La tuberculosis que padecía el novelista inglés George Orwell recrudeció tras regresar de España, en 1937, mientras convalecía de su herida en la garganta y escribía “Homenaje a Cataluña”.
Había adquirido la tuberculosis durante su vida de vagabundo entre 1928 y 1930, experiencia que describió en su crónica “Sin blanca en París y Londres” (Down and Out in Paris and London) (ver el primer capítulo de esta serie de notas).
Por fin dejó la casucha aldeana que compartía con su mujer y se mudó a Londres.
En 1940, después de iniciada la Segunda Guerra Mundial, trató de ingresar a algún servicio militar británico pero lo declararon no apto, salvo para la Home Guard, una fuerza de apoyo voluntaria, que vigilaba una eventual invasión alemana.
En esos años Orwell se ganó la vida duramente, publicando ensayos y críticas en periódicos de izquierda no estalinista.
Durante la guerra estableció una sólida amistad con Arthur Koestler, un excomunista que había escapado por poco de ser fusilado por los “nacionales” durante la guerra civil española, y que narró sus experiencias en la crónica “Testamento español”.
Koestler también publicaría una magníficas “Memorias”, dignas del mayor elogio por su calidad (Arrow in the Blue/The Invisible Writing, 1952-1969).
“La amistad de Orwell con Koestler era una unión de contrarios firmemente cimentada en el antiestalinismo de izquierdas y basada en sus experiencias casi fatales en España”, resumió Jeffrey Meyers, biógrafo de Orwell. “Koestler era centroeuropeo, judío, excomunista, cosmopolita, hedonista, carente de escrúpulos con las mujeres, trabajador endiablado, gran bebedor y viajero incansable”.
En agosto de 1941 por fin Orwell obtuvo una buena paga como productor de la cadena de radio oficial BBC. Pero renunció en setiembre de 1943, pues sentía que estaba “desperdiciando su tiempo y el dinero público para hacer un trabajo que no da resultados”, según señaló en su carta de despedida.
Luego Orwell pasó a trabajar como editor literario del semanario socialista Tribune; al que también renunció a principios de 1945 para hacer de corresponsal de guerra en Europa para el Observer y el Manchester Evening News. En esas tareas conoció al francés André Malraux, quien había escrito “La esperanza”, una formidable novela sobre la guerra civil española, y al escritor estadounidense Ernest Hemingway, ya famoso y consolidado.
A fines de marzo de 1945 murió su esposa, Eileen O’Shaughnessy, antes de una cirugía. Desesperadamente solo y torpe, Orwell propuso matrimonio a mujeres jóvenes y atractivas, y fracasó.
En agosto de 1945 publicó “Rebelión en la granja” (Animal Farm), que obtuvo un gran éxito, pese a ir contras las tendencias políticas en boga entonces y la popularidad de los soviéticos tras la derrota alemana.
Esa novela es una poderosa alegoría de la corrupción y la tiranía de la Unión Soviética, aunque, por extensión, también de otros regímenes. “Todos los animales son iguales, aunque algunos son más iguales que otros”, es una de las conclusiones, una crítica al abuso de poder de los gobernantes y a la condición humana en general. En la obra, el autor se refiere claramente a la colectivización forzosa en la URSS, las purgas de los años ’30 y la diplomacia cínica de Stalin.
Al fin, la revolución siempre entrañaba un nuevo abuso de poder y un nuevo tirano.
“Nada ha contribuido tanto a corromper la idea original del socialismo como la creencia de que Rusia es un país socialista y que cada acción de sus dirigentes debe disculparse, cuando no imitarse”, sostuvo Orwell en 1947.
Para entonces, por escapar de su éxito en Londres, se había refugiado en la isla de Jura, entre Escocia e Irlanda, un lugar desolado y rústico, en una casa áspera, sin electricidad ni teléfono ni abastecimientos adecuados. Todo allí parecía roto y abandonado.
La granja de Barnhill era un sitio insano para alguien que estaba muriendo de tuberculosis. Pero, pese a todo, en medio de la nada, con vista a un fiordo helado, Orwell trabajaba neuróticamente. El resultado fue “1984”.
Publicada en 1949, ya en plena “Guerra Fría”, esta novela dio lugar a amargas controversias: defendida por los liberales, atacada por los comunistas. Es una fábula política en la que el Estado totalitario que todo lo vigila, “Gran Hermano”, se esfuerza por controlar las ideas y las palabras de la gente, sustituyéndolo por propaganda y un lenguaje hipócrita. Muchos millones de personas mueren en nombre de ideologías absolutas.
Se vendieron decenas de millones de ejemplares de “Rebelión en la granja” y “1984”, lo que convirtió a Orwell en el escritor inglés más conocido. Pero entonces, cuando le llegaron la fama y el dinero, él vivía internado en sanatorios para tuberculosos. Sufría violentas reacciones alérgicas a la nueva y mágica estreptomicina, el único fármaco que pudo haberlo salvado, y que por lo tanto debió abandonar.
Sus últimos libros integran un puñado de textos legendarios que vaticinan un futuro ominoso, con individuos esclavizados o aterrorizados: “Un mundo feliz” (1932), de Aldous Huxley, quien fue su profesor en Eaton; “Fahrenheit 451” (1953), de Ray Bradbury; o “La naranja mecánica” (1962), de Anthony Burgess.
En octubre de 1949, tres meses antes de morir, se casó con Sonia Brownell, una mujer tan bonita como oportunista, 15 años más joven que él, que se enriqueció de ese modo, y lo haría mucho más en el futuro gracias a los derechos de autor. Fue una acción final extraña de un hombre débil y atormentado.
Él pidió a Sonia que mantuviera y dejara su legado completo a Richard Horatio Blair, un niño que había adoptado en 1944 y que entonces estaba a cargo de sus caseros en la isla de Jura. Después de la muerte de Orwell, el 21 de enero de 1950, Sonia apenas se ocupó del niño, dilapidó una fortuna, y al fin de sus días era una borracha desaliñada.
“Mi vida ha sido casi siempre maldita, pero en ciertos sentidos interesante”, había escrito Orwell.
Su prestigio fue mucho mayor después de su muerte, hasta el fin de la “Guerra Fría” y aún más, cuando “Gran Hermano” había derivado en Occidente hacia un trivial voyeurismo televisado sobre personajes sórdidos y estúpidos encerrados en una casa. Al fin, el mundo se parecía más a “Farenheit 451”, rodeados de pantallas, que a “1984”; o al menos era así antes del coronavirus.
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