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Quebrada de Laureles, un paraíso escondido

Ofrece un entorno difícil de encontrar en otro sitio con tanto despliegue de naturaleza viva
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24 de noviembre de 2019 a las 05:00

Por Guillermo Pellegrino

Especial para El Observador

 

El hombre es tierra que anda”, decía una antigua voz indígena. La recorrida de la naturaleza de las quebradas de Laureles (nombre que proviene del arroyo, límite de los departamentos de Tacuarembó y Rivera) seduce a cada tranco y sorprende con su paisaje variable: en minutos se pasa de un fértil valle a un cerro que por lo empinado se torna dificultoso llegar a la cima; o de un monte a la vera de un curso de agua a una depresión de 60 metros. Esta singular topografía viene a desterrar aquel concepto tan manido en las escuelas de que Uruguay es una penillanura levemente ondulada. 
Nos perdemos monte adentro y vamos escuchando al agua conversar: son decenas de arroyos y cañadas que en dirección sudeste bajan de la cuchilla de Haedo y de la cuchilla Negra y cuyos cauces discurren entre piedras y rocas. Pero este rumor se vuelve cada vez más fuerte a medida que nos internamos en las quebradas y empezamos a descubrir los saltos de agua –innumerables en el corredor biológico de las quebradas del norte; unas 380 mil hectáreas–, que son de los principales diferenciales de esta zona.

Dentro de las 430 hectáreas que componen el predio del establecimiento Bichadero (la posada emblema del lugar) hay un bosque de quebrada subtropical que bordea a un pequeño curso de agua, afluente del arroyo Las Cañas. El sendero, denominado Higuerones, es de dos kilómetros y está coronado por la cascada de la Cueva, que en dos grandes escalones –el de arriba iluminado y el de abajo dominado por las sombras– ostenta una caída de unos 20 metros.

En el bosque, además de una enorme variedad de árboles centenarios, destaca un área que se asemeja a un mar de helechos: son decenas y decenas, pegados unos a otros, sin intersticio alguno. Esta imagen de continuidad, que no se observa en la mayoría de las otras quebradas del área e inclusive del país, se da porque Darío Fros, el dueño de Bichadero, tiene vedado el acceso al ganado para preservar y mejorar la biodiversidad. 

La marca de la quebrada 

En el regreso a la pradera, saliendo en forma gradual –y casi sin advertirlo– de la hondonada, llama la atención una especie de bolsa alargada de color negro que pende de una rama y cuya textura es parecida a la de una esponja vegetal.

“Es el nido de un pájaro al que se conoce popularmente como Boyero alas amarillas (Cacicus chrysopterus, su nombre científico), para el que emplea fibras vegetales entretejidas”, explica Jorge Cravino, jefe del Departamento de Fauna de la Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama). “El boyero es una de las aves que ‘marca la quebrada’; cuando se los divisa, si no es dentro de ella, es claro que ha de haber una cercana. Construye sus nidos colgados en el fino extremo de ramas altas (muchas veces sobre el propio curso de agua), por lo que quedan a cubierto de los depredadores”, agrega.

El llamativo nido del boyero es tejido con fibras negras de un hongo del género Marasmius. Estos hongos participan en la degradación de la hojarasca y la formación del suelo del bosque, que van colonizando mediante largos cordones filamentosos negros, que semejan finísimas crines. Con este material el boyero entreteje una larga y delgada bolsa, péndula, resistente a la carga y la humedad, de un largo de entre 50 y 70 centímetros. La boca, estirada por el peso de huevos o pichones, está en la parte superior, junto a las fibras que atan el nido: queda como una hendidura de unos 15 centímetros, con un ancho casi virtual de unos 3 centímetros. La parte inferior, lo que sería la bolsa propiamente dicha, tiene un diámetro de unos 10 centímetros.

En una breve parada, una sorpresa. Un leve crujir de ramas y hojas identifica a un coatí en las partes altas de las copas de los árboles. El animal, omnívoro, pasa por el lugar exacto en el que pende el nido del boyero. Pero sigue su camino, altivo. Sabe de la imposibilidad de obtener de allí su alimento. 

Microclima 

El sol brilla en lo alto y el calor aprieta. Hay unos 30 grados. Gotas de sudor corren por la frente y por la nuca, y dan cuenta de esta canícula primaveral.

Después de estar unas horas en la quebrada, en la que por sus características (topografía, humedad, espesura vegetal y entrada de luz) siempre hay un microclima, la diferencia es notoria. Allí había unos veintipocos grados, que coadyuvaron a un paseo agradable. “La quebrada te aísla del calor pero también del frío”, asegura Fros, nacido y criado en la zona. “En algunas ocasiones hemos medido la temperatura: llega a haber hasta 10 grados de diferencia. En invierno, si en la cercanía de la casa hay 12 grados, en la quebrada se aproxima a los 22; y cuando hay 35 grados arriba, en la quebrada hay unos 25 o 26”.

Entre arbustos de carquejas y cedrón de monte, chilcas y quinas –arbusto del que se extrajo parte de la materia prima para fabricar hace ya casi un siglo el agua tónica Paso de los Toros– empieza otra caminata a campo abierto. A los pocos minutos, otra vez el murmullo del agua y súbitamente otra cascada, a la que llaman Perao del cazador. Pisando suelo rocoso se llega a la cañada, que a los pocos pasos se transforma en un fino hilo de agua que cae unos 25 metros. Si se utiliza una visión más periférica, la depresión es muy profunda, de vértigo. No hay sendero, por lo que bajar no es una opción, pero desde lo alto se puede contemplar la cañada que fluye con mayor caudal entre rocas y monte nativo, y que vuelve a desplomarse metros más adelante. 

Cascadas

Para todo el recorrido un día es poco tiempo. Y un destino inobjetable del lugar son las dos cascadas de mayor renombre del lugar: la Grande y la del Indio. 

Tras caminar varios kilómetros primero por el valle y luego por las “pequeñas selvas” que abrazan al arroyo Laureles, y atravesando la vegetación frondosa se llega al lugar. Laureles, guabiyúes e higuerones rodean el lugar, e incluso hay una especie con nombre y apellido, Francisco Álvarez. Según la leyenda, el nombre se le dio por un matrero de la provincia argentina de Corrientes. También hay palo jabón, espina amarilla (su savia tiene pigmentos que los lugareños utilizan para teñir ropa y cabellos) y muchos plumerillos, cuya floración, roja e intensa, embellece el paisaje en esta época del año.

El canto del agua, que acompaña el trayecto, se vuelve cada vez más intenso. La cascada del Indio muestra un buen caudal tras las fuertes lluvias de los últimos días, y la postal deleita. Pero lo mejor estar por venir. Con cuidado cruzamos a la margen derecha del arroyo. Bajamos por el monte y llegamos a un lugar desde el que se aprecia, perfectamente, la figura del indio. Impacta ver sus arrugas en la frente y su nariz aguileña, sus ojos hundidos, sus pómulos salientes.

Arroyo abajo, un kilómetro más adelante, aparece la cascada Grande, con un entorno de monte y la laguna debajo de la caída de agua que hacen del lugar un punto incomparable.

En este hábitat de monte nativo se cuelan también algunas palmeras de la especie pindó, aunque lejos de la cantidad que se observan, por ejemplo, en la quebrada de los Cuervos, en Treinta y Tres, donde el pastoreo de ganado es muy escaso y pueden desarrollarse mejor. 

A la cascada Grande también se llega luego de desandar otro bosque ribereño. Estos vergeles son una tierra floreciente en humus, a raíz de que la lluvia va lavando los suelos más altos. Esta capa va enriqueciéndose en lo orgánico y cayendo al fondo de las quebradas que, con el calor encajonado y aisladas del viento, genera un suelo profundo –un vivero natural de árboles inmensos, de entre 20 y 25 metros de altura, de copas bien desplegadas– bajo el cual se cobija un segundo estrato de árboles de menor porte, tolerantes a la sombra. Luego hay un sotobosque de arbustos y, como estrato inferior, un tapiz herbáceo dominado por helechos.

Pero al desandar el camino, nos preguntamos el porqué de tantas cascadas en esta zona. “Es que estamos en lo que se llama el frente de la cuesta basáltica, la vertiente este de la cuchilla de Haedo, donde se dan diferencias de alturas entre las zonas de basalto, que son rocas volcánicas muy duras y resistentes a la erosión; y del otro lado areniscas, que son socavadas por la acción del viento y el agua”, explica Cravino, quien a pesar de su procedencia urbana tiene una experiencia de 37 años de trabajo en el tema fauna y es un hombre súper apasionado por la naturaleza y todo lo que ella alberga. Los derrames basálticos ocurrieron entre 65 y 145 millones de años atrás, sobre formaciones de areniscas. Las áreas altas, de basalto, son como los dientes de derrame volcánico, que se va diluyendo hacia el valle sobre la arenisca. “Los cursos de agua que bajan de las cuchillas, ya sea por las lluvias o por los manantiales, siguen un declive grande, sobre un lecho de piedra que presenta las irregularidades propias de un derrame de lava que se ha solidificado y se escalona hasta morir en la arenisca. Las aguas pasan de un suelo volcánico, de una roca de extrema dureza, hacia un maleable suelo de arenisca. Las quebradas quedan entalladas en la roca basáltica y las caídas de agua son continuas, y forman pozones o piscinas naturales”, indica.

El mensaje de la viudita

En la cuenca de Laureles hay una presencia significativa de aves, algunas muy típicas de esta parte del norte del Uruguay. La bandurria baya, que hace referencia al color de su plumaje, entre ocre y amarillo fuerte, y que fuera dibujada por el botánico y naturalista Dámaso Antonio Larrañaga –la que aparece en el billete de 2.000 pesos– suele hacer nidos en los peraos, tal como le llaman aquí a las salientes rocosas de los paredones de piedra. Se la reconoce también por su grito estentóreo, muy fuerte y particular.

Al chimachima, pariente del popular chimango, también se lo puede ver en las partes altas, o posado sobre el lomo de caballos o vacas, limpiándolos de garrapatas. De hecho, a pocos kilómetros de Laureles, en Brasil, le llaman carrapateiro, tal la traducción de garrapata al portugués. 

Y la viudita copetona, de plumaje negro con alas blancas, es otra ave bien representativa del lugar y tiene una particularidad que ayuda a los viajantes.

Anida en las zonas sombrías o bien oscuras, sobre la pared rocosa de las quebradas, inclusive muy cerca de las caídas de agua o debajo de ellas. “Donde veas moverse una viudita copetona, estate seguro que a los pocos metros va a caer el terreno”, asegura Cravino. Este testimonio es, de alguna manera, una sinopsis de la quebrada de Laureles. Un sitio tan escondido como imperdible. l

Una familia a cargo
A mediados del siglo XIX llegó desde Alemana el primer Fros, antepasado de Darío. Este, sexta generación de los Fros, se casó con Serrana Rodríguez Sotto (de la localidad de Laureles) y se fueron a vivir al casco de estancia que hacía casi un siglo había construido uno de los abuelos de Darío. Hace 15 años convirtieron a Bichadero en posada, en la que tienen 4 habitaciones y 10 plazas. Pero lo que ofrecen, principalmente, es su calidez. La sonrisa de Serrana y sus comidas caseras; el silencio de Darío y sus repentizaciones (aprendidas de los viejos pobladores de la zona), y la presencia de sus hijas, Alicia, Marcela y Clara le agregan aún más magia al lugar. 

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