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11 de diciembre 2021 - 5:01hs

El festejo del gol de Jesús Trindade ante Sud América el sábado pasado, en el minuto 95 y cuando Peñarol se daba de frente a la pesadilla de que Nacional lo superara en la línea de llegada de la temporada, se pareció mucho a aquel de Diego Aguirre ante América de Cali en 1987 para ganar la Copa Libertadores: jugadores tirados en el suelo, llorando (de uno y otro equipo, porque para los buzones significaba el descenso), y festejo desesperado en las tribunas. Afuera y adentro de la cancha, liberación. Dice mucho del club, y del fútbol uruguayo en general, que los festejos de torneos con tantas diferencias de jerarquía hayan sido similares: hace tiempo que los hinchas se acostumbraron a festejar torneos de cabotaje y a casi ni ilusionarse con los internacionales. 

Pero además, ese festejo desesperado reflejó la olla de presión que fue Peñarol en los últimos dos meses. Una máquina trituradora de nervios nacida de una riesgosa estrategia liderada por su presidente Ignacio Ruglio, pero seguida por dirigentes, hinchas y hasta algunos periodistas partidarios: el “nosotros contra todos”, que tuvo como objetivo principal a los árbitros y a la AUF, especialmente a su presidente Ignacio Alonso. Y también, obvio, la prensa, en este caso bajo el hashtag “#PrensaBlanca”, no muy lejos de los “periomanyas” de otra época, y casi siempre dirigida hacia las mismas personas o medios.

La estrategia no es nueva. La han usado indistintamente Peñarol y Nacional en momentos en que se han sentido afectados por actuaciones referiles polémicas. Una discusión siempre hemipléjica porque evita ver todas las veces en que los jueces los favorecen, o las ocasiones en que fallan en contra de otros clubes, en un escenario de bajo nivel arbitral (que no se condice con las buenas actuaciones en el exterior) y de una traumática curva de aprendizaje en uso del VAR. En parte no es más que un modo de ser de los hinchas de los equipos grandes en general: sólo existe lo suyo, y el resto de los partidos apenas son un dato que suma para conformar la tabla de posiciones.

No era una jugada irreflexiva la de Ruglio: con el fantasma del tricampeonato de Nacional rondando, el presidente decidió jugar su partido e intentar poner en duda todo. No tanto para lograr los cambios políticos que proponía, sino sobre todo para que, si llegaba la derrota en la cancha, no dar la impresión de haberse quedado con los brazos cruzados.

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Pero lo cierto es que la cruzada que encabezó Ruglio no logró absolutamente nada. No movió ni media estructura en la AUF, porque hace tiempo que los clubes grandes (y los de Primera división en general) dejaron de tener el poder como para torcer las grandes decisiones. La llegada del nuevo estatuto (impuesto por FIFA a fuerza de una intervención en 2018, cuando la Asociación fue un bochorno mundial de elecciones postergadas, audios filtrados, corrupción asomada y renuncias poco claras) le quitó el peso decisivo que tenían los clubes de Primera, para repartirlo con el interior, los jugadores, jueces, entrenadores y el fútbol femenino. Así, Peñarol, Nacional o siete u ocho clubes chicos no pueden tirar un Ejecutivo, no pueden imponer la firma de un contrato de TV, ni cambiar el arbitraje de un fin de semana o la cúpula del Colegio de Árbitros. 

Lo de Ruglio fue mucha jugada para las cámaras, pero poco efecto real. El Ejecutivo de la AUF necesita mucho menos a Peñarol y Nacional que lo que ellos necesitan el Ejecutivo: por eso tampoco estuvo sobre la mesa de manera creíble la posibilidad de retirar a Gastón Tealdi, su representante en el gobierno del fútbol. La historia reciente es clara: cuando Peñarol y Nacional lo hicieron, les fue mucho peor, porque su rival monopolizó el lobby político.

El único efecto real de toda esa presión política fue lo que reflejó el festejo ante Sud América: cargar de presión hasta el límite de lo imposible a un equipo que hasta ese momento venía haciendo las cosas bien. En este año Peñarol logró tener un estilo de juego ofensivo y lindo de ver, toda una rareza en un club que históricamente valora más la pierna fuerte que la triangulación o el caño. Ese Peñarol llegó hasta las semifinales de la Sudamericana, y logró posicionarse bien en el Clausura para sacar diferencias.

El buen trabajo fue silencioso. Pablo Bengoechea y Gabriel Cedrés, héroes del segundo quinquenio de oro a la cabeza de la estructura deportiva, trajeron a Mauricio Larriera, un DT moderno y de buen juego pero sin antecedentes en el aurinegro. Fueron Cedrés y Bengoechea los que le dieron la espalda que necesitaba, sobre todo en momentos duros como la derrota del Clásico del Apertura, cuando Bengoechea tuvo una charla de casi 12 horas, a través de la madrugada, con el entrenador. A partir de allí Peñarol le ganó con luz la serie de la Sudamericana a los tricolores y levantó el nivel hasta convertirse en el principal candidato al título del Uruguayo.

Ese estilo tiene la huella de Gregorio Pérez: trabajo duro sin estridencias. Larriera no es un técnico que se declare rimbombante como Mario Saralegui, no es un motivador nato como Jorge Fossati, no tiene la fama mundial de Diego Forlán, y sin embargo, hizo jugar a su equipo como ninguno de los anteriores.

Pero fue la presión interna la que lo hizo tambalear. En la recta final el equipo perdió la paciencia, se desesperó por ganar, se convenció de que había un complot planetario para hacerlo perder, y así fue dejando puntos en el camino, que le dieron vida a sus rivales. El fallo de la AUF, que le dio a Nacional los puntos de la primera fecha ante Cerro Largo, estuvo a punto de concretar la hecatombe aurinegra, pero finalmente el tricolor dejó pasar la chance.

Larriera optó por el camino opuesto a Ruglio. Apostó por el “todos juntos” en lugar del “contra todos”. Siguió sufriendo, ante Sudamérica y también ante Plaza, al que le ganó por penales para liquidar todo en la semifinal. Pero en ese último partido al menos se amigó con el estilo que, dentro y fuera de la cancha, transformó a Larriera en una refrescante novedad.

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