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Parchís en dos caras: la mirada de una fan y de un millennial

El documental de Netflix generó distintas reacciones entre quienes adoran a las fichas de colores y quienes no tenían idea de quiénes eran
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31 de julio de 2019 a las 05:00

Según Nicolás Tabárez

 

A Parchís solo lo conocía de nombre, por menciones de mis padres – que ya eran medios grandecitos para andar por la vida al grito de Par-chís-chís-chís -  y mis tíos más jóvenes, que si llegaron a ser seguidores y público objetivo del quinteto infanto-juvenil español.

Sabía que uno de sus integrantes se llamaba Tino, que en un momento había sacado un disco solista cuya tapa era él recostado y vistiendo unos shorts peligrosamente cortos porque esa imagen había sido usada en un episodio de la serie web animada Alejo y Valentina, y que se vestían con colores porque Parchís es como le dicen en España al Ludo.

Nunca había escuchado una de sus canciones, y no tenía real conciencia del fenómeno pop que significaron en su momento hasta que vi el documental.  Ese fue mi primer contacto formal con la banda con más cambios de alineación después de Fleetwood Mac.

Aunque con la vista de la adultez y del 2019, en un mundo más oscuro, irónico y cínico que el del pasado, en el que una persona de 12 o 13 años ya vio gracias a YouTube e internet cosas que sus padres ni imaginan, los Parchís puedan verse hoy como algo inocente e infantil por demás, hay que tratar de ponerse en contexto: eran ellos o Menudo los únicos niños-jóvenes que le cantaban a un público de su misma edad.

Como se apunta en el documental, hasta ese momento eran los adultos los que cantaban para niños. Y allá llegaban desde Europa los Parchís, como unos Beatles prepúberes que venían a invadir los oídos, las pantallas y las casas de los jóvenes latinoamericanos, generando las mismas escenas de histeria y fanatismo.

Antes de que se popularizara el formato boy band, y en un país donde lo más parecido a conjuntos teen fueron Karibe con K, los grupos del “pop latino” en los años 2000 y la camada de la “cumbia pop”, es entendible que Parchís pegara. Eran algo que no existía, y llenaron un vacío de mercado. Hoy es casi redundante una banda infantil, porque los niños escuchan lo mismo que los adultos, pero en la década de 1980 había campo fértil.

E incluso aunque no conociera de antemano a Parchís, el documental se vale de contar con esa gran historia para contar, con una compañía disquera que primero explota a los niños y después se funde dejando a sus estrellas sin una peseta; los padres entre ausentes y culpables que dejan que sucedan esas atrocidades o que no los supervisan en las giras, cegados por la fama de sus hijos y por el estilo de vida; una intervención de Disney que podría haber cambiado la historia, y sus cinco protagonistas que ven como todo el mundo se tira a sus pies antes de tener edad suficiente para entrar a una matiné.

Entre el material de archivo y las entrevistas actuales a los cinco parchises originales (más Frank, el primer reemplazo y parte del grupo cuando conquistó América) así como a sus colaboradores, familiares y representantes se conforma la clásica historia de ascenso y caída tan común en la música, pero con la particularidad de la edad de sus protagonistas y la cercanía cultural.

Los Parchís eran una de esas creaciones artificiales de la industria musical que de todas formas quedan prendidas a la memoria de sus fanáticos. Y prácticamente nada sabía de ellos. Ahora, con un documental de por medio, reconozco los méritos del fenómeno y entiendo por qué ocurrió, además de conocer una historia que combina diversión, drama, escándalo, peligro y espectáculo.

 

Según Paula Scorza

 

"Mamá, ¿por qué gritan?”. No puedo recordar y me abruma. Mi madre está segura de que fuimos juntas a ver a Los Parchís al Cilindro a principios de los 80. A mí se me mezclan los recuerdos y pienso que en realidad fuimos al cine. Sé con certeza que en algún lugar los vi. Pero de lo que ella sí está completamente segura es de que yo no lograba entender por qué los otros niños gritaban tanto cuando los veían.

Yo solo quería escucharlos. No solo eso. Yo quería ser uno de los Parchís.

Tenía alguna preferencia. Gemma siempre estuvo por encima de Yolanda. Me identificaba con ella porque no era la que todos elegían; lo mismo me pasaba con Frank. Practicaba los pasos de baile que se adaptaban perfectamente a alguien que no brillaba por sus condiciones aeróbicas. Y soñaba en silencio que aparecía en algún escenario de la mano de mis primeros ídolos. “Hola, amigos, ya estamos aquí, con este juego, que es nuevo nuevo...”

Claro que cuando soñaba todo esto, cuando mi cuarto se transformaba en escenario, no imaginaba que esos niños no eran tan felices como pensaba, o como la televisión nos mostraba. 

El documental Parchís de Netflix me dio una cachetada. Una fuerte, inesperada. Aunque en realidad creo que ya sabía unos cuantos datos de los que allí se relatan y no había tenido ganas de ponerme a buscar un poco más. Sabía que las cosas no habían terminado del todo bien entre ellos, en especial con Tino. También sabía que Yolanda se había convertido en actriz pero que nunca había logrado despegarse de la niña que cantaba vestida de amarillo. Y sabía también que el éxito brutal que aquellos niños habían tenido en aquella época había dejado algunas secuelas que ellos preferían no recordar.

Pero escucharlos hablar de días y días de trabajo sin descanso, de falta de cuidado en las giras, de abandono de la escuela o de primeras exploraciones sexuales entre ellos porque era lo que había me dejó una sensación ambigua durante las casi dos horas que dura el documental. El relato sobre los puntos más polémicos es superficial y leí infinitas críticas sobre eso. Puede ser. Yo no necesité más. O no pude. Creo que sí pude imaginar sin necesidad de más detalles que esa no era una vida que niños pudieran disfrutar y manejar durante mucho tiempo.

Sí canté, sí disfruté cuando los vi ahora, bastante más de 30 años después, y sobre todo recordé en el cuerpo la felicidad que esos cinco me provocaban. Pero terminó y la tristeza fue más que otra cosa. Y un poco de culpa –cuándo no– por haber disfrutado tanto de algo que ellos sufrían, y un cuestionamiento inicial a esos padres que –salvo en el caso de Oscar, el niño que primero abandonó el grupo– parecían no preocuparse por todo lo que sus hijos estaban viviendo y que solo veían la fama y el dinero que llegaría. La mirada cuestionadora sobre los padres se me pasó rápido. Al fin y al cabo todos los padres en general hacemos lo que podemos y lo que creemos mejor con las circunstancias que nos tocan.

Pero esa sensación de entre desazón y nostalgia que los propios integrantes del grupo transmiten no se me fue. Creo que ya no voy a poder contarles a mis hijos sobre la primera banda que generó emociones en mí y en mis amigos sin recordar esas caras, esos relatos que rescataban momentos buenos pero también otros profundamente malos y cuyas consecuencias finalmente los acompañaron siempre.

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