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Sobre el arte de educar y una maestra especial

Graciela Genta siempre tuvo clara su meta: ser maestra. Afirma que lo fundamental en su carrera es la ternura
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20 de noviembre de 2020 a las 05:04

Por Carolina Anastasiadis

Desde niña supo que quería ser maestra. Vivió su infancia con su familia en el Prado Chico, cerca del arroyo Miguelete, y el llamado le llegó en voz de un vecino, que necesitaba que le enseñara a su hijo a sumar y restar.

“El tambo de este señor estaba a media cuadra de casa y una vez que acepté, empecé a ir tres veces por semana; me pagaba con medio litro de leche al pie de la vaca. Fue así que definí mi vocación, a los 14 años”, recuerda Graciela Genta.

¿Qué es la vocación? le pregunto a esta señora mientras su nieta Jazmín nos espía desde una escalera de la casa. Es domingo, mediodía, y Graciela cumple 83 años. La familia está reunida y el fuego prendido; nos están por llamar para comer pero ella habla entusiasmada. “Es una voz interior que en mi caso me decía que tenía que ser maestra y nada más que maestra”, explica. Y aunque no se da cuenta, se pone en ese rol, porque enseguida trae a un poeta: “Es como dice Rodó, una voz interior que te llama, un llamado a tu camino, a hacer eso que podés hacer bien”.

Así empieza el encuentro con esta señora a quien antes de escuchar ya siento especial, no sé si por esa condición de abuela, por sus ojos amorosos o por esa lucidez empapada de sabiduría que comparte en cada una de sus palabras.

¿Cuándo empezaste a trabajar de maestra?

Me recibí y empecé a trabajar como suplente en una escuela en el Cerrito de la Victoria. Primero ambulé por varias hasta que un día me ofrecieron ser maestra del Saint Catherine. Empecé como suplente cuando el colegio tenía 25 alumnos y me jubilé con 60 años, cuando el colegio ya tenía 2500 alumnos.

La energía que demanda educar es mucha. ¿Qué te atraía de ese trabajo?

Es una responsabilidad enorme. En esa etapa de la vida de un niño es cuando se absorben los valores y una cantidad de cosas. Siempre me interesó insistir en eso. Trabajé en un colegio de nivel socioeconómico alto y también en escuelas en otros contextos. Los niños son todos distintos, pero requieren siempre de lo mismo. Yo diría que hay que basarse en una doctrina del amor. Mi tarea como maestra, más allá de lo formal, a veces requería pasar por el banco y hacer una caricia en la cabeza, o escuchar una pena de quien necesitaba desahogarse. Cuando sos maestra, sos un poco madre y otro poco autoridad. Es una carrera en donde es fundamental la ternura.

¿Dónde se aprende la doctrina del amor?

La aprendí en mi casa, con muchos años de sacrificio y difíciles. Por suerte mis padres eran muy especiales. Recuerdo ver a mi papá debajo de un parral leyendo mis poemas y diciéndome el orgullo que sentía de que yo hiciera mi carrera de maestra. Eso me marcó.

La casa siempre tiene un valor imponente. Mis padres fueron manos abiertas para darle amor a todo el mundo. Eso nos señaló un norte a mis hermanos y a mí, porque además nos decían siempre que más allá de cualquier carrera, lo que ellos querían lograr de sus hijos era que fuéramos buenos. Yo creo que la bondad es una condición innata del ser humano, no siempre aplicada, porque a veces el dolor puede hacerte aguja, elevándote, o te vuelve ombú y te ensanchás.

Humberto Maturana dice que nacemos biológicamente diseñados para amar. ¿Es así?

Coincido totalmente. Yo siento que el amor que me dieron mis padres fue lo que me señaló el camino. Ellos llenaron todas mis necesidades, compensaron con eso mis angustias, tristezas y fracasos. También creo que a amar se aprende.

Fuiste un poco trasgresora como maestra…no te gustaban las penitencias.

Es cierto. Trabajé en un colegio inglés y seguía los cánones en la medida en que podía, pero era muy rígido. A los alumnos se los calificaba con puntos en contra si hacían algo mal o con estrellas si hacían algo bien. Era una competencia total. Yo odié eso porque no servía a los fines de educar y  la dueña del colegio me preguntaba siempre “¿Cómo es que no hay puntos en contra acá?” Yo le decía que en mi clase se portaban bien.

Recuerdo que había una penitencia que implicaba que los chicos fueran los sábados y yo nunca la apliqué porque no creo en la sanción, creo que la palabra es la mejor sanción. Cuando tú le hablás a un chico, entiende. Es imposible que la palabra bien usada no entre. Tanto es así que  cuando los mandaban como sanción al escritorio, yo los convidaba con té y galletitas y les hablaba. Y surtió efecto porque hoy todos brillan en sus actividades y muchos me recuerdan. Aprendí mucho de ellos.

¿Qué aprendiste de los niños?

Todo. La dignidad. La sinceridad. La solidaridad. La ternura. La piedad. Muchas cosas. Por ejemplo, me acuerdo mucho de una niña sorda. Su mamá era el ama de llaves de un señor inglés muy rico. Esa niña divina que tenía muchas dificultades para aprender me enseñó lo que era la necesidad de inclusión, de afecto. Yo pasaba al lado de ella y le acariciaba la cabeza. Antes no se hablaba de inclusión y los colegios eran más bien excluyentes.

Tantos años trabajando con niños, debés tener un conocimiento importante de lo que es el humano. ¿Cómo somos?

Si. En todas las facetas. Conocí el egoísmo, la virtud, el desprecio. En todos hay luz y oscuridad y el maestro tiene que transformar, lograr esa interacción entre lo bueno y lo mano, intervenir ahí. Hay que comprender al ser humano como un ser vivo que lo tenés en las manos y lo estás moldeando.

¿Creés que el maestro debe trabajarse para poder ser bueno en su rol?

Es fundamental. El maestro debe desprenderse de prejuicios y problemas, debe preparar su corazón y su capacidad para la difícil y comprometida tarea de educar. Un buen maestro que se prepara es un escultor que trabaja con el exquisito y complejo material que es un niño.

¿En qué consiste para ti la tarea del maestro?

El maestro debe educar en libertad, respetar por sobre todas las cosas la individualidad: cada niño es un ser único y valioso. Educar es formar seres libres, independientes, creativos, aptos para vivir en sociedad. La educación no debe ser nunca un proceso de “llenar un recipiente vacío” sino de sacar de adentro del alumno todos aquellos valores y acciones que le ayudarán a ser un hombre en plenitud mañana. Solo así ayudaremos a contribuir en la formación de una futura sociedad más justa y mejor preparada para la vida.

¿Cómo se descubre el “don” de cada niño?

Se descubre en el accionar del niño en el aula. El ” don”, ” inclinación ” o ” vocación” puede muchas veces gestarse en los primeros años. El niño sueña con ser algo, lo alcanzará o no, lo construirá o no, lo transformará o no con el paso de los años. El maestro debe colaborar para que el sueño de ” ser” no se mutile y es su responsabilidad respetarlo, favorecerlo y estimularlo.

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