El último reporte de inflación la semana pasada disparó todas las alarmas en la Casa Blanca y la Reserva Federal de los Estados Unidos.
Hasta entonces, ambos habían venido poniendo paños fríos sobre el alza de precios que hoy preocupa a los estadounidenses: decían una y otra vez, tanto desde el gobierno como desde el Edificio Eccles, ubicado en la calle 20 y Avenida Constitution de Washington, D.C., que la inflación era “transitoria”.
Pero el Índice de Precios al Consumo (IPC) fijó la inflación anual en 6,2%, y eso lo ha cambiado todo.
Si usted le pregunta a un economista uruguayo, técnico del MEF o del Banco Central, le va a decir: “¿6,2% de inflación? Teneme la cerveza…”.
El acumulado de 12 meses en 6,2% son cifras “normales” de inflación en Uruguay (de hecho, el último IPC la fijó en 7,8%), lo cual habla muy mal de nosotros; no bien. Pero para Estados Unidos es un disparate. Suben, como sabemos de sobra, los precios de absolutamente todo: desde la nafta y las idas al supermercado, hasta los alquileres y el gas. Y los estadounidenses se desesperan.
Por eso el presidente Biden reculó: ahora dice que la inflación es su “prioridad uno”, después de haber desestimado el tema durante meses.
Esto se lo había advertido Larry Summers desde principios de año. El exsecretario del Tesoro había dicho al gobierno en público y en privado que el paquete de estímulo por 1,9 billones de dólares, que Biden firmó en marzo, recalentaría la economía y dispararía la inflación.
Pero entonces los demócratas rechazaron sus advertencias, acusaron a Summers de “neoliberal” y de estar “resentido” porque Biden no le había ofrecido un cargo en el gobierno. Además, tenían a sus propios economistas estrella, como el Nobel Paul Krugman, quien desde las páginas de The New York Times, les reafirmaba una y otra vez que sus planes de gasto eran acertados, que con ello echarían a andar otra vez la economía al tiempo que protegían a los sectores más vulnerables.
Ahora, con el diario del lunes, hay algunos columnistas conservadores, como William McGurn del Wall Street Journal, tratando de convertir esto en un contrapunto entre Biden y el fallecido economista ultraliberal Milton Friedman, por cuenta de una frase de Biden al final de una entrevista mucho antes de la elección, en la que, de la nada, decía: “Milton Friedman no es más el dueño del circo”. Como si alguna vez lo hubiese sido. Pero para McGurn, esta inflación de ahora significa que Friedman “ríe último”. Lo cual parece bastante traído de los pelos.
Acá el verdadero debate es si el gobierno, Paul Krugman, y otros defensores del Estado de bienestar como él, tenían razón, o si tenían razón economistas más moderados como Larry Summers y su protegido y amigo Steven Rattner que –como cuenta este mismo en un reciente artículo del Times– habían advertido al gobierno del altísimo riesgo inflacionario.
Y acá debo hacer una pequeña digresión, porque yo también creí en los análisis técnicos que Krugman presentaba en su sesión de “wonkish” (donde trata los temas económicos un poco más en profundidad), como en su momento habrá advertido el lector atento. Estudié en Washington a principios de los noventa y aprendí macroeconomía y economía política en los libros de texto de Paul Krugman.
Nadie explica la economía como él. Y ciertamente tiendo a coincidir mucho más con sus ideas y las de Keynes que con las de Milton Friedman y los Chicago Boys, cuyas políticas a la larga son tan buenas como la situación actual de Chile.
Sin embargo, mi búsqueda en esto, como en todo, siempre ha sido la del justo medio aristotélico. Y en economía esa voz siempre fue la de Larry Summers, que me parecía mucho más sensato que Krugman y otros neokeynesianos como Ben Bernanke en temas precisamente como la inflación. Como uruguayo, “quemado con leche”, eso de dejar subir los precios hasta 4 y 5% me parecía un despropósito.
Pero a principios de este año, a la salida de una pandemia atroz que lo trastocó todo y hundió a millones en la pobreza, me pareció atendible su postura y los paquetes de ayuda del gobierno Biden, del gobierno uruguayo y de otros gobiernos latinoamericanos. Todavía me parece que era lo que había que hacer.
En ningún momento dije que Summers fuera un “neoliberal”, ni que estuviera resentido y esas mezquindades que otros le han prodigado. Solo creí que seguramente estaba equivocado, y a sus reparos ni los mencioné en mis escritos.
Ahora la pregunta que flota en el ambiente –y más aun ha de flotar en la pesada atmósfera del Ala Oeste de la Casa Blanca entre quienes tan duramente lo criticaron– es: ¿será que Larry tenía razón?
Ciertamente hay varios factores que han ejercido presión sobre los precios. Krugman se ataja con los desajustes en la cadena de producción, alma de la oferta, que no ha podido atender una demanda en esteroides. Y en la llamada “gran renuncia”: el hecho de que millones de estadounidenses se han negado a regresar a sus antiguos trabajos después de la pandemia.
Sin duda todo ello ha afectado. Pero pocas cosas resultan más gráficas para el lego que la explicación que dan Summers y Rattner: “Demasiado circulante persiguiendo bienes demasiado escasos”.
Tampoco es una inflación tan grave como la pintan quienes insistentemente la comparan con la de los años setenta, cuando llegó a dos dígitos y, entre cosas, le costó la reelección a Jimmy Carter.
Ni estos son los setenta, ni Biden es Carter. Pero si Summers tenía razón y no logra en breve controlar la inflación, tal vez deba rever su programa de gobierno “Construir de nuevo mejor” y ajustar el gasto.