En Twitter se tira de todo; así es porque en las redes sociales no se respetan reglas. En ocasiones dejo caer por allí alguna idea en la que no creo demasiado, solo para ver qué rebote tiene entre mis seguidores. Hace unos días plantéela posibilidad de que existiera una ley que obligara a los políticos y cargos de confianza a enviar a sus hijos a la enseñanza pública, una idea autoritaria y que avasalla los derechos elementales de quienes dependen de esos dirigentes y de los propios dirigentes.
Pero una ironía o una broma solo funcionan si encierra un cierto perfil de verosimilitud. Esta idea es absurda, pero no lo es que la mayoría de la clase dirigente del país envíe a sus hijos y nietos a la enseñanza privada. Alguno lo hará por convicciones religiosas pero todos lo hacen en el convencimiento de que la enseñanza estatal repta por los zócalos.
El tuit al que refiero se dio en el contexto de un debate parlamentario que ganó las redes sociales, acerca de las idas y venidas del gobierno sobre el presupuesto de la enseñanza y las ideas, algunas ya concretadas, de eliminar los subsidios que reciben las universidades privadas.
Alguno podrá creer que ese es un debate que refiere a la educación, pero si así fuera sería una falta de respeto a la propia educación. Es un debate sobre impuestos, diferencias políticas y tendencias ideológicas acerca de la enseñanza privada.
Ese debate no tiene nada que ver con la reforma educativa, ni con una estructura que unifique Primaria y Secundaria, ni con la profesionalización docente y la designación de los mejores maestros en los peores lugares. Ese debate no tiene nada que ver con que seis de cada 10 no termina Secundaria y apenas uno de cada 10 con suerte ingresa a la Universidad.
Este debate tan ardoroso no tiene nada que ver con que la parte "luminosa" de estas estadísticas, es decir los que terminan Secundaria e ingresan a la universidad, lo hacen en condiciones paupérrimas de aprendizaje.
En el debate sobre impuestos, subsidios y otros asuntos que dividen aguas en la clase política, no se plantea que el fracaso de la política educativa implica la imposibilidad de plantearnos un nuevo tipo de país, un nuevo tipo de desarrollo; aunque educación no necesariamente implique mejores sueldos ni condiciones de vida más dignas, si tenemos ciudadanos formados la movilidad social deja de ser una utopía y se transforma en una posibilidad.
Si siguen pasando los años y con ellos los debates disfrazados de preocupación por la enseñanza, llegará el día en que esa miopía, esa trampa al solitario, nos pasará la cuenta, y no habrá billetera ni tarjeta de crédito que pueda con ella.
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