Con 86 años, Ruth Bader Ginsburg es todo un ícono pop de la cultura estadounidense; su cara es símbolo de infinidad de productos y ocupa varios tatuajes de millennials que la siguen. No, no es ni actriz de Hollywood, ni artista, ni figura del mundo del espectáculo. Es una jurista.
Con una altura que no supera el metro cincuenta, Ruth Bader Ginsburg se convirtió en una de las pioneras en la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres en Estados Unidos. Y aunque siempre fue una figura emblemática en su país, a 25 años de haber sido nombrada jueza de la Corte Suprema por Bill Clinton su popularidad volvió a resurgir en todo el mundo. Porque en tiempos de Donald Trump representa al progresismo dentro de la corte, porque recientes titubeos en su salud han asustado a unos cuantos y porque el año pasado su historia fue contada en partida doble en dos producciones audiovisuales. RGB es el documental (nominado a los últimos premios Oscar) de Betsy West y Julie Cohen que expone la vida y carrera de la abogada. On the Basis of Sex es la biopic dirigida por Mimi Leder y protagonizado por Felicity Jones, que en los cines uruguayos se estrenó hace unas pocas semanas.
Pero el hoy celebrado camino de Ginsburg –que arrancó en un momento bisagra entre los mandatos de una sociedad conservadora y machista y los brotes de los ideales feministas de la segunda ola– estuvo cargado de palos sobre las ruedas e instancias reinadas por la desigualdad de género.
Estudió Derecho en la Universidad de Harvard cuando la admisión de mujeres en esa institución era irrisoria. Fue una de las nueve privilegiadas –en el sentido más irónico de la palabra– que ingresaron a estudiar leyes en 1956, en una clase con 500 hombres. Minimizada por sus docentes y compañeros por su condición de mujer, Ginsburg logró destacarse en su generación. Finalmente se graduó de la Universidad de Columbia como la mejor de la clase.
Pero los ideales feministas que Ginsburg llevó al ámbito del Derecho tuvieron sus bases más simples y reales en la vida que llevó en su casa. “El único joven con el que salí al que le importó que tuviera un cerebro”, contó la letrada en RGB en referencia a su esposo Martin Ginsburg. Ambos compartían la crianza de sus hijos a la par y dividían las tareas del hogar equitativamente. A los meses de que Ruth entrara a Harvard su esposo –que cursaba el tercer año– fue diagnosticado con cáncer y aunque vivió hasta los 78, los primeros tiempos fueron complejos. Mientras ella estaba en su primer año asistía a las clases de su pareja y lo ayudaba a estudiar. En RGB, su hija mayor Jane (63) recuerda que su madre solía dormir dos horas por día por todas las cosas que hacía y luego se recuperaba durmiendo todo el fin de semana de corrido.
Martin se especializó en derecho tributario y tuvo éxito profesional enseguida. Pero Ruth, que sobresalió académicamente, no pudo ejercer como abogada por varios años porque ningún despacho quería contratar a una mujer. En 1963 comenzó a dar clases en la facultad de Derecho de la Universidad de Rutgers –donde inició un curso sobre género y derecho– y en el 72 se convirtió en la primera profesora titular de Columbia. Por esos años también se unió a La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles donde lideró el Proyecto de Derechos de las Mujeres y defendió seis casos de igualdad de género históricos ante la Suprema Corte (ganó cinco).
Uno de sus logros más importantes fue cuando salió victoriosa en un caso en el que obligó a una escuela militar de Virginia a anular la política de admisión exclusiva para hombres.
La voz de la disidencia
Desde que el presidente Clinton la nominó a la Corte Suprema en 1993 (fue la segunda mujer en integrar el máximo tribunal de justicia), Ginsburg se caracterizó por su cautela a la hora de actuar y su fuerte discurso a favor de la igualdad de género, los derechos de los trabajadores y la separación de la iglesia y el Estado. Se la considera parte del bloque moderado-liberal aunque a medida que la corte se ha ido corriendo hacia su ala más conservadora –desde la administración de George W. Bush y con los jueces Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh nombrados por Donald Trump–, la jurista optó por correrse cada vez más hacia la izquierda, con una voz cada vez más disidente del resto.
Con frases como: “La frontera de género no busca mantener a la mujer en un pedestal, sino en una jaula”, una estudiante de derecho comenzó a difundir en 2016 la imagen de la letrada en un sitio de Tumblr. En ese mismo blog se la apodó Notorious RBG (en referencia al fallecido rapero The Notorious BIG) y entre los jóvenes hoy se la conoce así. Esta difusión a través de las redes sociales colocó a la octogenaria en un lugar de ícono pop que adquiere mucho significado en la era del #MeToo y Donald Trump. Su cara es caricatura de miles de tatuajes, tazas y camisetas y su “collar de la disidencia” (lo comenzó a utilizar cuando supo que sus decisiones en la corte se iban a oponer a las de la mayoría conservadora) se volvió un artículo exitoso comercializado por la marca Banana Republic.
El legado de Ruth Bader Ginsburg se sigue construyendo. En materia de derechos sociales la historia estadounidense (y mundial) está en un constante tira y afloje y personas como ella – comprometida e inquieta ante las desigualdades– no dan nunca el brazo a torcer.
La voz de la igualdad –como se tradujo al español– abarca los años en que la jurista comenzó sus estudios en Harvard hasta el primer caso que ganó donde la discriminación de género desfavorecía, paradójicamente, a un hombre. La trama central ubica a una Ginsburg que, desesperada por ejercer como abogada, da clases de derecho y género en una universidad mientras aboga por cambiar leyes que discriminan con razón del género. Su hija Jane –que por esos años es una adolescente de 15 años– pertenece a la generación revolucionaria que comenzó a protestar en las calles alegando por los derechos de los más desfavorecidos ante la ley. Y, aunque la joven le discutió a su madre que la situación de desigualdad se cambiaba movilizándose en las calles y no desde un escritorio, Ginsburg le demostró que se trataba de acciones complementarias. Ante tres jueces hombres que la miraban de reojo en el tribunal, la jurista expresó que la sociedad estadounidense ya estaba cambiando y que lo único que faltaba era que las leyes se hicieran cargo de ello.
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