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Un faro, dos hombres, gaviotas alteradas y un cuento de horror tan extraño como perturbador

En "El Faro", el director Robert Eggers confirma que su debut con "La Bruja" no fue casualidad y entrega una película llena de locura y oscuridades
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09 de marzo de 2020 a las 05:00

A principios de año, Robert Eggers se paró ante una tribuna en una de las charlas satélite de los BAFTA y dijo lo siguiente: “Creo que lo que me hace único es mi interés por las historias de fantasmas, de hadas, los cuentos folclóricos, la mitología, la religión, el ocultismo. Es lo que me excita. De hecho, prefiero escribir una novela o pintar un cuadro que tenga que ver con esos temas que hacer una película sobre cualquier otro”. 

Caso curioso el de este señor. No es que el cine no le importe –de hecho le importa y mucho–, pero está claro que lo entiende como un vehículo bello y eficaz para contar lo que tiene ganas de contar. Como  aclara, bien podría ponerse a pintar un cuadro sobre las brujas de Nueva Inglaterra, que hacer una película que las retrate. Pero qué paradoja, porque al mismo tiempo Eggers, que apenas tiene 36 años y que hasta ahora se ha dedicado a retratar el costado más tenebroso del folclore de su país, es uno de los nombres más interesantes que han salido del cine independiente estadounidense de los últimos años. Frente a cualquiera de las dos películas que componen su escuetísima filmografía no se puede ser indiferente. Son oscuras, densas, huelen a historias antiquísimas, a roperos viejos y a polillas, a Poe, a algo prohibido, y terminan instalando una certeza única en la cabeza del espectador: que Eggers, diga lo que diga, es un artista raro, un carpintero del horror, pero también es cine. Cine puro.

La Bruja, su debut en 2015, se le apareció en la cabeza en la forma de una pesadilla “increíblemente intensa”. Cuenta Eggers que tras el sueño salió a caminar por Brooklyn unas cinco horas, que delineó la historia en las calles y que luego se sentó a escribir. Tardó seis años en terminarla, la pasó mal y se quiso dar la cabeza contra la pared varias veces, pero lo logró. Y de qué manera. Cuatro años después de aquel aterrador cuento de pioneros y cabras diabólicas, redobló su interés por las leyendas y la mitología de Nueva Inglaterra –en donde nació– en El Faro, una película que perturbó a más de uno en su presentación en Cannes y que después siguió su camino por el circuito internacional, al punto que llegó a estar nominada al Oscar a la mejor fotografía.

Los vericuetos de la distribución internacional de las películas son oscuros y están llenos de secretos. A veces hay películas que parece que van a llegar y no llegan, otras se anuncian y nunca se estrenan y algunas insólitas pasan y permanecen en cartelera. Y por un cúmulo de extrañas casualidades El Faro, una película que a priori no parece apuntar al público de terror más convencional, llegó esta semana a los cines uruguayos. Y para quienes disfrutaron del retorcido primer cuento de hadas de Eggers, el desembarco es para celebrar. Porque aunque está lejos de ser un paseíto por el parque, esta segunda película es una demencia hermosa que hipnotiza y deja secuelas. Y que porta una oscuridad impenetrable que no la alumbra ni el enorme falo lumínico que marca el compás de cada uno de los intensos minutos del filme. 

Gaviotas y fluidos

Eggers está loco por el pasado, sobre todo por el pasado de su región, en donde se instalaron los primeros colonos británicos de América del Norte. Ama sus bosques oscuros, sus formas tenebrosas, sus historias del siglo XVII y los fantasmas que, según cuenta, todavía viven en el patio trasero de la casa de sus padres. La aclaración es pertinente, porque mientras que La Bruja se situaba en una granja de colonos acechados por el mal del título, El Faro pone a dos hombres a merced de las tormentas que golpean una isla perdida en las costas de la región. Es el siglo XIX,  los fareros deben permanenecer allí por semanas y la locura acecha en los rincones. 

Los fareros de turno son Willem Dafoe y Robert Pattinson, los únicos dos personajes de la película. O eso parece. El primero es un viejo lobo de mar, un hombre escupido de las páginas de Herman Melville, que tiene algunas taras y rutinas no muy ortodoxas. El segundo es un hombre del que conocemos parcialmente su pasado, pero que cuenta que llegó al oficio para “acomodarse” un poco. Con esas únicas dos piezas del tablero, Egger impulsa una historia de esperas, rutinas, caca de pájaro marino, mucho alcohol, escatología y algunas risas inquietas, combo que se transforma ante un hecho determinado. Así El Faro, a partir de la segunda mitad, se convierte en un espiral abrumador que mezcla fantasía, sueños, visiones extrañas, masculinidad tóxica y el descenso a un infierno mojado y helado del que los personajes no pueden escapar y los espectadores tampoco.

Dafoe y Pattinson están formidables; quizás el primero reluzca aún más, porque está totalmente fuera de sus cabales y así regala una de las mejores y más exageradas interpretaciones de su carrera. Pero el contrapunto entre ambos intérpretes es impresionante, sus luchas verbales tamizadas por el alcohol y los fluidos son épicas, y por momentos la pulsión homerótica se desborda y se hace insoportable. Entre ellos hay un juego maestro de  personalidades que se funden, se quiebran y se violentan.

Una de las frases que Eggers más repite en sus conferencias es que a él le gusta ver el mundo a través de una ventana sucia, y no hay mejor adjetivo que ese para la estética de El Faro. Filmada en un formato más cuadrado –el ratio es de 1.19:1–, la película reluce con un blanco y negro ajado, que el director de fotografía Jarin Blaschke logró utilizando cámaras que, a la luz de la tecnología actual, son arcaicas. Así, todo colabora para perfeccionar una de las características más destacadas del filme, que a su vez es una de las principales preocupaciones de este director: la atmósfera.

“La atmósfera es una acumulación de detalles”, dice Eggers, “y estos detalles vienen de la investigación previa, del clima, de la luz, del formato en el que grabamos. La atmósfera es un obstáculo visual, pero en el sentido positivo. Emmanuel Lubezki dice que con la cámara Alexa 65 dejamos de ver el cine a través de una ventana sucia. ¡Pero a mí me encanta la ventana sucia! Es parte de la atmósfera”. 

Pero atención: todo lo que se ve por ese vidrio mugriento está escrito al dedillo en el guion que Eggers delineó junto a su hermano. Al punto que Dafoe contó en alguna que otra entrevista que en sus líneas estaban marcadas hasta las flatulencias que larga su personaje. Y todo ese detallismo y el interés por el pasado tal cual fue está patente en el metraje: muchos diálogos fueron extraídos de diarios de marineros de la época y durante toda la película suena el foghorn, una sirena para la niebla característica de los faros de la época, que le agrega  un tinte fatasmagórico y ominoso al relato.

Es lógico que El Faro se sienta entonces como una pieza de relojería; cada elemento visual, sonoro, semántico y narrativo es fundamental para sustentar esta extrañísima película que está más del lado de Tarkovsky y Bergman que de otra cosa. Con ella, además, Eggers se sienta cada vez más cerca de la mesa de los grandes, de esos que de verdad tienen algo que decir y que aportar. De esos que, después de unas cuantas películas, se convierten en faros para el resto. 

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