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The Last Dance: Jordan y sus Bulls regalan una de las series más electrizantes del 2020

La serie de Netflix y ESPN se convirtió en uno de los éxitos del año a base de una narrativa ágil, por momentos adictiva y profundamente conmovedora
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19 de mayo de 2020 a las 05:04

Para jugar al básquetbol hay que saber leer. No basta con meterse a la cancha, tener ganas de picar la pelota y quebrar la muñeca en el aire con la precisión y la fuerza necesaria para que una pelota de cuero de 24 centímetros de diámetro entre en un aro de 45. No. No basta, al menos, si lo que uno quiere es jugar bien. Hay que entender cuándo pasar, cuándo moverse de un poste al otro, a qué distancia cargar el rebote y para qué lado llevar al rival a la hora de marcar. También hay que saber cómo zafar de una cortina y cómo auxiliar a un compañero cuando está en apuros. Hay que entender cuándo es el mejor momento para el tiro y saber para dónde va la jugada, leerla. The Last Dance, la serie documental de Netflix y ESPN sobre Michael Jordan y los Chicago Bulls hizo muchas cosas bien, pero, sobre todo, hizo eso: leyó la jugada. La leyó a la perfección.

Tenía todo para ser una de las grandes producciones del año. Lo fue. Desde 2016, las dos productoras principales contaban con la aprobación de Michael Jordan para utilizar las más de 500 horas que se habían filmado durante la campaña de 1998 de los Chicago Bulls, la del último anillo de ese equipo legendario y a la que el entrenador Phil Jackson rotuló como "El último baile". Durante mucho tiempo el proyecto estuvo en producción, hasta que se anunció una fecha de estreno para junio de 2020. La idea era liberar todos los capítulos de un solo tirón, como le gusta a Netflix, pero la pandemia cambió la jugada. Ante el clamor de un planeta que se había quedado encerrado en su casa y sin posibilidad alguna de ver cualquier tipo de deporte en vivo, la producción encabezada por Michael Tollin y Jason Hehir se la jugó: anunció que se liberarían dos capítulos por lunes, empezando el 20 de abril. La decisión, para ellos, no fue fácil, ya que tenían que acelerar la edición de las diez partes a un ritmo casi imposible para llegar semana a semana. Pero con el reloj sobre el final, encontraron el espacio para el tiro.

La pelota entró. El latigazo de la red todavía suena. La estrategia salió mejor de lo pensado y desde el estreno de los primeros episodios, cada lunes las redes sociales quedaron bajo el dominio de un par de palabras: The Last Dance y Michael Jordan.

La respuesta del público fue increíble. La serie se colocó entre lo más visto de Netflix todas las semanas, en la emisión estadounidense a través de ESPN llegó a puntos de rating astronómicos y el nombre del 23 se disparó otra vez. Pero hay más. En IMDB –una plataforma que nuclea todas las producciones audiovisuales del mundo–, por ejemplo, la serie se colocó sexta en el ranking de las mejores de la historia según sus usuarios y sigue subiendo, por encima de títulos como The Wire, Game of Thrones o Los Sopranos. Y el merchandising de Jordan y la NBA volvió a cotizar como hace tiempo no lo hacía. De esta manera, de la mano de The Last Dance, la leyenda del mejor jugador de básquetbol de la historia saltó nuevamente a escena, y quizás como nunca antes desde la década de 1990. El mundo se volvió a rendir a sus pies. 

El éxito no es únicamente fruto de timing y las cuarentenas globales. En The Last Dance hay también una elaborada puesta en escena que alcanza su épico final en los dos episodios que quedaron disponibles desde este lunes. Un final que, por conocido y repetido hasta el hartazgo, no deja de impactar: las últimas décimas de segundo se queman en el reloj, el sexto juego contra Utah expira, la finta hace caer a Bryon Russell, el cuerpo de Jordan se suspende en el aire y el tiro definitivo –el que le da el sexto anillo, el sexto premio MVP, el pasaje directo al Olimpo del deporte– parte con destino cierto de su muñeca bendita.

MVP del año

Aunque el final es insuperable porque en los hechos históricos lo es, The Last Dance construye su camino hasta allí de manera sólida, vibrante y, sobre todo, endemoniadamente adictiva. Su ritmo narrativo es envidiable y lo que al principio parece ser una estructura difícil de sostener –líneas temporales paralelas, continuos flashbacks, múltiples personajes que entran y salen, tramas adyacentes– termina siendo su mejor arma. Con una edición aceitada y milimétrica, cada episodio de la serie está pensado para ser digerido por rookies o veteranos de la NBA con la misma satisfacción, y al final lo que queda es la sensación de haber sido testigos de uno de los mejores productos audiovisuales del deporte de los últimos tiempos.

Hay que darle crédito a la persona a la que se le ocurrió filmar cada una de las escenas de aquel inolvidable 1998: el hoy comisionado de la NBA, Adam Silver, que en aquel momento dirigía NBA Entertainment. Gracias a esa decisión, hoy el archivo al que echa mano The Last Dance es impecable, las imágenes son de una calidad sobrenatural y es a través de ellas que entramos al vestuario, al micro de los Bulls, a las prácticas. Es un vistazo privilegiado a una era privilegiada, que además tiene la guía de los que lo vieron in situ a partir de entrevistas de alto perfil que incluyen a casi todos los jugadores citados –hay un par que dijeron “no gracias”– y figuras como Barack Obama, que en aquel momento recién impulsaba su carrera política, o Justin Timberlake. Entre los múltiples rostros y voces, vale destacar que las historias paralelas de Scottie Pippen, Dennis Rodman, Phil Jackson y Steve Kerr son casi tan interesantes como la de Jordan. Ver como ellos, en sus cincuenta y largos, enfrentan este pasado de gloria es valioso y por momentos conmovedor. Y, está claro, los villanos que la propia narrativa crea son fundamentales. El manager Jerry Krause y los jugadores Isiah Thomas y Reggie Miller ostentan ese polémico honor.

Quizás lo más interesante de todo, más que los partidos, la épica deportiva y los tiros sobre la hora, sea la manera en la que está construida la figura de Jordan. Lo vemos como ídolo, como buque insignia de una liga y del mejor equipo de la historia, como el superhombre que llegó a ser el mejor de todos, pero también queda en evidencia como compañero abusivo, un alma débil que se deja arrastrar por las apuestas y que arroja un manto turbio sobre su persona, un obsesivo de la gloria que no tenía reparos en atropellar a quien sea para lograrlo. Los matices están a la orden del día y las pinceladas son atinadas: todos los mitos tienen, también, su reverso oscuro. Es parte de su esencia. 

Es posible que para quienes fueron testigos oculares de aquel equipo imbatible –del que siempre nos quedará la duda de cuánto más habría ganado si no lo hubieran desmantelado– las instantáneas en la retina sean varias. Por suerte para el resto, por obra y gracia de The Last Dance, ahora también. Estas son solo algunas. Podríamos quedarnos con miles: Scottie aguanta a MJ en el partido de la intoxicación, y MJ aguanta a Scottie cuando este último se rompe la espalda. Dennis Rodman reboteando todo, entrelazándose con Karl Malone, dejando hasta la peluca teñida por ganar. John Paxson clavándola de tres sobre la hora, Jordan llorando en el piso con la pelota después de ganar el primer anillo sin su padre, Steve Kerr levantando los brazos, ofreciéndole el triunfo también a su padre, asesinado de manera tan o más horrible que el de Jordan. La dedicatoria a Kobe, el heredero nato. Los Bulls destronando a los Pistons. Los Bulls aplastando a los Celtics y a los Lakers. Los Bulls aniquilando dos veces seguidas a los Jazz. El festejo enardecido del primer campeonato, el de los primeros compases, y la celebración del último, el del baile final. 

Y esa pelota, que suspendida en el tiempo y en la historia marca la mejor jugada de 1998, cumple la profecía del Black Jesus y se cuela en el 2020 para recordarnos que así es como se cuentan las grandes historias. 
 

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