Estilo de vida > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Maestro de la vida y del lenguaje

Amigo del Uruguay, Esteban Peicovich fue un genio original de las palabras
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28 de julio de 2018 a las 05:00
Me lo cuenta por escrito Victoria García Olano, la viuda. Un rato antes de morir, el mediodía del pasado 28 de junio en la Clínica Santa Catalina, Esteban Peicovich dijo: "Qué bello paseo por la vida. / Que caiga una llovizna sobre este jardín. / El poema se pone rojo. / Blanco como cenizas vitales. / Dando las últimas palabras. / Vamos yendo amigo. / Finaliza en Buenos Aires el viaje que comencé en Zárate, Jaipur y tantos lugares donde gocé y fui feliz". Fueron sus últimas palabras. Hay que vivir con poesía y grandeza espiritual y de tal manera morir.

La admirable coherencia vital de Peicovich no tuvo ni un solo error de imprenta. Vivió con la vida a su lado y con ella entró a la muerte. Gallardo hasta en las desgracias y martirios del cuerpo (pasó las últimas semanas de vida en un hospital, entrando y saliendo del coma), fue un permanente paladín de la utopía que representa el acto de vivir sabiendo que la vida es corta y se acaba cuando uno menos lo espera. Murió a los 88 años, sin conocer la vejez.

A fines de abril de 2017, sin que el dolor en la columna interfiera aun en los planes de Peicovich, caminamos por la porteña calle Lavalle, rumbo a la parrillada La Estancia, donde almorzamos, un domingo cálido y luminoso. La carne estaba malísima, dura, insípida. "Esta es la Argentina de hoy. Ni lo que antes era bueno ahora lo es", comentó. Comimos con estoicismo. Hasta el postre estuvo regular. Al salir, pasamos del estómago al alma. Con su característico y contagioso entusiasmo me preguntó, como si fuera un muchacho queriendo saber qué de nuevo había en el mundo. "¿Hay algún poeta de los norteamericanos recientes que me recomendás leer?" Le recomendé a Loren Goodman. "Ah, ¿sí?", dijo. Agregó: "No te podés ir ahora, quiero saber más sobre Goodman". Pidió seguir la conversación en una confitería de la calle Florida, cerca de su casa. Le escribí una lista con alrededor de 10 poetas que debía leer. Le informé que el libro de Goodman, el único que publicó, Famous Americans, es notable y que yo lo estaba terminando de traducir. "Fabuloso, mandámelo, pero no te olvidés. Vos te olvidás, pensás que como soy viejo me olvido de lo que me dijiste".

Cuando estaba con Peicovich, no sabía si hablaba con un estudiante, de los que se interesan con desmesurada pasión por libros y autores y hacen de su pasión un estilo de vida, o bien con uno de mis viejos profesores que sabían todo. La asimetría fue demoledora. Yo aprendí más con él, que él conmigo. La amistad eterna, entrañable y que habrá de durar hasta pasado mañana, cuando "el infinito se quede sin estrellas", que tuve con Esteban Peicovich (1930-2018) es una de las cosas más bellas y profundas que me ha ocurrido. A Peicovich, autor de 18 libros, yo lo había leído mucho antes de conocerlo en persona, recién a fines del siglo pasado. Es uno de los cinco mejores cronistas y columnistas que he leído (en esa lista incluyo también a Robert Louis Stevenson y a William Hazlitt), y como poeta, ni hablar. Por años, que fueron 14 (los que estuvo en ese diario, de 1995 a 2009) gasté una fortuna comprando todos los domingos La Nación de Buenos Aires, solo para leer su columna La semana, que se publicaba en el suplemento Enfoques. Sigue siendo la versión más fidedigna y mejor escrita de la historia argentina reciente. Además del tino para desenmascarar las bajezas del poder político y del efecto dominó que produce en la vida del ciudadano común, cada columna estaba escrita con lúcido lirismo carente de sentimentalismo y de cursilería ideológica (la peor de todas). Pocos, muy pocos, así. Peicovich hizo escuela. Luego pasó a la edición digital de Perfil, donde la calidad de su escritura estuvo por encima del nivel promedio del diario.

Los libros que escribió sobre Perón y sobre Borges son referentes de lo que debe ser el crisol ideal de crónica, periodismo, historia y poesía. No pasarán de moda, tampoco su peculiar modo de decir. Sus cláusulas, piezas de relojería con el tiempo incluido como absoluto, pasan de la vorágine a la gozosa lentitud, pues ahí precisamente está la magia del gran escritor: en darle una patada a las expectativas del lector y hacer que este se sorprenda con lo que pensaba leer, pero no pensaba encontrar escrito de esa forma. Las invenciones de la imaginación que aparecen cuando el lenguaje parecía sentirse más seguro, transforman al tema del día en pieza literaria. Con Peicovich se aprendía. Pocos hay en esa línea que pone siempre al lenguaje como la gran noticia de la jornada, la única a la que deben prestar atención el periodismo y la literatura si quieren ser duraderos y destacarse en una época con sobredosis de palabras, y en la que hasta los analfabetos se sienten con derecho a corregir.
Dos veces traje a Peicovich a Montevideo. La primera a conversar sobre un tema afín a ambos; la segunda, a hablar de sus libros, con la idea de que los uruguayos lo conocieran más. Este es un país en el que la gente lee cada vez menos, por lo tanto, no sé si logré el objetivo. En junio de 2003 llenamos la sala de conferencias del hotel NH Columbia en la Ciudad Vieja, en el que se convirtió en un mini simposio sobre "El futuro del periodismo en la era digital". En nada de lo que dijimos le erramos, sobre todo respecto a que cada vez se escribe peor, por la simple, o no tanto, razón de que cada vez se leen menos libros y más palabrería instantánea mal escrita. El tiempo dedicado a leer a los maestros, cuya sabiduría a la hora de escribir bien permanece blindada, ahora se lo dedica a leer mensajes y frases rotas en las redes sociales. Y de la nada, nunca viene nada. Hay que hacer antes los deberes. Quienes asistieron, han de recordar que las afirmaciones de 15 años atrás no perdieron ni un ápice de vigencia. Al día siguiente del "mini simposio", la historiadora Ana Ribeiro le hizo a Peicovich una muy buena entrevista en la ex radio de Néber Araújo.

El 7 de diciembre de 2011, mi querido amigo Ruben Forni, propietario de las librerías Puro Verso, lo recibió con alfombra roja y serpentinas en el local de la calle Sarandí. Peicovich habló de lo que tanto queríamos escuchar, de su obra literaria, de su poesía, de la forma de hacer hablar a su imaginación para que sea solo suya. El segundo piso de la librería estuvo casi lleno. Los asistentes fueron los mismos de siempre, la inmensa minoría de uruguayos, esa tribu casi invisible, que aún se interesa por las cosas nuevas que se pueden hacer con las palabras. Peicovich propuso seguir la charla en el café ubicado frente al teatro Solís, a donde fuimos con varios de los presentes, incluidos los escritores Silvia Guerra, Roberto Echavarren y Amir Hamed. Solo faltó Gustavo Espinosa. Fue uno de esos días de los que uno no se olvida nunca más. La fraternidad, cuando viene acompañada de inteligencia creativa, hace de la realidad un sitio menos inhóspito. Por cortesía de Francisco Yobino, Peicovich se hospedó en el hotel Sheraton de Punta Carretas. Al día siguiente lo fui a saludar, antes de que regresara a Buenos Aires. Subimos al salón con vista al agua que el hotel tiene en el piso 23, porque me quería mostrar su nuevo libro, uno que sigue inédito y que ahora será póstumo.

Aquella tarde tan llena de adjetivos, todos auspiciosos, fuimos tres, porque el Río de la Plata se sintió tan ahí que también él estuvo. Vino a mirar las páginas cuidadosamente mecanografiadas por el poeta. "Tengo casi terminado Fauna íntima, años trabajando en esto. Merece una celebración", dijo el lazarillo de la amistad nacido en Zárate, provincia de Buenos Aires. La plata no le sobraba, apenas le alcanzaba, pero esa tarde noche pidió una botella de champagne. "El mejor que tenga", destacó. ¿Cuántos momentos así hay en la vida? "Poquísimos, y te lo digo yo a mis 81 años", comentó, ante la atenta escucha de Bruno, mozo y maestro a la hora de hacer sentir bien a los visitantes.

Mientras el crepúsculo hacía todo lo posible para postergar su arribo, y lo conseguía, Peicovich comenzó a leer algunos de los textos de su libro (sublime mezcla entre poesía, prosa poética, ensayo de observación profunda y parábola bíblica con más de una moraleja). Quedé deslumbrado, algo que pocas veces me sucede, y menos ante eso tan misterioso llamado literatura. Es de lo mejor que he oído y leído en cualquier lengua. Mi entusiasmo fue brutal. Quería seguir oyendo, que siguiera leyendo. Cuando ese libro se publique, va a confirmar a Peicovich como poeta extraordinario.

Hasta los 28 años, Esteban Peicovich trabajó en un frigorífico cargando vacas muertas. Con su metro noventa de estatura, gastó 16 años de su juventud haciendo de grúa humana. El trabajo le pasó en la vejez factura a su espalda, arruinada por el constante mal trato durante aquel tiempo de noches cortas y madrugadas insomnes en el matadero. Los libros, mejor dicho, su amor a estos y a las palabras mágicamente escritas, lo salvaron de no tener que ser siempre el mismo que por tanto tiempo había sido. El genial autodidacta entró al periodismo, donde brilló. Trabajó en los principales diarios de Buenos Aires (Clarín, La Razón, La Nación), ganó el premio Nacional de Periodismo, viajó por 73 países, entre 1973 y 1987 vivió exiliado en España, pasó infinidad de veranos en Uruguay –"¿cuántos uruguayos quieren a la Argentina como vos, ¿te parece que hay tantos?", fue una de las últimas preguntas que me hizo–, y encontró en la literatura, en la poesía sobre todo, ese lugar clave del espíritu y de la mente donde quería quedarse para siempre. La literatura dio al respecto el visto bueno. Por lo tanto, ahí seguirá, cada vez más único e irrefutable. Como lo que es: uno de los escritores de mayor originalidad que tiene la literatura hispanoamericana.

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