimiento alarmante, pasando de 180.000 hectáreas en 2016, a 220.000 en 2017 y a 300.000 en 2018, según estudios del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM). La pérdida de espacio selvático siguió en aumento. El Instituto de Recursos Mundiales (WRI), una organización no gubernamental reveló en 2018 que se perdieron 12 millones de hectáreas en el mundo y Colombia se ubicó cuarto en el ranking de pérdida de bosques y selvas, detrás de Brasil, Indonesia y República Democrática del Congo. 

Lo novedoso es que la operación puesta en marcha estaría protagonizada por las fuerzas militares, que en Colombia se han empeñado durante muchos años en el combate contra grupos guerrilleros, el crimen organizado y la represión de las protestas sociales. La operación Artemisa comenzaría sus acciones en los parques Chiribiquete, Macarena, Tinigua y Picachos para extenderse después al resto del país. 

Cuando el presidente Duque lanzó la operación expresó que con la participación de las fuerzas armadas se quería demostrar que “el país, a través del desarrollo de nuestra estrategia de seguridad nacional, tendrá cero tolerancias con la deforestación”. 

La operación está enmarcada en la política general de Defensa y Seguridad y se apoya en el articulado de las leyes pertinentes que establecen como uno de los objetivos básicos “preservar y defender el agua, la biodiversidad y los recursos naturales como activos estratégicos de la Nación”.

Las fuerzas empeñadas son la Brigada contra la minería ilegal, 6 batallones de selva, 6 batallones de Infantería de selva, 19 batallones Especiales Energéticos Viales, 4 batallones contra el Narcotráfico y personal de Inteligencia militar. El aspecto legal estaría cubierto con la acción de fiscalías que tendrían a su cargo el encuadramiento jurídico y el procesamiento de las personas detenidas. 

Luego de tres años de puesta en marcha, desde el Gobierno se informó que se han hecho progresos significativos con más de cien sospechosos detenidos y 21 mil hectáreas recuperadas. Pero pese a los anuncios oficiales, se estima que la deforestación -que Duque había prometido reducir en un 30% para el final de su mandato- permanece muy alta. Sólo en 2020, el país perdió un área selvática del tamaño de Bogotá, un aumento del 8% con respecto al año anterior. 

Desde distintos ámbitos de estudio de temas ambientales, organismos y fundaciones promotoras de actividades conservacionistas y entidades campesinas, la visión sobre la operación se aparta del optimismo oficial. 

Carolina Urrutia, directora de Parques cómo vamos, una iniciativa que agrupa a 10 organizaciones vinculadas a la defensa del medio ambiente afirma que, si bien Artemisa es una señal de que al Estado le preocupan las áreas protegidas, le preocupa que las instituciones locales no estén preparadas para coordinar acciones con el operativo. “Los campesinos que habitan en los Parques deberían tener alternativas para salir de ellos y eso no está pasando. El sector agropecuario está en pañales con respecto a la formalización de tierras y ofertas productivas alternativas”, afirmó. 

Para muchos, Artemisa es una respuesta tardía, ya que la solución integral del Estado no se ha hecho presente por mucho tiempo bajo la forma de iniciativas en temas de salud, educación, reformas sociales y oportunidades reales para la ruralidad. Según Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), “es totalmente inocuo y contraproducente hacer este tipo de estrategias sin que haya política de tierras de manera paralela, se convierte en algo meramente represivo.”

El operativo en marcha deja de lado un reclamo histórico de los pobladores y del ambientalismo: la formalización de la propiedad de la tierra y el ordenamiento del territorio. De hecho, era lo primero que debía hacerse antes de la intervención militar que desde su inicio ha reavivado los conflictos históricos entre campesinos y militares. 

A raíz de operativos en Parque Picachos y en Chiribiquete, donde se decomisaron 800 cabezas de ganado y se detuvo a 10 personas, asociaciones campesinas y de Derechos Humanos, denunciaron malas actuaciones por parte de los militares que afectan a pequeños campesinos de subsistencia que llevan décadas viviendo en esas zonas y que no tienen ninguna relación con las mafias deforestadoras.

El tema es muy complejo y la solución no parece sencilla, sobre todo teniendo en cuenta la precariedad de medios con que cuenta la Agencia Nacional de Tierras que es la encargada de recuperar y organizar la información catastral, precondición fundamental para cualquier proceso de ordenamiento territorial y formalización de títulos de propiedad. 

Los conflictos con pobladores y los magros resultados logrados hasta ahora, que están por debajo de las propias metas del Gobierno, se explicarían porque la intervención militar se ha focalizado como objeto de las acciones a familias con economías de subsistencia mediante el uso de costosas misiones con helicópteros en el remoto Amazonas en lugar de centrarse en los magnates que financian la deforestación masiva desde sus confortables mansiones en las ciudades. 

En mayo de este 2022, se gastaron más de 12.000 dólares en la operación de un helicóptero Black Hawk para una misión de dos horas que llevó a la detención de Gladis Galindo, una mujer de 34 años con siete hijos. En las oficinas de la policía se la acusó de tres crímenes ambientales, cada uno de ellos con un máximo de 10 años de pena de prisión. Galindo declaró que se había establecido en esa zona simplemente para poder alimentar a sus hijos. 

Todo indicaría que, si el Gobierno continúa poniendo el énfasis en la persecución de los pobladores de subsistencia en lugar de ocuparse de los problemas sociales como el desplazamiento de familias, la falta de educación y salud y la desigualdad en la posesión de tierras, se perderá una oportunidad histórica para concretar un diálogo realista que lleve a soluciones a largo plazo. 

(Con información de Deutsche Welle, Mongabay, Al Jazeera)

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