Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

The best man speech y El imperio de las emociones

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26 de enero de 2020 a las 05:00

Estimada Magdalena:

The best man speech

El sábado pasado asistimos a una boda en Castle Combe, un pueblito irrealmente inglés cerca de Chippenham.

Irrealmente inglesa es también la costumbre, idealizada en series y películas, de que el mejor amigo del novio (Best Man) haga un discurso, en algún momento de la celebración. En tales ocasiones -se comprende perfectamente- es muy difícil evitar el estereotipo y nadie espera un monólogo de Shakespeare. Hay como un pacto tácito de indulgencia y no agresión entre el orador y los asistentes. Al final, el aplauso manifiesta, por encima de todo, el alivio de que aquello haya terminado sin lamentar víctimas fatales.

Pero últimamente, ese pequeño e indoloro estrés se ha convertido en algo distinto. Los discursos -quizás estereotipados, pero en los que se apreciaba cierta intención inteligente- han dado paso a un nuevo género, no digo ya de oratoria, sino de espontaneidad sentimental.

El sábado, en Castel Combe, cuando el amigo del novio se levantó, todo parecía seguir el curso clásico y se produjo aquel silencio expectante que describe Virgilio al comienzo del Canto II de La Eneida.

Se trata de un individuo de podadas barbas (pero en el que se advierte una conciencia casi femenina de su propia apariencia), que, sin embargo, no logra al primer intento articular palabra alguna. Está poseído por la emoción. Apenas puede tenerse en pie y, con pequeños gestos hacia los recién casados, se excusa. Ellos, a su vez, con responsivos ademanes, lo amnistían. También el público asistente, con un aplauso anticipado, le da a entender que aquella emoción es mejor que cien discursos. No saben hasta qué punto están en lo cierto.

Cuando finalmente surgen las palabras, enseguida advertimos la ausencia de las clásicas referencias a Love Story o al Principito. En verdad, ni siquiera se menciona a los novios. No: el Best Man intenta explicar cómo se siente él. Y lo condimenta con explícitas declaraciones sensibleras propias de Facebook, a lo largo de un lacrimoso y deshilachado repertorio que sólo es excusable porque nadie puede ni siquiera imaginar que el mejor amigo del novio haya querido hacer eso a propósito. La paradoja se completa con un aplauso inextinguible

¿Tiene este brote de espontaneismo su raíz profunda en el pensamiento romántico? Quizás quiera usted, Magdalena, decirnos algo al respecto. En todo caso, no se originó el sábado pasado en Castel Combe.

En 1972, mis padres asistieron a la cena de honor que ofreció Pompidou, el entonces Presidente francés, en honor de Su Majestad la Reina.

Poco antes de llegar la Reina y el Presidente, el Director de Protocolo  de l’Élysée pidió silencio para ofrecer algunas precisiones sobre la secuencia de pequeños actos que estaban a punto de producirse y sobre el comportamiento que se esperaba de los asistentes. Por ejemplo, solicitó hablar en un tono de voz razonable, con las personas que uno tenía a derecha e izquierda, nunca con las de enfrente, no dirigirse directamente al personal de servicio, etc… Entonces, un conocido cantante y compositor francés, unido sentimentalmente (por aquel entonces) a una (por aquel entonces) bellísima modelo y actriz inglesa, protestó y se quejó de lo asfixiante de todo aquel ritual. Y preguntó si no sería mejor que cada uno siguiera el dictado de su propia espontaneidad y se dejara el protocolo a un lado.

-Mais, mon cher Monsieur -replicó con ironía el funcionario-. El protocolo no es más que la oficialización de la buena educación.

Mis padres contaban este cuento, con un evidente parti pris conservador. Yo, en cambio, no tengo esa inclinación. Debe usted saber, aunque ahora parezca risible en alguien de mi edad, que mi padre me consideraba un hippie. Quizás no uno de aquellos que defecaron en las praderas de Woodstock, pero un hippie al fin. Así que mi juicio es, en cierta forma, el de una persona que aprecia cierto grado de informalidad.

Y mi juicio es que, aunque en aquel momento pareció que triunfaba la razón sobre la espontaneidad, en realidad, en el largo plazo, el mundo se parece hoy más al compositor espontáneo que al Director de Protocolo de l’Élysée.

En cuanto a mí, si en algún momento necesito escuchar un buen discurso de casamiento, iré a buscarlo, no a Castle Combe, sino en una película de Richard Curtis. 

El imperio de las emociones

Estimado Leslie:

Me ha causado mucha gracia imaginarlo entre la multitud de hippies que, bajo la mítica consigna sex and drugs and rock´n´roll, asistieron al épico festival de Woodstock. Acaso sea por vano prejuicio, pero supongo que a un bibliotecario inglés le “pegan” más los Nocturnos de Chopin que Hey Joe o Stepping Stone de Jimi Hendrix.

En cuanto a mí, no le voy a mentir; siempre sentí una especial simpatía por los movimientos contraculturales, no sólo en la adolescencia, cuando lo habitual es el afán de llevar, porque sí y sin más, la contra al status quo. Lo que me atrae de la contracultura es su postura crítica, la misma que define y da impulso al filosofar. Por ello encuentro saludable confrontar al establishment, pero no por el mero afán de demolerlo o denostarlo, sino para evaluar su razonabilidad en función de lo que es bueno para el ser humano y la sociedad en general. Como advirtió Allen Ginsberg (ícono de dos grandes corrientes contraculturales como la Generación Beat y el movimiento hippie): “Nuestras cabezas son redondas para que los pensamientos puedan cambiar de sentido”. 

Así y todo, el discurso de su “best man”, aunque reacio a las formas y referencias clásicas que marca la tradición, está lejos de ser una expresión contracultural digna de consideración. Se trata, más bien, de una expresión clara del individualismo chabacano imperante, asentado en una concepción estrecha y frívola de la emotividad. 

Encumbradas en “castillos en el aire”, las emociones han dejado de ser un medio para el autoconocimiento introspectivo, convirtiéndose en la excusa perfecta para la proliferación de la sensiblería ordinaria, la autorreferencialidad vulgar y la devaluación de la argumentación racional. La idea es dejar que las emociones fluyan libremente, para poder expresarlas sin filtro ni censura. Dar rienda suelta a mi sentimiento y ejercer, así, mi libertad para ser y hacer lo que se me cante, mientras los otros se vuelven lisa y llanamente irrelevantes.

Mas cuando el borboteo emocional es la norma, el testimonio, o contenido, es destituido por la grandilocuencia de la gestualidad, o forma de expresarlo. Así, el speech de su conmocionado “best man” fue tan protocolar -sujeto a reglas que custodian la formalidad- como la ceremonia en honor a Su Majestad a la que asistieron sus padres y el reconocido cantante (que, seguramente, ya había disfrutado en Woodstock de un fin de semana libre de etiquetas y pletórico de espontaneidad).

Por esto, no creo que el problema sea el “brote de espontaneismo”. Fíjese que etimológicamente (¡ya sabe cuánto me gusta examinar la etimología de las palabras!) “espontáneo” proviene del latín sponte que significa “libre, voluntariamente, por su propia cuenta, sin ser obligado”. La espontaneidad se relaciona, así, con el libre albedrío y no, como suele presumirse, con sofocar a la razón para dar vía libre al impulso o sensación inmediata. La espontaneidad nos exige un ejercicio de la inteligencia para poder elegir a conciencia, y no vernos coaccionados por fuerzas (tanto externas como internas) ajenas a nuestra propio discernimiento.

Es difícil determinar con exactitud la génesis de esta devaluación del pensamiento crítico. Pero es claro que ella se alimenta del barullo semántico, donde el fluir espontáneo del ser auténtico es confundido con el ser arrastrado por un vulgar e impersonal sentimentalismo. No sé usted, pero yo no encuentro aquí ni una pizca de pensamiento romántico.

Johann G. Fitche -uno de los precursores más influyentes del romanticismo alemán- incitaba a sus alumnos a mirar la pared de su clase: “Señores, piensen la pared”, les decía, “ y luego piensen en sí mismos como distintos de la mirada de la pared”. Lo que buscaba Fitche era arrancar a la conciencia de sus discípulos de su propia petrificación y alienación. Liberar a su “yo” de la pasividad y el sentimentalismo acomodaticios para infundirles dinamismo, creatividad y raciocinio.

En el imperio de las emociones, por el contrario, el yo es perturbado y entumecido por un exceso de afectividad veleidosa, huera y superficial.

Como decía un conocido periodista uruguayo: “Así está el mundo, querido Leslie”. Aunque, por fortuna, todavía tenemos Notting Hill, la Appassionata de Beethoven y Los amantes de Cortázar.

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