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5 de noviembre 2025 - 5:05hs

Un día cualquier de clase, un niño vuelve a la escuela luego de un entierro. Trae una mochila, un cuaderno y un silencio que pesa. La maestra lo mira, el grupo lo mira, y la escuela —esa casa pública de la infancia— se enfrenta a una pregunta incómoda: ¿qué hacemos con el dolor cuando cruza la puerta?

Laicidad y amparo: habilitar preguntas, no imponer respuestas

Suele creerse que el duelo “no es tema de escuela”. Error frecuente y costoso. La infancia atraviesa pérdidas de todo tipo: la muerte de un familiar o una mascota, separaciones, mudanzas, cambios de escuela, migraciones. Cada pérdida inaugura un aprendizaje forzoso: el de la finitud. Si la escuela calla, el niño aprende a callar. Si la escuela acompaña, el niño aprende a nombrar, a pedir ayuda y a cuidar a otros.

Acompañar duelos en la escuela no es adoctrinar ni sustituir creencias familiares. Es, desde la laicidad, crear un marco de respeto donde convivan diversas miradas sobre la muerte y el sentido de la vida. La escuela no debe dictar respuestas últimas; debe habilitar preguntas y ofrecer palabras y gestos comunes: escuchar, nombrar, recordar, cuidar. En ese clima, cada familia sostiene su propio horizonte espiritual o filosófico sin que la institución renuncie a su deber ético de amparo.

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Presencia y testimonio: lo que no se explica, se acompaña

El duelo no es una patología: es un proceso. Por eso la función docente no es “curar”, sino estar: ver, escuchar, sostener. La pedagogía de la presencia y del testimonio recuerda que hay experiencias —el dolor, el amor, la muerte— que no se imparten en una clase; se acompañan en el vínculo. Cuando el adulto significativo se muestra disponible, sereno y veraz, la experiencia escolar se vuelve respirable: no todo se arregla, pero nada se vive en soledad.

Prevención y posvención: dos tiempos que se necesitan

En materia de duelo, la vida escolar requiere dos tiempos complementarios.

Prevención es educar antes de la crisis: construir lenguaje emocional, rutinas de cuidado, acuerdos de convivencia, bibliotecas con libros que toquen el tema, actividades de memoria y empatía, vínculos sólidos con las familias y con la red de salud. Una escuela que ejercita estas prácticas de “buen clima” llega mejor preparada a las horas difíciles.

Posvención son las acciones después del hecho: comunicar sin eufemismos ni dramatismo; organizar rituales sencillos (un minuto de silencio, una carta, un cuaderno o libro de recuerdos); ajustar expectativas académicas; definir un plan personalizado de retorno y, si hace falta, articular con profesionales. También es cuidar al equipo adulto: los docentes también duelan, y una institución que cuida a su gente cuida mejor a sus niños.

Límites profesionales y alianzas comunitarias

La escuela no reemplaza a la familia ni a los prestadores de salud, y debe saber cuándo derivar. Pero tampoco puede refugiarse en un “eso no nos compete”. El límite profesional se fortalece con protocolos simples (qué decir, a quién avisar, qué adaptar) y alianzas con referentes externos (salud, infancia, comunidad). Lo esencial: que cada niño encuentre en la escuela un adulto que lo nombre por su nombre y un grupo que lo sostenga sin invadir.

Palabras, memoria y ciudadanía compasiva

El duelo necesita palabras y necesita comunidad. Enseñar vocabulario emocional —tristeza, rabia, culpa, alivio— permite que el niño ordene lo que siente. Crear pequeños dispositivos de memoria —un cuaderno con mensajes, una carta, una canción, un dibujo— da continuidad al vínculo: recordar no es “no superar”; recordar es integrar. Y hacerlo juntos enseña ciudadanía compasiva.

Educar para la vida común

La escuela es un bien público que protege el tiempo y el lenguaje de la infancia. Si educar es abrir mundo, también es enseñar a habitarlo cuando el mundo duele. Un sistema educativo que alfabetiza en emociones y cuidados no “pierde tiempo”: crea condiciones para que lo cognitivo florezca. Y una comunidad que aprende a despedirse sin humillar ni excluir fortalece valores republicanos básicos: igualdad de trato, libertad de conciencia, fraternidad cívica.

Volvamos a ese lunes cualquiera. La maestra respira hondo, dice con calma lo ocurrido, propone un pequeño gesto de memoria y ofrece un recreo más largo. No resolvió el misterio de la muerte. Hizo algo acaso más decisivo: enseñó a su grupo que el dolor tiene lugar, palabras y compañía.

Hoy la escuela se encuentra ante el desafío de acompañar y enseñar a nuestros niños, también a despedirse y a afrontar las pérdidas. Las grandes pérdidas y las “pequeñas” pérdidas. Ese es uno de los grandes desafíos de la preparación para la vida común, ese proyecto que necesita de todos.

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